Imagen de la Mujer y el Amor en un Momento de la Poesía de Pablo Neruda

por Mario Rodriguez Fernandez
Profesor Ayudante de La Universidad de Chile

Los veinte poemas de amor y una canción desesperada no han suscitado un gran interés en la crítica, y excepto ciertos aislados intentos de interpretación, han permanecido generalmente conceptuados como una historia sentimental, escrita en forma bellísima y emocionada, pero que, indudablemente, palidece ante la admirable potencia poética de Residencia en la tierra, que le sigue años después.

Dicho de otra forma. Neruda tentó la aventura lírica del amor con feliz resultado, pero la tradición y los límites específicos del tema, se encargaron, naturalmente, de configurar la importancia y trascendencia del libro, aparte que dentro de la producción del poeta anterior a su conversión marxista, la altura lírica y metafísica de Residencia hace palidecer los otros libros, sin excepción alguna.

Sin embargo, existe en estos poemas una idea peculiarísima de la mujer y otra no menos notable del amor, que incluso puede ser sorprendida en el hondero entusiasta y aún en la Primera Residencia, que confiere al poemario una originalidad marcada y un carácter agudamente antitético al que presentan los poemas de amor en la tradición literaria.

Si las formas de mentar a la amada: Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava (poema 2); caracola terrestre (poema 3); hembra distante y mía (poema 7), parecen provenir del modo baudelairiano de considerar a la mujer, o si el tono se aproxima de pronto al de Rabindranath Tagore, hasta llegar en algunas composiciones a la paráfrasis (poema 16), la idea que vamos a fijar es, ciertamente, propia de Neruda.

La mujer en los veinte poemas es un ser evidentemente carnal, capaz de proporcionar gozosas experiencias sensuales; como en el poema número nueve, pero, también, puede transformarse en una potencia cósmica derribadora de límites que configura todo el universo del poeta, y aún más, en un escudo, un refugio contra la angustia y el dolor que tan fuertemente asedian el corazón del lírico, para asumir, finalmente, en muchos momentos, el papel de un instrumento, de un arma de revelación de lo inteligible.

Es decir, Neruda mediante un proceso de freudismo trascendente, sublimando su instinto sexual, elevando a un plano cósmico y representativo su subconciencia erótica, se ha forjado una unidad central de referencia, una imagen como una potencia carnal que asume poderes divinos: el dios-mujer.

Ya en el poema número uno es posible rastrear y fijar adecuadamente las notas específicas de esta idea:

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar al hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros,
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero cae la hora de la venganza y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah' tu voz lenta y triste!

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

El sólo vocativo que encabeza el poema, fija adecuadamente el alto carácter sensual de la amada: cuerpo de mujer, expresión maciza, reveladora instantánea de la urgencia carnal; la selección de aspectos que se hace en seguida, confiere nuevas luces sensuales a esta idea de la amada como un puro cuerpo: blancas colinas, muslos blancos; el obsesionado instinto erótico del poeta le hace ver en el mundo una actitud sensual semejante al blanco cuerpo de la mujer, te pareces al mundo en tu actitud de entrega, imagen que le guía a considerar telúricamente la mujer, al hijo como una semilla y a verse a sí mismo como un labriego salvaje.

Anotemos, sin embargo, que en esta rigurosa asociación de imágenes la palabra labriego, no debe considerarse en su exacto contenido semántico, sino más bien en sus posibilidades sugeridoras de soledad, primitividad y otras afines, indicadas claramente en el adjetivo salvaje.

Esta imagen carnal del dios-mujer se reitera obsesionadamente a través del libro:

Ah desnuda tu cuerpo de estatua temerosa

Se parecen tus senos a los caracoles blancos (poema 8)

El atlas blanco de tu cuerpo (poema 13)

Amé desde hace tiempo tu cuerpo de- nácar soleado (poema 14)

El sol... hizo tu cuerpo alegre

Eres la delirante juventud de la abeja,

la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga (poema 19)

Oh carne, carne mía, mujer que amé... (La Canción Desesperada)

Lo característico es ver a la mujer como integrada de elementos que expresan la más pura sensualidad telúrica o marítima, como en el poema diecinueve, o bien en la composición número dos del hondero entusiasta:

Es como una marea cuando ella clava en mí
sus ojos enlutados,
cuando siento su cuerpo de greda blanca y móvil estirarse y latir junto al mío,
es como una marea, cuando ella está a mi lado.

