El
Mundo Poético de Pablo Neruda Como Voluntad de Vínculo
por
Félix Schawartzmann
I
El
mundo poético de Pablo Neruda simboliza esta batalla del americano
por advenir a sí mismo; dramatiza su lucha contra las sombras
que le aíslan. El hombre de Neruda aparece proyectado en lo
caótico de los elementos, luchando por descubrir en ellos su
ley interior, sorprendiendo su orden de armonía en la
materia orgánica, en el amor, en la alternativa entrega de sí
al mundo y en la huída de él. Así, desde la visión de los estratos
orgánicos y animales del ser, hasta el instante individualizado
en el amor por la más pura espiritualidad, el hombre nerudiano
persigue vanamente un fugaz, faústico instante al cual poder
decir "¡detente! ¡eres tan bello!"
Mas,
antes de continuar en el análisis de lo que hemos denominado
la impotencia expresiva del americano, es necesario
precisar en qué sentido cabe hablar de ella en Neruda y, además,
en qué sentido es legítimo referirse al "hombre" de
Neruda. Intentaremos mostrar, ahora, cómo esa impotencia y la
imagen subyacente de un ideal de lo humano constituyen la verdadera
unidad creadora de su poética.
No
se trata sólo de un no poder que angustia al creador como problema
estético-literario. Más allá de ello, ocurre que una voluntad
de vínculo, en pugna con la dificultad experimentada
al tratar de incorporarse orgánicamente al mundo, como tal voluntad
se ha convertido en objeto del poetizar y transformado en motivo
que subordina a su peculiar orden de referencias la estructura
toda de su universo de imágenes. Únicamente desde este punto
de vista es posible penetrar en el sentido de su fantasía poética;
esto es, considerando su experiencia inmediata como un anhelo
de relación que emana de su particular sentimiento de lo humano.
Desbrozando ese tenso deseo de enlace afectivo-espiritual, destácase
luminosamente la unidad de su poesía. Pero, estando constituido
su otro término por el vínculo orgánico con el prójimo que se
ofrece fugaz, remoto o incierto, el "personaje" que
deambula por la húmeda huella de los poemas nerudianos, se expresa
buscando el latido de lo más alto y lo más bajo. Indaga, angustiado,
simulando "desintegración poetizada" que representa,
en verdad, su poderosa aspiración a establecer profundos vínculos
humanos.
Al
vislumbrar dicha actitud como objeto último de su poesía, tórnase
natural la dramaturgia del ensimismamiento que le es propia.
Lo que Amado Alonso juzga como la angustia que sigue al hecho
de no aprehender el sentido del mundo o como dificultad para
conferirse sentido a sí mismo revela, lejos de ello, la peculiaridad
poética que supone el tener como designio creador la expresión
de la voluntad esencial de vincularse al otro. Por eso, el poeta
intenta huir del aislamiento por la busca de la unificación
interior, alcanzando más allá del exterior contacto, de cuya
limitación es consciente. Y así canta en Unidad
Trabajo
sordamente, girando sobre mí mismo,
como el cuervo sobre la muerte, el cuervo de luto.
Pienso, aislado en lo extenso de las estaciones,
central, rodeado de geografía silenciosa:
una temperatura parcial cae del cielo,
un extremo imperio de confusas unidades
se
reúne rodeándome.
Y
quiere dejar el cansancio de ser hombre, la esterilidad con
que le aparece la raíz y la tumba:
No quiero
seguir siendo raíz en las tinieblas,
dice
en Walking around. Presiente su angustiosa inactualidad
y desrealización de hombre aislado y vislumbra -no sólo por
romántico- la necesaria interacción creadora existente entre
el hombre y su mundo, por lo que en su poema Arte poética,
concluye:
pero,
la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho,
las noches de substancia infinita caídas mi dormitorio,
el ruido de un día que arde con sacrificio
me piden lo profético que hay en mí, con melancolía,
y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos
hay, y un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.
Y
continuando en esta búsqueda de actitudes nerudianas, digamos
que corre un instante en que el poeta crea la unidad entre el
afecto, la soledad, el paisaje y el vínculo humano; engendra,
por decirlo así, la presencia de la persona. Ello acontece en
su hermosa Barcarola. Con un
Si solamente
me tocaras el corazón,
si solamente pusieras tu boca en mi corazón,
y,
después de un largo grito de soledad, canta:
alguien
vendría acaso
alguien vendría,
desde las cimas de las islas, desde el fondo rojo del mar,
alguien vendría, alguien vendría
No
obstante, el poeta se lamenta:
Por desgracia
no tengo para darte sino uñas
o pestañas, o pianos derretidos,
o sueños que salen de mi corazón a borbotones,
polvorientos sueños que corren como jinetes negros,
sueños llenos de velocidades y desgracias.
