Mariano
Latorre, Pedro Prado y mi Propia Sombra
por
Pablo Neruda
Poco
acostumbrado a los actos académicos quise conocer el tema de
mi discurso y entre las sugerencias de mis amigos surgieron
dos nombres de esclarecidos escritores, ambos antiguos miembros
de esta Facultad, ambos definitivamente ausentes de nuestras
humanas preocupaciones: Pedro Prado y Mariano Latorre.
Estos
dos nombres despertaron ecos diferentes y contrarios en mi memoria.
Nunca
tuve relación con Mariano Latorre y es a fuerza de razonamiento
y de entendimiento que aprecié sus condiciones de gran escritor,
ligado a la descripción y la construcción de nuestra patria.
Un verdadero escritor nacional es un héroe purísimo que ningún
pueblo puede darse el lujo de soslayar. Esto queda al margen
de las incidencias contemporáneas, del tanto por ciento que
debe pagar por su trabajo, del desinterés apresurado y obligatorio
de las nuevas generaciones, o de la malevolencia, personalismo
o superficialidad de la crítica.
Lo
único que conocí bien de Latorre fue su cara seca y afilada
y no creo haber sido escatimado por su infatigable alacraneo.
Pero, sólo el contumaz rencoroso tomará en cuenta la pequeña
crónica, los dimes y diretes, el vapor de las esquinas y cafeterías,
al hacer la suma de las acciones de un hombre grande. Y hombre
grande fue Latorre. Se necesitaba ancho pecho para escribir
en él todo el rumoroso nombre y la diversidad fragante de nuestro
territorio.
La
claridad de Mariano Latorre fue un gran intento de volvernos
a la antigua fragancia de nuestra tierra. Situado en otro punto
de la perspectiva social y en otra orientación de la palabra
y del alma, muy lejos yo mismo del método y de la expresión
de Mariano Latorre, no puedo menos que reverenciar su obra que
no tiene misterios, pero que seguirá siendo forma cristalina
de nuestro natalicio, mimbre patricio de la cuna nacional.
Otra
cosa diferente y mucho más profunda significó Pedro Prado para
mí.
Prado
fue el primer chileno en que vi el trabajo del conocimiento
sin el pudor provinciano a que yo estaba acostumbrado. De un
hilo a otro, de una alusión a una presencia, persona, costumbres,
relatos, paisajes, reflexiones, todo se iba anudando en la conversación
de Prado en una relación sin ambages en que la sensibilidad
y la profundidad construían con misterioso encanto un mágico
castillo, siempre inconcluso, siempre interminable.
Yo
llegaba de la lluvia sureña y de la monosilábica relación de
las tierras frías. En este tácito aprendizaje a que se había
conformado mi adolescencia, la conversación de Prado, la gozosa
madurez de su infinita comprensión de la naturaleza, su perenne
divagación filosófica, me hizo comprender las posibilidades
de asociación o sociedad, la comunicación expresiva de la inteligencia.
Porque
mi timidez austral se basaba en lo inseparable de la soledad
y de la expresión. Mi gente, padres, vecinos, tíos y compañeros,
apenas si se expresaban. Mi poesía debía mantenerse secreta,
separada en forma férrea de sus propios orígenes. Fuera de la
vida exigente e inmediata de cada día no podían aludir en su
conversación los jóvenes del sur a ninguna posible sombra, misterioso
temblor, ni derrotado aroma. Todo eso lo dejé yo en compartimento
cerrado destinado a mi transmigración, es decir, a mi poesía,
siempre que yo pudiera sostenerla en aquellos compartimentos
letales, sin comunicación humana.
Naturalmente
que no sólo había en mí, y en mi pésimo desarrollo verbal, culpa
de clima o peso regional, de extensiones despobladas, sino que
el peso demoledor de las diferencias de clase. Es posible que
en Prado se mezclara el sortilegio de un activo y original meditador
a la naturalidad social de la gran burguesía. Lo cierto es que
Pedro Prado, cabeza de una extraordinaria generación, fue para
mí, mucho más joven que él, un supremo relacionador entre mi
terca soledad y el inaudito goce de la inteligencia que su personalidad
desplegaba a toda hora y en todos los sitios.
Sin
embargo, no todos los aspectos de la creación de Prado, ni de
su multivaliosa personalidad, me gustaban a mí. Ni mis compañeros
literarios, ni yo mismo, quisimos hacer nunca el fácil papel
de destripadores literarios. En mi época primera el iconoclasta
había pasado de moda. No hay duda que revivirá muchas veces.