Imagen que nos presenta a la mujer como un agua totalizadora que asedia el cuerpo ansioso del poeta.

No se trata, pues, de cualquiera mujer la que va a asumir el carácter de potencia divina en la poesía de Neruda, sino de una definida por notas de alta sensualidad y firme raigambre carnal.

Ahora bien, ¿por qué el poeta ha necesitado forjarse un dios de este tipo?

La respuesta y la clave exacta la encontramos en el comienzo de la segunda estrofa del poema número uno:

Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.

Neruda se refiere a su existencia la cual compara con un túnel, expresando adecuadamente el estado de soledad, de desamparo, de vacío forzoso en que transcurría su vivir, imagen que le permite atraer otras dos que contribuyen a fijar más acentuadamente este desesperanzado modo vital: de mí huían los pájaros, es decir, la alegría y lo apetecible de la vida me abandonaban, permitiendo que lo sombrío (siempre tan poderoso en su avance) penetrara en mi vida: y en mí la noche entraba su invasión poderosa, con lo cual configura un estado sentimental angustioso cuyas notas relevantes lo constituyen la soledad, la oscuridad y la tristeza.

Esta situación del poeta se, expresa en forma aún más dramática en los poemas siguientes:

Soy el desesperado, la palabra sin ecos,
el que lo perdió todo y el que todo lo tuvo.

Exclama Neruda en el poema número ocho, confesando la inutilidad del canto poético que no tiene respuesta, que no sea la desesperación, o el sentimiento de pérdida definitiva de la amada, como establece en los versos siguientes de la composición:

He aquí la soledad de donde estás ausente.
Llueve. El viento del mar caza errantes gaviotas.

En el poema que viene a continuación, el nueve, a pesar que está constituido sobre una profunda experiencia sensual que podría imponerse triunfante a la angustia, ésta siempre se manifiesta, aunque aliviada por un adverbio aún que indica el carácter transitorio de la amargura y el dolor próximos a terminar:

Pálido y amarrado a mi agua devorante
cruzo en el agrio olor del clima descubierto.
Aún vestido de gris y sonidos amargos,
y una cimera triste de abandonada espuma.

Pálido, dice el poeta, y embargado por mi ansia sexual cruzo en el mundo, también definido por lo sexual, aún, es decir, aunque ya voy al encuentro (que se realiza en los versos siguientes) del placer físico, la amargura me envuelve y la tristeza (aunque alta -una cimera-) me define.

La vida del poeta, como angustiada que es, destruye la alegría (soltando pájaros) borra las formas queridas (desvaneciendo imágenes), hace prevalecer las sombras (enterrando lámparas)

Este dolor y esta melancolía angustiosa adquieren su total y acabado sentido, al mismo tiempo que muestran su oculta raíz, su exacta génesis en el primer poema de El Hondero Entusiasta.

La angustia existencial que conmueve al poeta, no nace, en este momento de su poesía, de hechos fortuitos o accidentales a su modo de considerar la vida, se trata, como veremos en algunas estrofas del poema, de un estado conflictivo primario que proviene de un anhelo imposible de realizar:

Hago girar mis brazos como dos aspas locas
en la noche toda ella de metales azules.

Desmesuradamente, casi con locura, dice Neruda, lamo mis interrogantes en la oscuridad que presenta todas las cosas de un modo alucinante y lejano (noche de metales azules).

Hacia donde las piedras no alcanzan y retornan.
Hacia donde los fuegos oscuros se confunden.
Al pie de las murallas que el viento inmenso abraza.
Corriendo hacia la muerte como un grito hacia el eco.

Y lo hago así, establece el poeta, porque tal como un grito que pierde su identidad en el eco, pero que fatalmente lo provoca (el acento está puesto en la correspondencia forzosa), yo voy hacia la muerte, a precipitarme y sumergirme en la insondable confusión en que caen todas las cosas (idea expresada en los tres primeros versos que constituyen los complementos del verso analizado al principio).

El poeta se revela contra este destino y quiere angustiosamente trascender los límites, buscar lo que perdura, y lanza sus piedras trémulas (el ansia de saber) en la terrible búsqueda de la razón del mandato cósmico:

Y doblado en un nudo de anhelos infinitos,
en la infinita noche, suelto y suben mis piedras.
Más allá de esos muros, de esos límites, lejos
Debo pasar las rayas de la lumbre y la sombra.

El anhelo infinito lleva a Neruda a acometer la empresa, quiere saltar los muros, borrar los límites, dejar atrás el orden solar de las noches y los días, simples líneas en lo cósmico; desea abrir en los muros una puerta, como lo expresa en el mismo poema, en forma feliz y decidora.