(Oda con un lamento).
Dado,
pues, ese contenido e impulso de su fantasía poética, es natural
que se elabore una peculiar imbricación de nexos y elementos
constructivos en el mundo donde aquélla actúa. En efecto, todo
el ámbito de su ensimismamiento se puebla de imágenes confusas,
en un tenaz recambio de lo objetivo y lo subjetivo. La misma
concepción de la temporalidad sufre la deformación que anima
tal alquimia. Cada cosa, entonces, emerge a través de una original
temporalidad, inherente a la cualidad de lo intuido: el alma
de cada objeto parece tener su tiempo.
La
mezcla de lo objetivo y lo subjetivo, que se advierte en los
versos de este poeta chileno señala, también, otra dirección
de significaciones: la característica deformación de
la realidad propia del poetizar nerudiano*.
Hay en su descripción de la naturaleza algo de ese "paisaje
mental" que Luis Cardoza y Aragón cree encontrar en la
pintura de Orozco. Porque, en verdad, el fenómeno que aquí analizamos
es típico de las diversas modalidades expresivas del arte americano.
Por una parte, se exterioriza en ellas un particular sentimiento
de la naturaleza, en el que se la presiente como fuerza enemiga.
Mas la confusión de objetivo y lo subjetivo acusa, por otra,
tanto la fuerza de un anhelo indeterminado, como el encontrarse
sensibilizado por el puro mundo de los valores humanos, concebido
al través de la voluntad de vínculo Así, la mezcla de ambas
irradiaciones polares se manifiesta en la lucha por conseguir
la plena individuación, lucha de cuyo vario batallar, es cierto,
a veces sólo quedan los despojos expresivos de un casi primitivo
sensualismo.
Estudiando
la pintura de Orozco, Cardoza y Aragón escribe: "Su fantasía
se humaniza, participa, vive, suda, cobra fisiología, puebla
el ámbito, mezcla lo objetivo y lo subjetivo". Y más adelante,
agrega: "Desenvuelve las consecuencias y posibilidades
de lo físico y de lo espiritual y luego las confunde, las multiplica,
las torna indiferenciables. Lo objetivo y lo subjetivo pierden
sus fronteras".
De
lo precedente podemos concluir la existencia de una típica modalidad
de deformación en el arte americano. Ella nos parece
obedecer al fenómeno que hemos caracterizado como impotencia
expresiva, que en Neruda se convierte en motivo poético esencial.
Sin embargo, del criterio más general necesario para juzgar
y comprender esa deformación deberemos aun tratar al referirnos
a sus manifestaciones en nuestra plástica.
II
Mas,
no solamente en la descripción imaginar de lo objetivo se muestra
esa peculiar. Puede perseguirse hasta en vacilaciones y descuidos
sintácticos del estilo de Pablo Neruda, de los que justamente
dice Amado Alonso que no son achacables a impericia o
impotencia... Claro está que para este filólogo, todo
ello se origina en la visión desintegradora que se erige el
poeta. Para nosotros, en cambio, aquella peculiaridad constituye
la natural deformación que se sigue del tener como objeto estético
la impotencia misma, y como motivo último del crear la necesidad
de establecer vínculos humanos inmediatos.
Buscando,
pues, la unidad interior de su poesía en el motivo del hombre
y en su ansia de espontaneidad expresiva, su visión del mundo
parece integrarse ágilmente en lo que podríamos denominar el
"personaje" de Residencia en la Tierra. El
cual, aunque infinitamente distante del goethiano personaje"
de Residencia en la Tierra. El cual, aunque infinitamente
distante del goethiano "aspirar sin tregua a la más alta
existencia", parece, sin embargo, querer superar
la oscuridad
de un día transcurrido,
de un día alimentado con nuestra triste sangre.
(No
hay olvido)
Al
arribar a este punto vislumbramos uno de los aspectos
más significativos de la vida social americana: aislamiento
por necesidad no satisfecha de vincularse con el otro, reacción
psicológica de la cual la poesía de Neruda nos suministra un
ejemplo en los planos oscuros de los confusos requerimientos.
Por esas "calles espantosas como grietas" transita
nuestro personaje, que se trasciende y hace universal en su
lucha contra todas las sustancias terrestres, persiguiendo incesantemente
qué "definitivo beso enterrar en el corazón". Quiero
decir con todo esto que también podemos aproximarnos al conocimiento
vivo de nuestra realidad observando la original jerarquía
que en ella vincula motivo poético e ideal del hombre.
