XXVII

GUAYAQUIL (1822)

CUANDO entró San Martín, algo nocturno
de camino impalpable, sombra, cuero,
entró en la sala.
                                       Bolívar esperaba.
Bolívar olfateó lo que llegaba.
Él era aéreo, rápido, metálico,
todo anticipación, ciencia de vuelo,
su contenido ser temblaba
allí, en el cuarto detenido
en la oscuridad de la historia.

        Venía de la altura indecible,
        de la atmósfera constelada,
        iba su ejército adelante
        quebrantando noche y distancia,
        capitán de un cuerpo invisible,
        de la nieve que lo seguía.
        La lámpara tembló, la puerta
        detrás de San Martín mantuvo
        la noche, sus ladridos, un rumor
        tibio de desembocadura.

       Las palabras abrieron un sendero
       que iba y volvía en ellos mismos.
       Aquellos dos cuerpos se hablaban,
       se rechazaban, se escondían,
       se incomunicaban, se huían.

       San Martín traía del Sur
       un saco de números grises,
       la soledad de las monturas
       infatigables, los caballos
       batiendo tierras, agregándose
       a su fortaleza arenaria.
       Entraron con él los ásperos
       arrieros de Chile, un lento
       ejército ferruginoso,
       el espacio preparatorio,
       las banderas con apellidos
       envejecidos en la pampa.

Cuanto hablaron cayó de cuerpo a cuerpo
en el silencio, en el hondo intersticio.
No eran palabras, era la profunda
emanación de las tierras adversas,
de la piedra humana que toca
otro metal inaccesible.
Las palabras volvieron a su sitio.

Cada uno, delante de sus ojos
veía sus banderas.
Uno, el tiempo con flores deslumbrantes,
otro, el roído pasado,
los desgarrones de la tropa.

       Junto a Bolívar una mano blanca
       lo esperaba, lo despedía,
       acumulaba su acicate ardiente,
       extendía el lino en el tálamo.
       San Martín era fiel a su pradera.
       Su sueño era un galope,
       una red de correas y peligros.
       Su libertad era una pampa unánime.
       Un orden cereal fue su victoria.

       Bolívar construía un sueño,
       una ignorada dimensión, un fuego
       de velocidad duradera,
       tan incomunicable, que lo hacía
       prisionero, entregado a su substancia.

       Cayeron las palabras y el silencio.
       Se abrió otra vez la puerta, otra vez toda
       la noche americana, el ancho río
       de muchos labios palpitó un segundo.

           San Martín regresó de aquella noche
           hacia las soledades, hacia el trigo.
           Bolívar siguió solo.

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