Pero el anhelo es derrotado por la imposibilidad de alcanzar lo desconocido y la debilidad de la naturaleza del hombre:

He aquí mi voz extinta. He aquí mi alma caída.
Los esfuerzos baldíos. La sed herida rota.

Soy el más doloroso y el más débil...

Tal convencimiento de la imposibilidad de realizar el anhelo, produce en el poeta un estado de agonía angustiosa:

Ah mi dolor, amigos, ya no es dolor humano! Ah, mi dolor, amigos, ya no cabe en la sombra!

Ha fracasado, pues, Neruda, tanto en el plano del sentimiento como en el gnoseológico. Su sed metafísica se ha visto frustrada y el dolor transvasa los cauces puramente humanos, es entonces, cuando se aparece como única solución al lírico la mujer, no vista ya en su nota específica de sensualidad, aunque el placer físico puede ser también un refugio contra la angustia al permitir que la atención del hombre se vierta sobre el contenido del acto y no sobre el dolor que circunda su vida, sino como una posibilidad de revelación de lo inteligible o un arma para reafirmar y defender la existencia, y aún un instrumento metafísico:

Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en [mi honda.

Esta idea de la mujer como un arma forjada para afirmar la vida frente a la soledad y al dolor, constituye una nota fundamental de las potencias divinas que asume la amada, y es un rasgo importante de la original concepción nerudiana de lo femenino. No menos esencial es el modo de conocimiento que puede proporcionar la mujer: como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda, imágenes que expresan la condición de reveladora de lo desconocido que posee la mujer, y que prefiguran las del hondero entusiasta, en que flechas, piedras y hondas son metafóricamente elevadas a un plano de instrumentos exploratorios de la realidad, y no de una realidad cualquiera, sino de la realidad.

Tan peculiar concepción de lo femenino y el amor sostiene todo este momento de fa poesía de Neruda, siendo fácilmente rastreable en todos los poemas:

Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas
(poema 3)

Notemos la persistencia del mismo tipo de imágenes para indicar la función de la amada en el universo del poeta, ella posee un arco de esperanza capaz de indicar el camino y señalar el derrotero de las flechas ansiosas. Pero para poder conocer, el lírico estima necesario liberarse, primeramente, de los modos elementales, instintivos de vida marcados por el dolor de su propia limitación:

Libértame de mí. Quiero salir de mi alma.
Yo soy esto que gime, esto que arde, esto que sufre.
Yo soy esto que ataca, esto que aúlla,
esto que canta. No, no quiero ser esto.
(El hondero entusiasta)

El poeta es un ente ciego, actúa primariamente: yo soy esto que ataca, consumido por el dolor: esto que gime, arde, sufre, de tal modo que el canto, el poetizar nace como un grito, un aullido elemental en la oscuridad del alma que nada comprende, y en la cual se confunde el más puro instinto vital con el mismo proceso poético, encauzado en idénticos planos de elementalidad.

Para la liberación el poeta recurre al dios-mujer:

Ayúdame a romper estas puertas inmensas.
Con tus hombros de seda desentierra estas anclas.

Repárese cómo contrasta para hacer más patética la situación, lo duro (anclas) y alto (puertas inmensas) de los límites que quiere derribar, con la fragilidad sensual de la mujer (hombros de seda) que le ayudará en la fatigosa empresa.

Quiero no tener límites y alzarme hacia aquel astro. Mi corazón no debe callar hoy o mañana. Debe participar de lo que toca, debe ser de metales, de raíces, de alas. No puede ser la piedra que se alza y que no vuelve, no puede ser la sombra que se deshace y pasa.

Expresa en la estrofa que sigue en el poema. Neruda desea, luego, una vez que la mujer le ha liberado de su prisión, expandirse libremente, sin límites en el cosmos, para que de esta manera pueda realizarse su ansia totalizadora de canto: Mi corazón no debe callar hoy o mañana, que va a nacer de una participación vitalismo, de una intuición elemental de las cosas del mundo, incluso de la realidad no inteligible: debe participar de lo que toca, y de una acabada identidad con el mundo exterior: debe ser de metales, de raíces, de alas. De esta manera ya no será el corazón un puro enigma sin respuesta: No puede ser la piedra que se alza y que no vuelve, o una triste sombra que deshecha, de pronto, se pierde: no puede ser la sombra que se deshace y pasa. Se insiste en otras composiciones del hondero y de los veinte poemas en los contenidos salvadores de la angustia que tiene la mujer:

Amame, compañera. No me abandones.
Sígueme. Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.

Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
(poema 5)

Es decir, cogido en la ola de la angustia, imploro la compañía de la mujer, pero no es necesario, al final, porque la amada embarga (y por tanto dulcifica) mi poesía, y aún termina por ocupar todo el universo (idea última que refleja exactamente el carácter panteísta de, la mujer).

Hemos puesto dulcifica, porque en los versos anteriores Neruda ha dicho, que viejas, es decir antiguas voces llenas de amargura y dolor se mezclaban a su voz:

Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.

Buscando una imagen más exacta, más concreta y reveladora de la función de la amada en su existencia, Neruda la llama en el poema ocho:

Ultima amarra, cruje en ti mi ansiedad última
En mi tierra desierta eres la última rosa.

La primera imagen está configurada en torno a ciertos elementos marinos que presuponen a la amada, como una amarra final que sostiene la embarcación del poeta que cruje bajo la ola de la angustia, que quiere arrebatarla. La imagen siguiente nos presenta a la mujer como una rosa en una región desierta, jugando con todas las sugerencias que presenta el símbolo eterno de la flor, y aún añadiendo una nueva mediante el adjetivo última.

En el poema catorce, un verso fija, definitivamente, el carácter exacto de lo femenino en la poesía nerudiana de este momento:

Hasta te creo dueña del Universo [1] .

Tiene, pues, la mujer un papel muy distinto al que podría esperarse en poemas de amor. Los veinte poemas no son una simple historia sentimental, sino que representan una búsqueda y una tentativa fallida de encontrar en la mujer y el amor, una solución a un modo angustioso de ver la existencia, y a otro modo angustioso de conocimiento.

Ponemos tentativa fallida, porque ya en el poema número uno el lírico confiesa la imposibilidad de este dios:

Pero cae la hora de la venganza y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de lecha ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!

¿Qué hora de la venganza es ésta? Ocurre que la mujer se ha vengado imponiéndose al poeta como ser hecho para el amor y rechazando su papel cósmico y metafísico. Neruda descubre las gracias de la amada, su delicadeza y suavidad (cuerpo de piel, de musgo), su sensualidad (de leche ávida y firme) y se maravilla ante sus encantos físicos: Ah los vasos del pecho!... aunque tampoco deja de alabar los espirituales: Ah los ojos de ausencia!...

Esta imposición de los encantos físicos de la mujer, significa la pérdida de los otros

Estos seres, que por ahora llenan el universo del poeta, van a ser aplastados por la incontenible angustia y la desintegración que configuran la visión del mundo en Residencia en la Tierra, y serán reemplazados por un tipo de seres nerudianos, que no son de ningún modo el hombre Neruda, sino entes en sintonía con el inundo corroído y angustioso que habitan. Estos seres, que no son exactamente un símbolo, están presentes, por ejemplo, en El fantasma del buque de carga, Barcarola, etc. Caracteres atribuidos que definían la imagen del dios-mujer. Y aunque, como hemos establecido, la satisfacción materialista de los sentidos puede acallar por momentos la angustia y el ansia de sobrepasar los límites, como el deseo de conocer, no en cuanto una determinada realidad, sino en cuanto una realidad existente, no podrá hacerlo eternamente y volverá a aflorar el ansia, la sed y el dolor sin medida:

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límites, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

Esta angustia se acrecienta en la canción desesperada, porque la mujer no sólo ha perdido su carácter divino bajo el imperio de la hora del amor (la hora de la venganza), sino porque ya se trata de la imposibilidad de la comunicación y aún de la insuficiencia de la posesión física:

Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!
Mi deseo de ti fue el más terrible y corto,
el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.
Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas,
aún los racimos arden picoteados de pájaros
Oh la boca mordida, oh los besados miembros,

oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.
Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo
en que nos anudamos y nos desesperamos.
Y la ternura, leve como el agua y la harina.
Y la palabra apenas comenzada en los labios.

Ese fue mi destino y en él viajó mi anhelo,
y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio!

Los veinte poemas de amor y una canción desesperada no han suscitado un gran interés en la crítica, y excepto ciertos aislados intentos de interpretación, han permanecido generalmente conceptuados como una historia sentimental, escrita en forma bellísima y emocionada, pero que, indudablemente, palidece ante la admirable potencia poética de Residencia en la tierra, que le sigue años después.