Cabe
recordar aquí a Dilthey y su pregunta: ¿En qué modo la
identidad de nuestro ser humano, que se manifiesta en uniformidades,
se enlaza con su variabilidad, con su ser histórico?" Dilthey
alimenta la esperanza de que a través del estudio de la imaginación
del poeta, quizás se pueda captar la relación dada entre los
procesos psicológicos y la variabilidad de los productos históricos.
Porque en la poética, en la eternidad del modo de manifestarse
del proceso poético, en suma, en el hecho de actualizarse en
la obra las fuerzas creadoras, cree poder encontrar el puente
vivo que conduzca de lo psicológico a lo histórico. Además,
la propia técnica poética, por ser ella misma elaboración histórica,
y en cuanto es auténtica, sirve de auxiliar en el conocimiento
del espíritu de un pueblo; como asimismo, el encadenamiento
de imágenes para la cual una época se encuentre especialmente
sensibilizada. Con todo, aun considerando exacta tal afirmación,
resta advertir que no es posible dar con seguridad el paso desde
la psicología de la creación poética hasta la variabilidad cultural,
sin antes intentar un análisis de la antropología de la experiencia
del otro. Y no sólo por lo que respecta a la inspiración artística,
sino también en conexión con las ideas de la individualidad
que la estimulan. Partiendo de tales supuestos, hablamos del
hombre de Neruda. Porque toda poesía, por elusiva y críptica
que en esto se muestre, por muy peregrinamente que en ella aparezcan
ubicadas las referencias a lo puramente humano, no obstante,
llevará oculto su personaje en el dramatismo de su visión.
Acaso
el desconocimiento de lo precedente ha hecho posible el que
defiendan ilusorias perspectivas y se contrapongan valores literarios
atendiendo a muy superficiales y aparentes antítesis. Tal cosa
sucede cuando se oponen entre sí Darío y Neruda. Del modo, por
ejemplo, como los confronta Juan Larrea, guiado por lo que denominaremos
su historicismo superrealista"*.
Dejando
aparte aquella teoría de Larrea según la cual existiría un ancestro
nervaliano en Neruda; prescindiendo también de sus juicios acerca
de las excentricidades políticas de su órbita superrealista,
nos limitaremos a comentar el parangón aludido. Para esta polar
valoración, el poeta nicaragüense y el poeta chileno se opondrían
como la luz y las tinieblas, en un antagonismo expresivo desplegado
al través de todo el espectro de reacciones que se desplaza
desde la saltarina euforia hasta la más extrema depresión. Si
en Darío impera el entusiasmo, a Neruda, en cambio, le roe el
desánimo; si en aquél late la esperanza, en éste alienta, por
el contrario, la desesperación. Y así -si bien en otros términos-
una larga serie de casi mecánicas oposiciones conceptuales.
Para
los designios de este trabajo, importa poner de relieve que
la "interpretación" de Larrea es como una mirada de
superficie, que no atiende a los motivos originarios de las
visiones poéticas analizadas. Pues, a pesar del rutilar de los
versos de Darío, a menudo adviértese en ellos tan sólo una eufórica
fuga contemplativa compensatoria de los pozos de angustia que
se abren en sus poemas como un temor al más allá. No cabe referirse
aquí al verdadero linaje de sus pavores ni al lugar común de
atribuirle demostrables infiltraciones estilísticas de lo francés.
Únicamente deseamos hacer notar que en la pertinaz angustia
nerudiana brilla una referencia a lo humano, un querer trascenderse
del individuo en el vínculo inmediato, de que carece Darío,
a pesar de sus, a veces, arcádicos revoloteos de imágenes augurando
un sin par futuro americano.
Ahora
conviene recordar las descripciones anteriores relativas al
sentimiento de la naturaleza y al sentido de los antagonismos
caracterológicos. De preferencia, el espejismo descrito como
propio de aparentes actitudes de extra o introversión. Allí
dejamos dicho que es necesario ahondar hasta dar con aquella
corriente subterránea que discurre en la verdadera dirección
intencional del horizonte de referencias**. Prevenidos de este modo, nos parece
que no tiene validez el contraponer Darío a Neruda, si antes
no se ha determinado el verdadero orden de sus respectivas modalidades
de interiorización de lo contemplado y anhelado. Amado Alonso,
aunque con diverso indagar, también opone la poesía nerudiana
de ahincado ensimismamiento" a la poética de "enajenamiento"
que, con su atención preferente a las sensaciones exteriores,
caracterizaría a Lope de Vega y Rubén Darío. Lo cierto es, sin
embargo, que cambia el signo de tales oposiciones polares al
verificar cómo en un orden dado de ensimismamiento (el de Neruda),
anida una poderosa referencia al mundo: trátase de un ensimismarse
alerta y, en cierto modo, panteizante. Por el contrario, hay
un ciego entrar en sí (el de Darío), que se desliza sobre el
mundo, pero que mientras más se niega en la angustia a sí mismo,
más sensible se torna a dejarse constreñir por puras exterioridades.