Ese papel de estrangulador agradará siempre a la envolvente
vanidad colectiva de los escritores. Cada escritor quisiera
estar, único sobreviviente respetado, en medio de la asamblea
de la diosa Kali y sus adeptos estranguladores.
Los
escritores de mi generación debíamos a los maestros anteriores
deudas contantes y sonantes, porque se ejercitaba entonces una
generosidad indivisible. Anotando en el libro de mis propias
cuentas no son números pobres los que acreditaré a tres grandes
de nuestra literatura. Pedro Prado escribió antes que nadie
sobre mi primer libro Crepusculario una sosegada
página maestra, cargada de sentido y presentimiento como una
aurora marina. Nuestro maestro nacional de la crítica, Alone,
que es también maestro en contradicciones, me prestó casi sin
conocerme algún dinero para sacar ese mismo primer libro mío
de las garras del impresor. En cuanto a mis 20 poemas
de amor contaré una vez más que fue Eduardo Barrios quien
lo entregó y recomendó con tal ardor a don Carlos George Nascimento
que éste me llamó para proclamarme poeta publicable con estas
sobrias palabras: Muy bien, publicaremos su obrita.
Mi
disconformidad con Prado se basó casi siempre en otro sentido
de la vida y en planos casi extraliterarios que siempre tuvieron
para mí mayor importancia que tal o cual problema estético.
Gran parte de mi generación situó los verdaderos valores más
allá o más acá de la literatura, dejando los libros en su sitio.
Preferíamos las calles o la naturaleza, los tugurios llenos
de humo, el puerto de Valparaíso con su fascinación desgarradora,
las asambleas sindicales turbulentas de la I.W.W.
Los
defectos de Prado eran, para nosotros, ese desapasionamiento
vital, una elucubración interminable alrededor de la esencia
de la vida sin ver ni buscar la vida inmediata y palpitante.
Mi
juventud amó el derroche y detestó la austeridad obligatoria
de la pobreza. Pero presentíamos en Prado una crisis entre este
equilibrio austero y la incitante tentación del mundo. Si alguien
llevó un sacerdocio de un tipo elevado de la vida espiritual
ese fue, sin duda, Pedro Prado. Y por no conocer bastante la
intimidad de su vida, ni querer tocar tampoco su secreta existencia,
no podemos imaginarnos sus propios tormentos.
Su
insatisfacción literaria tuvo mucha inquietud pasiva y se derivó
casi siempre hacia una constante interrogación metafísica. Por
aquellos tiempos, influenciados por Apollinaire, y aún por el
anterior ejemplo del poeta de salón Stéphane Mallarmé, publicábamos
nuestros libros sin mayúsculas ni puntuación. Hasta escribíamos
nuestras cartas sin puntuación alguna para sobrepasar la moda
de Francia. Aún se puede ver mi viejo libro Tentativa
del hombre infinito sin un punto ni una coma. Por lo demás,
con asombro, he visto que muchos jóvenes poetas de 1961 continúan
repitiendo esta vieja moda afrancesada. Para castigar mi propio
pasado cosmopolita me propongo publicar un libro de poesía suprimiendo
las palabras y dejando solamente la puntuación.
En
todo caso, las nuevas olas literarias pasan sin conmover la
torre de Pedro Prado, torre de los veinte agregando su valor
al de los otros porque ya se sabe que él valía por diez. Hay
una especie de frialdad interior, de anacoretismo que no lo
lleva lejos, sino que lo empobrece.
Ramón
Gómez de la Serna, el Picasso de nuestra prosa maternal, lo
revuelve todo en la península y asume una especie de amazónica
corriente en que ciudades enteras pasan rumbo al mar, con despojos,
velorios, preámbulos, anticuados corsés, barbas de próceres,
posturas instantáneas que el mago capta en su fulminante minuto.
Luego
viene el surrealismo desde Francia. Es verdad que éste no nos
entrega ningún poeta completo, pero nos revela el aullido de
Lautréamont en las calles hostiles de París. El surrealismo
es fecundo y digno de las más solícitas reverencias por cuanto
con un valor catastrofal cambia de sitio las estatuas, hace
agujeros en los malos cuadros y le pone bigotes a Monna Lisa
que, como todo el mundo sabe, los necesitaba.
A
Prado no lo desentumece el surrealismo. El sigue perforando
en su pozo y sus aguas se tornan cada vez más sombrías. En el
fondo del pozo no va a encontrar el cielo, ni las espléndidas
estrellas, sino que otra vez la tierra. En el fondo de todos
los pozos está la tierra, como también en el fin del viaje del
astronauta que debe regresar a su tierra y a su casa para seguir
siendo hombre.