Dicho de otra forma. Neruda tentó la aventura lírica del amor con feliz resultado, pero la tradición y los límites específicos del tema, se encargaron, naturalmente, de configurar la importancia y trascendencia del libro, aparte que dentro de la producción del poeta anterior a su conversión marxista, la altura lírica y metafísica de Residencia hace palidecer los otros libros, sin excepción alguna.

Sin embargo, existe en estos poemas una idea peculiarísima de la mujer y otra no menos notable del amor, que incluso puede ser sorprendida en el hondero entusiasta y aún en la Primera Residencia, que confiere al poemario una originalidad marcada y un carácter agudamente antitético al que presentan los poemas de amor en la tradición literaria.

Si las formas de mentar a la amada: Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava (poema 2); caracola terrestre (poema 3); hembra distante y mía (poema 7), parecen provenir del modo baudelairiano de considerar a la mujer, o si el tono se aproxima de pronto al de Rabindranath Tagore, hasta llegar en algunas composiciones a la paráfrasis (poema 16), la idea que vamos a fijar es, ciertamente, propia de Neruda.

La mujer en los veinte poemas es un ser evidentemente carnal, capaz de proporcionar gozosas experiencias sensuales; como en el poema número nueve, pero, también, puede transformarse en una potencia cósmica derribadora de límites que configura todo el universo del poeta, y aún más, en un escudo, un refugio contra la angustia y el dolor que tan fuertemente asedian el corazón del lírico, para asumir, finalmente, en muchos momentos, el papel de un instrumento, de un arma de revelación de lo inteligible.

Es decir, Neruda mediante un proceso de freudismo trascendente, sublimando su instinto sexual, elevando a un plano cósmico y representativo su subconciencia erótica, se ha forjado una unidad central de referencia, una imagen como una potencia carnal que asume poderes divinos: el dios-mujer.

Ya en el poema número uno es posible rastrear y fijar adecuadamente las notas específicas de esta idea:

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar al hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros,
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero cae la hora de la venganza y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah' tu voz lenta y triste!

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

El sólo vocativo que encabeza el poema, fija adecuadamente el alto carácter sensual de la amada: cuerpo de mujer, expresión maciza, reveladora instantánea de la urgencia carnal; la selección de aspectos que se hace en seguida, confiere nuevas luces sensuales a esta idea de la amada como un puro cuerpo: blancas colinas, muslos blancos; el obsesionado instinto erótico del poeta le hace ver en el mundo una actitud sensual semejante al blanco cuerpo de la mujer, te pareces al mundo en tu actitud de entrega, imagen que le guía a considerar telúricamente la mujer, al hijo como una semilla y a verse a sí mismo como un labriego salvaje.

Anotemos, sin embargo, que en esta rigurosa asociación de imágenes la palabra labriego, no debe considerarse en su exacto contenido semántico, sino más bien en sus posibilidades sugeridoras de soledad, primitividad y otras afines, indicadas claramente en el adjetivo salvaje.

Esta imagen carnal del dios-mujer se reitera obsesionadamente a través del libro:

Ah desnuda tu cuerpo de estatua temerosa

Se parecen tus senos a los caracoles blancos (poema 8)

El atlas blanco de tu cuerpo (poema 13)

Amé desde hace tiempo tu cuerpo de- nácar soleado (poema 14)

El sol... hizo tu cuerpo alegre

Eres la delirante juventud de la abeja,

la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga (poema 19)

Oh carne, carne mía, mujer que amé... (La Canción Desesperada)

Lo característico es ver a la mujer como integrada de elementos que expresan la más pura sensualidad telúrica o marítima, como en el poema diecinueve, o bien en la composición número dos del hondero entusiasta:

Es como una marea cuando ella clava en mí
sus ojos enlutados,
cuando siento su cuerpo de greda blanca y móvil estirarse y latir junto al mío,
es como una marea, cuando ella está a mi lado.

Imagen que nos presenta a la mujer como un agua totalizadora que asedia el cuerpo ansioso del poeta.

No se trata, pues, de cualquiera mujer la que va a asumir el carácter de potencia divina en la poesía de Neruda, sino de una definida por notas de alta sensualidad y firme raigambre carnal.

Ahora bien, ¿por qué el poeta ha necesitado forjarse un dios de este tipo?

La respuesta y la clave exacta la encontramos en el comienzo de la segunda estrofa del poema número uno:

Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.