En el primer caso, en el alerta ensimismamiento de Neruda -real
extraversión- se avizora el universo desde aquella experiencia
escatológica que percibe la simultaneidad de sentido existente
entre el yo y el mundo al propio tiempo que transforma en luminosa
y creadora la impotencia expresiva. Pero del segundo, del ensimismamiento
ciego real introversión- y sólo ultrasentible por ciego,
únicamente nos queda esta amarga reflexión:
Ay, triste
del que un día en su esfinge interior
pone los ojos e interroga. Está perdido.
(Cantos
de vida y esperanza)
Quiere
decir, en fin, que resulta diverso el sentido que ocultan las
relaciones vivas entre poesía y realidad, al indagar la unidad
creadora del poetizar desde la idea del hombre inherente a cada
orden de fantasía poética.
III
Para
situar mejor la concepción poética nerudiana en su real contorno
expresivo, daremos otra mirada al pasado, deteniéndola en Calderón.
No nos mueve a ello ningún virtuosismo comparativo o morfológico,
si bien no por eso resulta menos arriesgado el hacerlo.
La
verdad es que importa descubrir, sorprender en su fuente, el
verdadero arraigo del conflicto poético, la zona de sentido
donde experiencia del hombre y del mundo, sentimiento del yo
y presagios de la infinitud de lo externo, inician su dinamismo
expresivo. Verdadera tensión creadora que suele darse, ya sea
como conciencia de mundos que se oponen sin comunicación entre
sí, o como anhelo de unidad, de continuidad en una jerarquía
de formas. Veremos, de tal suerte, que en veces ocurre que la
imagen del todo condiciona una primordial perplejidad ante la
falta de lógica vital de lo existente, tal cual ello se manifiesta
en Calderón de la Barca. A diferencia de lo que acontece con
José Hernández, en quien se crea una especie de continuidad
y coherencia de formas a partir de su personal titanismo. La
misma peregrina condición del parangón, nos lo hará más luminoso.
Nos referimos, señaladamente, al monólogo de Segismundo en la
escena primera de la Vida es sueño, y al canto XIII de
la Primera Parte del Martín Fierro, donde se dan extrañas
semejanzas formales, analogías del poetizar surgiendo de experiencias
muy dispares.
A
Segismundo, al igual que a Martín Fierro, le abruma la evidencia
de la condición de inexorable límite, de atadura, de destino,
que no se compagina con el hecho de poder, al mismo tiempo,
tener conciencia de ello, ni con lo que significa el saberse
hombre. En ambos exprésase perplejidad al comparar el propio
aciago destino con el movimiento y fortuna de todo lo que los
rodea. En uno y otro, además, se compara el acaecer singular
incrustado en lo humano general, por lo que se opone la vida
del hombre al vivir del animal o del pez, antes que un singular
curso de intimidad a otro. Como si lo trágico se destacara más
nítida mente al contemplar el conflicto personal contraponiéndolo
a la existencia natural, desde la índole esencial de lo humano
mismo. Así, lo dramatúrgico se intensifica aún más por la aguda
conciencia que posee el personaje de su condición metafísica
de ser hombre.
Mas,
¿dónde ambos monólogos, a pesar de la analogía formal y de su
evanescente identidad, comienzan a seguir una ruta distinta?
Segismundo opone una jerarquía de seres dada como ave, bruto,
pez, arroyo, a la posesión de su mejor alma, instinto, albedrío
y vida. Pero ve con dolor que todo ello no le impide tener menos
libertad que lo que le rodea. Martín Fierro compara también
las perfecciones de las formas vivientes, si bien no se admira
de que Dios haya negado al hombre lo que se ha dado al cristal,
ni las opone. Establece una continuidad ascendente, diferenciándose.
La perfección de la flor, está representada en el individuo
por el corazón, la claridad hija de la luz brilla en el cristiano
como humano entendimiento, el canto del ave resuena en la palabra;
en fin, canta
Y dende
que dió a las fieras
esa juria tan inmensa,
que no hay poder que las vensa
ni nada que las asombre
¿qué menos le daría al hombre
que el valor pa su defensa?