Los
últimos capítulos de su gran libro Un Juez Rural
se han metido ya dentro de este pozo y están oscurecidos no
por el agua que fluye, sino por la tierra nocturna.
Pensando
en modo más generalizado se ve que en nuestra poesía hay una
tendencia metafísica, a la que no niego ni doy importancia.
No
parto desde un punto de vista crítico estético, sino más bien
desde mi plano creativo y geográfico.
Vemos
esta soledad hemisférica en muchos otros de nuestros poetas.
En Pedro Antonio González, en Mondaca, en Max jara, en Jorge
Hubner Bezanilla, en Gabriela Mistral.
Si
se trata de una escapatoria de la realidad, de la repetición
introspectiva de temas ya elaborados, o de la dominante influencia
de muestra geología, de muestra configuración volcánica, turbulenta
y oceánica, todo esto se hablará y discutirá, ya que los tratadistas
nos esperan a todos los poetas con sus telescopios y escopetas.
Pero no hay duda que somos protagonistas semisolitarios, orientados
o desorientados, de vastos terrenos apenas cultivados, de agrupaciones
semicoloniales, ensordecidos por la tremenda vitalidad de nuestra
naturaleza y por el antiguo aislamiento a que nos condenan las
metrópolis de ayer y de hoy.
Este
lenguaje y esta posición son expresados aún por los más altos
valores de muestra tierra, con regular intermitencia, con una
especie de ira, tristeza, o arrebato sin salida.
Si
esta expresión no resuelve la magnitud de los conflictos es
porque no los encara, y no lo hace porque los desconoce. De
allí un desasosiego más bien formal en Pedro Prado, encantadoramente
eficaz en Vicente Huidobro, áspero y cordillerano en Gabriela
Mistral.
De
todos estos defectos, con todas estas contradicciones, tentativas
y oscuridades, agregando a la amalgama la infinita y necesaria
claridad, se forma una literatura nacional. A Mariano Latorre,
maestro de muestras letras, le corresponde este papel ingrato
de acribillarnos con su claridad.
En
un país en que persisten todos los rasgos del colonialismo,
en que la multitud de la cultura respira y transpira con poros
europeos tanto en las artes plásticas como en la literatura,
tiene que ser así. Todo intento de exaltación nacional es un
proceso de rebeldía anticolonial y tiene que disgustar a las
capas que tenaz e inconscientemente preservan la dependencia
histórica.
Nuestro
primer novelista criollo fue un poeta: don Alonso de Ercilla.
Ercilla es un refinado poeta del amor, un renacentista ligado
con todo su ser a la temblorosa espuma mediterránea en donde
acaba de renacer Afrodita. Pero, su cabeza, enamorada del gran
tesoro resurrecto, de la luz cenital que ha llegado a estrellarse
victoriosamente contra las tinieblas y las piedras de España,
encuentra en Chile, no sólo alimento para su ardiente nobleza,
sino regocijo para sus estáticos ojos.
En
La Araucana no vemos sólo el épico desarrollo de
hombres trabados en un combate mortal, no sólo la valentía y
la agonía de nuestros padres abrazados en el común exterminio,
sino también la palpitante catalogación forestal y natural de
nuestro patrimonio. Aves y plantas, aguas y pájaros, costumbres
y ceremonias, idiomas y cabelleras, flechas y fragancias, nieve
y mareas que nos pertenecen, todo esto tuvo nombre, por fin,
en La Araucana y por razón del verbo comenzó a vivir.
Y esto que recibimos como un legado sonoro era nuestra existencia
que debíamos preservar y defender.
¿Qué
hicimos?
Nos
perdimos en la incursión universal, en los misterios de todo
el mundo, y aquel caudal compacto que nos revelara el joven
castellano se fue mermando en la realidad y falleciendo en la
expresión. Los bosques han sido incendiados, los pájaros abandonaron
las regiones originales del canto, el idioma se fue llenando
de sonidos extranjeros, los trajes se escondieron en los armarios,
el baile fue sustituido.
Súbitamente,
en una tarde de verano, sentí necesidad de la conversación de
Prado. Me cautivó siempre ese ir y venir de sus razones, a las
que apenas si se agregaba algún polvillo de personal interés.