Neruda se refiere a su existencia la cual compara con un túnel, expresando adecuadamente el estado de soledad, de desamparo, de vacío forzoso en que transcurría su vivir, imagen que le permite atraer otras dos que contribuyen a fijar más acentuadamente este desesperanzado modo vital: de mí huían los pájaros, es decir, la alegría y lo apetecible de la vida me abandonaban, permitiendo que lo sombrío (siempre tan poderoso en su avance) penetrara en mi vida: y en mí la noche entraba su invasión poderosa, con lo cual configura un estado sentimental angustioso cuyas notas relevantes lo constituyen la soledad, la oscuridad y la tristeza.

Esta situación del poeta se, expresa en forma aún más dramática en los poemas siguientes:

Soy el desesperado, la palabra sin ecos,
el que lo perdió todo y el que todo lo tuvo.

Exclama Neruda en el poema número ocho, confesando la inutilidad del canto poético que no tiene respuesta, que no sea la desesperación, o el sentimiento de pérdida definitiva de la amada, como establece en los versos siguientes de la composición:

He aquí la soledad de donde estás ausente.
Llueve. El viento del mar caza errantes gaviotas.

En el poema que viene a continuación, el nueve, a pesar que está constituido sobre una profunda experiencia sensual que podría imponerse triunfante a la angustia, ésta siempre se manifiesta, aunque aliviada por un adverbio aún que indica el carácter transitorio de la amargura y el dolor próximos a terminar:

Pálido y amarrado a mi agua devorante
cruzo en el agrio olor del clima descubierto.
Aún vestido de gris y sonidos amargos,
y una cimera triste de abandonada espuma.

Pálido, dice el poeta, y embargado por mi ansia sexual cruzo en el mundo, también definido por lo sexual, aún, es decir, aunque ya voy al encuentro (que se realiza en los versos siguientes) del placer físico, la amargura me envuelve y la tristeza (aunque alta -una cimera-) me define.

La vida del poeta, como angustiada que es, destruye la alegría (soltando pájaros) borra las formas queridas (desvaneciendo imágenes), hace prevalecer las sombras (enterrando lámparas)

Este dolor y esta melancolía angustiosa adquieren su total y acabado sentido, al mismo tiempo que muestran su oculta raíz, su exacta génesis en el primer poema de El Hondero Entusiasta.

La angustia existencial que conmueve al poeta, no nace, en este momento de su poesía, de hechos fortuitos o accidentales a su modo de considerar la vida, se trata, como veremos en algunas estrofas del poema, de un estado conflictivo primario que proviene de un anhelo imposible de realizar:

Hago girar mis brazos como dos aspas locas
en la noche toda ella de metales azules.

Desmesuradamente, casi con locura, dice Neruda, lamo mis interrogantes en la oscuridad que presenta todas las cosas de un modo alucinante y lejano (noche de metales azules).

Hacia donde las piedras no alcanzan y retornan.
Hacia donde los fuegos oscuros se confunden.
Al pie de las murallas que el viento inmenso abraza.
Corriendo hacia la muerte como un grito hacia el eco.

Y lo hago así, establece el poeta, porque tal como un grito que pierde su identidad en el eco, pero que fatalmente lo provoca (el acento está puesto en la correspondencia forzosa), yo voy hacia la muerte, a precipitarme y sumergirme en la insondable confusión en que caen todas las cosas (idea expresada en los tres primeros versos que constituyen los complementos del verso analizado al principio).

El poeta se revela contra este destino y quiere angustiosamente trascender los límites, buscar lo que perdura, y lanza sus piedras trémulas (el ansia de saber) en la terrible búsqueda de la razón del mandato cósmico:

Y doblado en un nudo de anhelos infinitos,
en la infinita noche, suelto y suben mis piedras.
Más allá de esos muros, de esos límites, lejos
Debo pasar las rayas de la lumbre y la sombra.

El anhelo infinito lleva a Neruda a acometer la empresa, quiere saltar los muros, borrar los límites, dejar atrás el orden solar de las noches y los días, simples líneas en lo cósmico; desea abrir en los muros una puerta, como lo expresa en el mismo poema, en forma feliz y decidora.

Pero el anhelo es derrotado por la imposibilidad de alcanzar lo desconocido y la debilidad de la naturaleza del hombre:

He aquí mi voz extinta. He aquí mi alma caída.
Los esfuerzos baldíos. La sed herida rota.

Soy el más doloroso y el más débil...