En
su titanismo, la confrontación con las otras encarnaciones de
lo existente, no lo hace sino perdurar en su lucha, resignarse
a un dolor inevitable, por lo que continúa de esta manera:
Pero tantos
bienes juntos
al darle, malicio yo
que en sus adentros pensó
que el hombre los precisaba,
que los bienes igualaban
con las penas que le dió.
Impulsado,
en consecuencia, por sus aflicciones, seguirá el cumplimiento
de su propio destino. Su hado parece indicarle que sólo puede
caer por debajo de sí mismo como individuo, pero no caer, siendo
hombre -como presiente Segismundo- por debajo del pez, a manera
de castigo del haber nacido. Una resignación extrema, engendro
del propio titanismo, le impide enfrentar su precaria condición
a la libertad natural. Desde la personal fortaleza los antagonismos
son superados, porque su valor es instrumento de lucha y de
percepción de la coherencia del orden existente. En cambio,
la experiencia de la individualidad que se expresa en la comedia
de Calderón, arroja a Segismundo a la irremediable soledad llena,
con todo, de soberbia al extremo de ver en la pérdida de su
libertad la garantía de no convertirse él mismo en gigantesca
fuerza destructora.
¡Qué
diverso es, pues, ese vivir solitario, en el yermo o en una
torre, transido de orgullo, del solitario e infinito deambular
de Martín Fierro! ¡Qué distinto engarce de la oposición entre
el yo y el mundo, surgiendo a partir del sentimiento del ensueño
y la soberbia, y del valor y la resignación en el uno y en el
otro, respectivamente. La soledad de Neruda también engendra
su unidad de opuestos -como en José Hernández, si bien con otros
matices psicológicos- en un puro descansar del individuo en
sí mismo. Mas, poseedor de tal sentido, que la doble dirección
del hombre a la naturaleza y de la naturaleza al hombre, reviste
una peculiar armonía donde si el otro existiera
... la
lluvia entraría por tus ojos abiertos
a preparar el llanto que sordamente encierras,
.....................................................................
(Barcarola)
*
* *
Una
vez más se actualiza ante nosotros, en lo precedente, la realidad
de las infinitas experiencias posibles de lo individual. Y ahora,
en la comparación de Walt Whitman con Neruda, se nos muestra
en el primero un seguro hablar desde sí mismo expresándose poderoso
en Song of Myself, del mismo modo como en Specimen
Days in America el poeta se descubre a sí mismo a través
de la serena contemplación de la naturaleza. Calmada afirmación,
en una y otra obra, de clara armonía entre el yo, la naturaleza
y el otro. Orden que en Neruda apenas se erige confuso, en su
enlace de fuego primigenio y vegetales, en el seno de su soledad
y su angustia de aliento cosmogónico, acaso por la titánica
gestación de la idea del valor del hombre a partir del hombre
mismo. La fe de Neruda es como selvática maraña, obscura, aunque
luminosa y espiritual a un mismo tiempo. La gran fe de Whitman,
otra es. Por lo que seguro puede cantar:
Llegará
un día en que haga prodigios.
Ahora mismo soy ya un creador.
Miradme aquí, erguido, en la entraña profunda de la sombra.
Y
cree ser consciente, además, de su cósmica y milenario continuidad:
Yo soy
una infinitud de cosas ya cumplidas
y una inmensidad de cosas por cumplir.
Con mis
pies huello los picos de las estrellas,
cada paso mío es una ristra de edades
y entre cada paso voy dejando manojos de milenios ...
¿Qué
le mueve a ello? Ya lo ha dicho en los primeros versos de su
poema:
Me
gusta besar,
abrazar,
y alcanzar el corazón de todos los hombres con
mis brazos.
En
fin, ¿qué le da esa fe que le hace posible identificar casi
intimidad y universo? La creencia de que lo íntimo nunca
pierde el contacto que tenemos con la tierra, el poder
confundirse con el escenario del día perfecto, en
esa naturaleza que él ve abierta, sin voz, mística, muy
lejana, y sin embargo, palpable, elocuente... Vemos, de
esta manera, en Whitman un hablar desde sí mismo poéticamente
elemental, sencillo como el agua, pero junto a ello, el consciente
afirmar, valorar, comprender y querer, sobre todo, configurar
el contorno vital también a partir de su individualidad.
IV
La
fantasía poética de Neruda se despliega incansablemente en la
búsqueda de un profundo vínculo espiritual, persiguiendo sin
cesar la continuidad viviente que enlaza hombre y naturaleza.
Guiado por tal designio, desciende a los estratos originarios
de lo existente. Ausculta el latido de corazones milenarios
con invariable tensión, ajena por entero a esa fe de Whitman,
la cual le llevaba a percibirse a sí mismo como un cosmos*.