Era prodigioso su anaquel de observaciones directas de los seres
o de la naturaleza. Tal vez esto es lo que se llama la sabiduría
y Prado es lo que más se acerca a lo que en mi adolescencia
pude denominar un sabio. Tal vez en esto hay más
de superstición que de verdad, puesto que después conocí más
y más sabios, casi siempre cargados de especialidad y de pasión,
teñidos por la insurgencia, recalentados en el horno de la humana
lucha. Pero esa sensación de poderío supremo de la inteligencia
recibida en mi joven edad no me lo ha dado nadie después. Ni
André Malraux que cruzó más de una vez conmigo, en interminables
jornadas, los caminos entre Francia y España, chisporroteando
los eléctricos dones de su cartesianismo extremista.
Otro
de mis sabios amigos ha sido mucho después el grande Ilya Ehrenburg,
también deslumbrante en su corrosivo conocimiento de las causas
y los seres, ardiente e inconmovible en la defensa de la patria
soviética y de la paz universal.
Otro
de estos grandes señores del conocimiento cuya íntima amistad
me ha otorgado la vida, ha sido Aragon, de Francia. También
el mismo torrente discursivo, el más minucioso y arrebatado
análisis, el vuelo de la profunda cultura y de la audaz inteligencia
tradición y revolución. De alguna manera o de otra, pero de
pronto Aragon estalla, y su estallido pone en descubierto su
beligerancia espacial. La cólera repentina de Aragon lo transforma
en un polo magnético cargado por la más peligrosa tempestad
eléctrica.
Así,
pues, entre mis sabios amigos este Pedro Prado de mi mocedad
se ha quedado en mi recuerdo como la imagen sosegada de un gran
espejo azul en que se hubiera reflejado, de una manera extensa,
un paisaje esencial hecho de reflexión y de luz, serena copa
siempre abundante del razonamiento y del equilibrio.
En
aquella tarde atravesé la calle Matucana y tomé el destartalado
tranvía del polvoriento suburbio en que la añosa casa solariega
del escritor era lo único decoroso. Todo lo demás era pobreza.
Al cruzar el parque y ver la fuente central que recibía las
hojas caídas, sentí que me envolvía aquella atmósfera alegórica,
aquella claridad abandonada del maestro. Se agregaba, impregnándome,
un aroma acerca de cuyo origen Prado guardó para mí un sonriente
misterio, y que después descubrí que era producido por la hierba
llamada del barraco, planta olorosa de las quebradas
chilenas que perdería su perfume si la llamáramos planta del
verraco, disecándola de inmediato. Ya confundido y devorado
por la atmósfera, toqué la puerta. La casa parecía deshabitada
de puro silenciosa.
Se
abrió la pesada puerta. No distinguí a nadie en la entresombra
del zaguán, pero me pareció oír un patente o peregrino ruido
de cadenas que se arrastraban. Entonces, de entre las sombras,
apareció un enmascarado que levantó hacia mi frente un largo
dedo amenazante, impulsándome a caminar hacia la gran estancia
o salón de los Prado, que yo también conocía, pero que ahora
se me presentaba totalmente cambiado. Mientras caminaba, un
ser mucho más pequeño, con túnica y mascara que lo cubrían completamente
y encorvado con el peso de una pala llena de tierra, me seguía
echando tierra sobre cada una de mis pisadas. En medio de la
estancia me detuve. A través de las ventanas la tarde dejaba
caer el extraño crepúsculo de aquel parque perdido en los extramuros
desmoronados de Santiago.
En
la sala casi vacía pude distinguir, adosados a los muros, una
docena o más de sillones o sitiales y sobre ellos, en cuclillas,
otros tantos enigmáticos personajes con turbantes y túnicas
que me miraban sin decir una palabra detrás de sus máscaras
inmóviles. Los minutos pasaban y aquel silencio fantástico me
hizo pensar que estaba soñando o me había equivocado de casa
o que todo se explicaría.
Comencé
a retroceder, temeroso, pero al fin descubrí un rostro que reconocí.
Era el del siempre travieso poeta Diego Dublé Urrutia que, sin
máscara que lo ocultara, me miraba, detenidas sus facciones
en una morisqueta, a la que ayudaba levantándose la nariz con
el índice de la mano derecha.
Comprendí
que había penetrado en una de las ceremonias secretas que debían
celebrarse siempre en alguna parte y en todas partes.
Era
natural que la magia existiera y que adeptos y soñadores se
reunieran en el fondo de abandonados parques para practicarla.
Me retiré tembloroso. Los circunstantes, seguramente llenos
de orgullo por haberse mantenido en sus singulares posiciones,
me dejaron ir, mientras aquel duende redondo, que más tarde
conocí como Acario Cotapos, me persiguió con su pala hasta la
puerta, cubriendo de tierra mis pisadas de fugitivo.