Tal convencimiento de la imposibilidad de realizar el anhelo, produce en el poeta un estado de agonía angustiosa:

Ah mi dolor, amigos, ya no es dolor humano! Ah, mi dolor, amigos, ya no cabe en la sombra!

Ha fracasado, pues, Neruda, tanto en el plano del sentimiento como en el gnoseológico. Su sed metafísica se ha visto frustrada y el dolor transvasa los cauces puramente humanos, es entonces, cuando se aparece como única solución al lírico la mujer, no vista ya en su nota específica de sensualidad, aunque el placer físico puede ser también un refugio contra la angustia al permitir que la atención del hombre se vierta sobre el contenido del acto y no sobre el dolor que circunda su vida, sino como una posibilidad de revelación de lo inteligible o un arma para reafirmar y defender la existencia, y aún un instrumento metafísico:

Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en [mi honda.

Esta idea de la mujer como un arma forjada para afirmar la vida frente a la soledad y al dolor, constituye una nota fundamental de las potencias divinas que asume la amada, y es un rasgo importante de la original concepción nerudiana de lo femenino. No menos esencial es el modo de conocimiento que puede proporcionar la mujer: como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda, imágenes que expresan la condición de reveladora de lo desconocido que posee la mujer, y que prefiguran las del hondero entusiasta, en que flechas, piedras y hondas son metafóricamente elevadas a un plano de instrumentos exploratorios de la realidad, y no de una realidad cualquiera, sino de la realidad.

Tan peculiar concepción de lo femenino y el amor sostiene todo este momento de fa poesía de Neruda, siendo fácilmente rastreable en todos los poemas:

Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas
(poema 3)

Notemos la persistencia del mismo tipo de imágenes para indicar la función de la amada en el universo del poeta, ella posee un arco de esperanza capaz de indicar el camino y señalar el derrotero de las flechas ansiosas. Pero para poder conocer, el lírico estima necesario liberarse, primeramente, de los modos elementales, instintivos de vida marcados por el dolor de su propia limitación:

Libértame de mí. Quiero salir de mi alma.
Yo soy esto que gime, esto que arde, esto que sufre.
Yo soy esto que ataca, esto que aúlla,
esto que canta. No, no quiero ser esto.
(El hondero entusiasta)

El poeta es un ente ciego, actúa primariamente: yo soy esto que ataca, consumido por el dolor: esto que gime, arde, sufre, de tal modo que el canto, el poetizar nace como un grito, un aullido elemental en la oscuridad del alma que nada comprende, y en la cual se confunde el más puro instinto vital con el mismo proceso poético, encauzado en idénticos planos de elementalidad.

Para la liberación el poeta recurre al dios-mujer:

Ayúdame a romper estas puertas inmensas.
Con tus hombros de seda desentierra estas anclas.

Repárese cómo contrasta para hacer más patética la situación, lo duro (anclas) y alto (puertas inmensas) de los límites que quiere derribar, con la fragilidad sensual de la mujer (hombros de seda) que le ayudará en la fatigosa empresa.

Quiero no tener límites y alzarme hacia aquel astro. Mi corazón no debe callar hoy o mañana. Debe participar de lo que toca, debe ser de metales, de raíces, de alas. No puede ser la piedra que se alza y que no vuelve, no puede ser la sombra que se deshace y pasa.

Expresa en la estrofa que sigue en el poema. Neruda desea, luego, una vez que la mujer le ha liberado de su prisión, expandirse libremente, sin límites en el cosmos, para que de esta manera pueda realizarse su ansia totalizadora de canto: Mi corazón no debe callar hoy o mañana, que va a nacer de una participación vitalismo, de una intuición elemental de las cosas del mundo, incluso de la realidad no inteligible: debe participar de lo que toca, y de una acabada identidad con el mundo exterior: debe ser de metales, de raíces, de alas. De esta manera ya no será el corazón un puro enigma sin respuesta: No puede ser la piedra que se alza y que no vuelve, o una triste sombra que deshecha, de pronto, se pierde: no puede ser la sombra que se deshace y pasa. Se insiste en otras composiciones del hondero y de los veinte poemas en los contenidos salvadores de la angustia que tiene la mujer:

Amame, compañera. No me abandones.
Sígueme. Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.

Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
(poema 5)

Es decir, cogido en la ola de la angustia, imploro la compañía de la mujer, pero no es necesario, al final, porque la amada embarga (y por tanto dulcifica) mi poesía, y aún termina por ocupar todo el universo (idea última que refleja exactamente el carácter panteísta de, la mujer).