En
este sentido, su creación poética más honda es el poema Alturas
de Macchu Picchu. Dijérase escrito con los elementos del
lugar, es decir, con aquella alucinante complementariedad a
través de la cual aparecen la planta torrencial del Urubamba
y los indiferentes, cósmicos picachos. Porque el poeta interiorizó,
extrajo el oculto tono expresivo que yace en esa simultaneidad.
Al caminar por entre las ruinas, el pasaje le hace experimentar
a uno esa doble faz: lo fugaz del tiempo en el inquieto río
y lo eterno, lleno de extraños y milenarios requerimientos provenientes
de lo vivo y lo muerto. En Macchu Picchu, en medio de ese horizonte
de primordial ambigüedad, el poeta se detiene a buscar
la eterna veta insondable, antes vanamente buscada:
En ti
como dos líneas paralelas
La cuna del relámpago y el hombre
Se mecían en un viento de espinas.
Comienza
entonces el gran canto dado como persecución poética de la unidad,
un verdadero "rascar la entraña hasta tocar el hombre"
que hizo posible la gigantesca creación de piedra. Pero antes
de la definitiva pregunta que aproxima ala unificación interior
de hombre y naturaleza, Neruda indica un contrapunto en que
se orquestan formas antagónicas, que parecen excluirse, por
su mera presencia, por su ser mismo. Como si previamente le
fuera necesario templar su instrumento literario creando una
elemental armonía de contrarios:
Águila
sideral, viña de bruma.
Bastión perdido, cimitarra ciega.
Cinturón estrellado, pan solemne.
Escala torrencial, párpado inmenso.
Túnica triangular, polen de piedra.
Lámpara de granito, pan de piedra.
Serpiente mineral, rosa de piedra.
Nave enterrada, manantial de piedra.
Caballo de la luna, luz de piedra.
Luego
brota la pregunta por el hombre, que es como invocar la unidad
original del granito y la vida:
Piedra
en la piedra, el hombre, dónde estuvo?
Aire en el aire, el hombre, dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, e hombre, dónde estuvo?
Y
continúa la ascensión -o el descenso- de piedra, ahora para
alumbrar el mensaje que anida en él mismo:
A través
del confuso esplendor,
a través de la noche de piedra, déjame hundir la mano
y deja que en mí palpite como un ave mil años prisionera
el viejo corazón del olvidado!
Déjame olvidar esta dicha que es más ancha que el mar
porque el hombre es más ancho que el mar y que sus islas,
hay que caer en él como en un pozo, para salir del fondo
con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas.
Finalmente,
el pasado parece despertar, revivir en él. Lo proclama sin vacilaciones.
Es la gran invocación:
Yo vengo
a hablar por vuestra boca muerta.
A través
de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con vosotros anclado.
Y
aquí, permítame el lector comunicarle de qué manera retorno
a lo que creo ver como el sentido del poema mismo, luego de
reflexionar acerca de la impresión que causa la visión directa
de Macchu Picchu. En lo que sigue, queda esa elaboración personal
brevemente enunciada.
El
estremecimiento interno que se experimenta ante las ruinas -dejando
a un lado la racional inquietud por el cómo de su proceso de
generación- débese al sortilegio dado en un oscilar de las imágenes
entre lo humano y lo puramente natural. La misma como impotencia
para incorporarse vivamente al paisaje, acaso se encuentra subordinada
a dicha oscilación. Así, la contemplación de lo infinito en
el humano esfuerzo, linda con el muerto silencio de la piedra.
Y a su vez, lo infinito presentido en lo natural despierta de
pronto, dialécticamente, la presencia interior de lo humano.
Se eleva entonces una interrogación vehemente, adherida a lo
íntimo como un presagio: ¿naturaleza o historia? Es tal vez
ésa la obsesiva pregunta nerudiana por el hombre que hizo posible
la ciudad de piedra.
Mas,
no es sólo eso. Ocurre que se ha erigido ante nosotros el problema
de la comprensión y expresión humanas, en una zona muy singular,
llena de límites, pero también de abiertos horizontes. Esto
es, que una categoría del ser llevada intuitivamente hasta lo
concebible como su extremo expresivo opera el despertar, el
renacer de su contraria. Vemos la auténtica huella de la mano,
pero tan definitivamente quieta, que nos parece naturaleza;
contemplarnos otra vez la naturaleza, a la piedra en una intuición
fisiognómica, y nos parece historia.
Por
eso, únicamente la adecuada representación del hombre del que
surgiera esa obra titánica, promete detener aquí la inquietante
confusión. Es decir, el descubrimiento del vínculo originario
con el hombre estabiliza el contemplativo oscilar interior entre
la perspectiva de la historia y la naturaleza. La desnuda visión
de una u otra suele arrojar al poeta y al individuo a una irremediable
soledad. La pura historia, mudable siempre, acongoja con la
nostalgia de lo eterno. Por el contrario, en lo inmutable puro,
la vida no germina. Todo parece augurar que debemos afrontar
la definitiva pérdida de la continuidad de lo real. De ahí la
sostenida voluntad de encontrar la jerarquía creadora que va
de la naturaleza al hombre. Jerarquía que Whitman actualiza
en sí mismo desde los orígenes de las edades, en tanto que Neruda
la sorprende en el "alto arrecife de la aurora humana"
donde existe
la más
alta vasija que contuvo el silencio:
una vida de piedra después de tantas vidas.
Permanente
búsqueda de unidad de sentido, de continuidad expresiva. Con
todo, no se consigue plenamente la anhelada transición
-en el poema, en uno mismo- entre la obra de arte y la naturaleza,
entre la historia y el cósmico paisaje. De ahí mana la desazón
que provoca el contemplarlo, la desolación motivada al hundir
inútilmente la mirada en lo eterno. Por ende, se llega a desenvolver
la impresión subjetiva de que el indio esculturó los picachos
cordilleranos queriendo, tal parece, expresarse a través de
ellos mismos. Eligiendo, seleccionando orgánicamente estilo
y lugar, a fin de crear la transición entre obra y naturaleza,
que nosotros -con frío estremecimiento- somos impotentes para
restaurar al contemplar las ruinas que hoy se conservan (como
tal vez lo consiguieron hombres pertenecientes a culturas orientales).
V
¡Viejo
afán y viejo anhelo humanos!
Pero
aun queda un recurso al poeta -al individuo- para conseguir
restaurar la continuidad de lo existente. Es el toque mágico
del tiempo, percibido como expectación de posibilidades, como
futuro. Consciente de que ya nada surgirá del "tiempo subterráneo"
y de que el indio, remoto creador de Macchu Picchu, sólo podrá
hablar a través de sus palabras, exclama:
Sube a
nacer conmigo, hermano.
Se
comprende, por otra parte, que caminando por las estrechas calles
del Cuzco, donde el estilo colonial está implantado sobre la
solemne piedra inca, nos invada la sensación de algo que crece
vegetativamente, para precipitarse por último a la nada, al
vacío. Es decir, se tiene la experiencia subjetiva de una inmensa
tradición que no florece y sin futuro. De unos tiempos pasados
que se deslizan inexorablemente hacia lo puramente natural,
orgánico, vegetal, mineral, siguiendo como el obscuro curso
sin riberas del agua que corre subterránea. En tal sentido,
¡qué preocupación tan actual despierta el aleteo de ese pasados!
Aviva el temor a la petrificación cultural, al tiempo petrificado
como decadencia o como forma de vida estereotipado en letal
hormiguero humano.
En
medio de estas meditaciones en torno a Neruda, naturalmente
debe pensarse en Inca Garcilaso de la Vega y recordar de cómo
él, a su vez, trató de salvar del olvido su propia tradición
amparándose en ideas occidentales, ya que sus antepasados "porque
no tuvieron letras no dexaron memoria de sus grandes hazañas
y agudas sentencias, y assí perescieron ellas y ellos juntamente
con su república"*. Recordar, por ejemplo, su manera de considerar el Cuzco como otra
Roma del Imperio Inca. El cotejo se extiende a las varias esferas
de la cultura. La comparación con griegos y romanos corre a
lo largo de toda su obra. Con giro de lenguaje que diríamos
cartesiano, aunque haciendo presente a cada paso ser indio nacido
entre indios, declara querer escribir el discurso de la historia
de su patria "clara y distintamente".
La
nostalgia del pasado, de su pasado ancestral, su dolor de indio,
su humildad lindante casi con el automenosprecio, quedan como
mitigados merced a su visión platónico, arquetípica del Imperio
Inca. No por azar tradujo a León Hebreo, por lo que sorprende
cómo uno de los primeros mestizos fue tan inmediatamente universal
en su perspectiva histórica (y no creo que ello haya acontecido
sólo a favor del caudal cultural que circulaba por el idioma
en que escribía). En su afán de encontrar paralelismos afirma
descubrir huellas de la religiosidad occidental en las ideas
que los Incas y amautas tuvieron de Pachacámac como creador
del universo. En consecuencia, declara que él como indio cristiano
católico diría que Dios en la lengua de sus antepasados equivale
a Pachacámac. En todo momento, al escribir su historia está
presente este deseo de conservar la memoria de los hechos y
dichos de su patria en virtud de ese enlace con la tradición
de su nueva tierra. Por eso, lo extraño, lo paradójico se palpa
al sentir agudizados en el Cuzco antagonismos de la conciencia
histórica del presente, particularmente al recordar cómo el
Inca Garcilaso intentó rescatar ese mismo pasado recurriendo
a representaciones espirituales de estirpe platónico.