Hemos puesto dulcifica, porque en los versos anteriores Neruda ha dicho, que viejas, es decir antiguas voces llenas de amargura y dolor se mezclaban a su voz:

Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.

Buscando una imagen más exacta, más concreta y reveladora de la función de la amada en su existencia, Neruda la llama en el poema ocho:

Ultima amarra, cruje en ti mi ansiedad última
En mi tierra desierta eres la última rosa.

La primera imagen está configurada en torno a ciertos elementos marinos que presuponen a la amada, como una amarra final que sostiene la embarcación del poeta que cruje bajo la ola de la angustia, que quiere arrebatarla. La imagen siguiente nos presenta a la mujer como una rosa en una región desierta, jugando con todas las sugerencias que presenta el símbolo eterno de la flor, y aún añadiendo una nueva mediante el adjetivo última.

En el poema catorce, un verso fija, definitivamente, el carácter exacto de lo femenino en la poesía nerudiana de este momento:

Hasta te creo dueña del Universo [2] .

Tiene, pues, la mujer un papel muy distinto al que podría esperarse en poemas de amor. Los veinte poemas no son una simple historia sentimental, sino que representan una búsqueda y una tentativa fallida de encontrar en la mujer y el amor, una solución a un modo angustioso de ver la existencia, y a otro modo angustioso de conocimiento.

Ponemos tentativa fallida, porque ya en el poema número uno el lírico confiesa la imposibilidad de este dios:

Pero cae la hora de la venganza y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de lecha ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!

¿Qué hora de la venganza es ésta? Ocurre que la mujer se ha vengado imponiéndose al poeta como ser hecho para el amor y rechazando su papel cósmico y metafísico. Neruda descubre las gracias de la amada, su delicadeza y suavidad (cuerpo de piel, de musgo), su sensualidad (de leche ávida y firme) y se maravilla ante sus encantos físicos: Ah los vasos del pecho!... aunque tampoco deja de alabar los espirituales: Ah los ojos de ausencia!...

Esta imposición de los encantos físicos de la mujer, significa la pérdida de los otros

Estos seres, que por ahora llenan el universo del poeta, van a ser aplastados por la incontenible angustia y la desintegración que configuran la visión del mundo en Residencia en la Tierra, y serán reemplazados por un tipo de seres nerudianos, que no son de ningún modo el hombre Neruda, sino entes en sintonía con el inundo corroído y angustioso que habitan. Estos seres, que no son exactamente un símbolo, están presentes, por ejemplo, en El fantasma del buque de carga, Barcarola, etc. Caracteres atribuidos que definían la imagen del dios-mujer. Y aunque, como hemos establecido, la satisfacción materialista de los sentidos puede acallar por momentos la angustia y el ansia de sobrepasar los límites, como el deseo de conocer, no en cuanto una determinada realidad, sino en cuanto una realidad existente, no podrá hacerlo eternamente y volverá a aflorar el ansia, la sed y el dolor sin medida:

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límites, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

Esta angustia se acrecienta en la canción desesperada, porque la mujer no sólo ha perdido su carácter divino bajo el imperio de la hora del amor (la hora de la venganza), sino porque ya se trata de la imposibilidad de la comunicación y aún de la insuficiencia de la posesión física:

Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!
Mi deseo de ti fue el más terrible y corto,
el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.
Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas,
aún los racimos arden picoteados de pájaros
Oh la boca mordida, oh los besados miembros,

oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.
Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo
en que nos anudamos y nos desesperamos.
Y la ternura, leve como el agua y la harina.
Y la palabra apenas comenzada en los labios.

Ese fue mi destino y en él viajó mi anhelo,
y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio!


Mario Rodríguez: El Tema de la Muerte En Alturas De Macchu Picchu (Anales de la Universidad de Chile, Separata del número 131, 1964)

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[1] No es la mujer el único dios que posee el poeta, los dioses nerudianos son numerosos, y no menos importantes que la mujer son el dios-firmamento o el dios-snar, como lo demuestra Clarence Finlayson en: Poesía de Neruda. Significación de elementos. Universidad Católica Bolivariana, abril-mayo, vol. V, N.° 15, 1940, pág. 17-47.

[2] No es la mujer el único dios que posee el poeta, los dioses nerudianos son numerosos, y no menos importantes que la mujer son el dios-firmamento o el dios-snar, como lo demuestra Clarence Finlayson en: Poesía de Neruda. Significación de elementos. Universidad Católica Bolivariana, abril-mayo, vol. V, N.° 15, 1940, pág. 17-47.


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