Ahora,
hemos alcanzado la significación última de Alturas de Macchu
Picchu. Tales son los nuevos horizontes que abre Neruda,
ya que todo auténtico poeta descubre en algún sentido otros
ámbitos y desconocidos aspectos de las cosas. Columbra nuevas
imágenes, distintas perspectivas del mundo. En el caso presente
ello se manifiesta en la búsqueda de la continuidad interior
entre hombre, vínculo interpersonal, naturaleza e historia,
a la que es impulsado por esa misma impotencia y necesidad de
relación a un mismo tiempo. Tal vez en el hecho de la proyección
de dichas experiencias al plano de lo primigenio, como de la
cosmogonía del alma y en la referencia a lo obscuro, finca la
seducción que opera Neruda en el americano. Ahí reside su popularidad,
a pesar de ser tan escasamente popular su poesía, a menudo difícil
y sibilina.
Le
ocurre, en cambio, que al tender racionalmente en sus cantos
políticos a lo popular, adviértese la falta de interiorización
de lo revolucionario, la frustración al intentar crear con imágenes
criaturas vivientes, literariamente objetivas. Lo cual no podía
menos que acontecerle, pues el motivo esencial de su
poetizar fluye de esa necesidad de honda comunicación que no
consigue conquistar serenamente, aunque sí expresar como tenso
anhelo. Por eso también se le evade el tono descriptivo adecuado
a la pintura de una alegre convivencia capaz de actualizarla,
de hacerla actuante. De tal suerte que su referencia colectivista
al hombre se reviste inequívocamente de retórica, de elementos
expresivos de descarnada propaganda llena de matices mágico-políticos.
Muerte poética, en verdad.
Ahora
bien, este mismo hombre nerudiano que pugna por encontrar su
natural jerarquía en medio de las formas elementales de la existencia;
que vive el mundo de lo erótico y el mundo del espíritu caóticamente
anudados el uno al otro; ese hombre que percibe el paisaje unido
a la dolorosa necesidad de sentirse vivamente incorporado a
él, nos aparece también como luchando -y con cierto despliegue
de soberbia- contra el pensamiento de alguna limitación que
constriña el optimismo casi dionisíaco de su comportamiento.
Hecho revelado por la especie de repulsa y menosprecio que manifiesta
el americano por la idea del autodominio. Porque en su visión
del destino natural de las cosas humanas, participa sólo muy
obscuramente la representación del autodominio, o bien se orienta
a través de cauces singulares. La débil afirmación de autonomía
se corresponde con la realidad de su aislamiento, pues ambas
actitudes se influyen y configuran recíprocamente.
en:
El sentimiento de lo humano en América. Santiago de Chile:
Universitaria, 1953, tomo II, Cap IV, pp. 63-80.
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Como un ejemplo de dicha mezcla, repárese en estos versos del
poema Un día sobresale:
silencio
envuelto en pelo,
silencio
galopando en caballos sin patas.
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Para las consideraciones que siguen, véase su (¿audaz?) ensayo
El Surrealismo entre Viejo y Nuevo
Mundo, especialmente págs. 75 a 102, México, 1944.
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Ver tomo primero, pág. 172.
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Acaso sería justo pensar en que el mundo poético de Darío
posee una luminosidad, un equilibrio interior donde la fantasía
no se desata con pasión por el claroscuro. Sin embargo, ello
con algunas excepciones posteriores- quizás sólo deba
afirmarse para el período de Azul, como lo observa
Raimundo Lida. Pues, luego ya no se representará un
universo donde lo natural y lo sobrenatural se conciban en
armonioso equilibrio. Para Lida, que lo juzga como siendo
hispanoamericano siempre, aunque no siempre americanista,
Darío perdura tenaz en su tensión expresiva, que
desde la invención verbal alcanza hasta la región de lo sombrío.
Descúbrense, en fin, varias oscuras vetas de fantasía que
empañan su idílico mundo de pájaros, hadas y colores. Nuca
está presente, en verdad, la clara fe en la acción, propia
de un Whitman. Véase su excelente estudio sobre el poeta nicaragüense
en el volumen Cuentos completos de Rubén Darío,
México, 1950.
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Comentarios reales, Libro Séptimo, capítulo VIII.