No
podría hablar de Prado sin recordar aquella impresionante ceremonia.
Para
placer y dicha de su creación, la amarga lucha por el pan no
fue conocida por el ilustre Pedro Prado, gracias a su condición
hereditaria, miembro de una clase exclusiva que hasta entonces,
durante la vida de nuestro compañero y maestro, no padecía de
sobresaltos. Y la polvorienta calle que conducía a la antigua
casa de Pedro Prado continuaría por muchos años sin traspasar
la valla de aquel elevado pensamiento.
Pero,
tal vez para recóndita y reprimida satisfacción del poeta, en
mis escasos regresos por aquellos andurriales, he visto que
desaparecieron las verjas y que centenares de niños pobres de
las calles vecinas irrumpieron en las habitaciones solariegas
transformadas hoy en una escuela. No se olvide que Pedro Prado,
inconmovible tradicionalista, se inclinó ante, la tumba de Luis
Emilio Recabarren dejando como una corona más de su abundante
pensamiento, un decidido homenaje a las ideas que él creyó,
calificó con inocencia conservadora como inalcanzables utopías.
Una
tercera posibilidad de este discursó habría sido un autocrítico
examen de estos cuarenta años de vida literaria, un encuentro
con mi sombra. En realidad, éstos se cumplen en esta primavera
recién pasada, uniéndose al olor de las lilas, de las madreselvas
de 1921, y de la imprenta Selecta, de la calle San
Diego, cuyo penetrante olor a tinta me impregnó al entrar y
salir con mi pequeño primer libro, o librillo, la Canción
de la Fiesta que allí se imprimió en octubre de aquel
año.
Si
tratara yo de clasificarme dentro de nuestra fauna y flora literaria
o de otras faunas y floras extraterritoriales, tendría que declarar
en este examen aduanero y precisamente en este Salón Central
de la educación mi indeclinable deficiencia dogmática, mi precaria
condición de maestro.
En
la literatura y en las artes se producen a menudo los maestros.
Algunos que tienen mucho que enseñar y algunos que se mueren
por amaestrar, es decir, por la voluntad de dirigir. Creo saber,
de lo poco que sé de mí mismo, que no pertenezco ni a los unos
ni a los otros, sino simplemente a esa gregaria multitud siempre
sedienta de los que quieren saber.
No
lo digo esto apelando a un sentimiento de humildad que no tengo,
sino a las lentas condiciones que han determinado mi desarrollo
en estos largos años de los cuales debo dejar en esta ocasión,
algún testimonio.
¿Qué
duda cabe que el sentimiento de supremacía y la comezón de la
originalidad juegan un papel decisivo en la expresión?
Estos
sentimientos que no existieron en la trabajosa ascensión de
la cultura, cuando las tribus levantaban piedras sagradas en
nuestra América y en Occidente y Oriente las agujas de las pagodas
y las flechas góticas de las basílicas querían alcanzar a Dios
sin que nadie las firmara con nombre y apellido, se han ido
exacerbando, en nuestros días.
He
conocido no sólo a hombres sino a naciones que antes de elaborar
el producto, antes de que las uvas maduraran, antes de que los
toneles estuvieran llenos y cuando las botellas vacías esperaban,
ya tenían el nombre, las consecuencias, y la embriaguez de aquel
vino invisible.
El
escritor desoído y atrapado contra la pared por las condiciones
mercantiles de una época cruel ha salido a menudo a la plaza
a competir con su mercadería, soltando sus palomas en medio
de la vociferante reunión. Una luz agónica entre crepúsculo
de la noche y sangriento amanecer lo mantuvo desesperado y quiso
romper de alguna manera el silencio amenazante. Soy el
primero, gritó: Soy el único siguió repitiendo
con incesante y amarga egolatría.
Se
vistió de príncipe como D'Annunzio y no dejó de incitar al estupefacto
cardumen elegante de las playas este atrevido falsificador de
la audacia. En nuestras Américas cerriles se levantó contra
la hirsuta mazorca de dictadores sin ley y de brutales encomenderos
el elegante Vargas Vila, que cubrió con su valentía y su coruscante
prosa poética toda una época otoñal de nuestra cultura.
Y
otros y otros continuaron proclamándose.
En
realidad, no se trata de que esta tradición egocéntrica con
su caótica formulación vaya más allá de las palabras. Se trata
sólo, y en forma desgarradora, del pobre escritor acongojado
por el muro de la ciudad que no lo escucha y que él debe derribar
con su trompeta para ver coronados a los ángeles de la luz.
Y para que esta luz llegue no sólo a la delirante soberbia de
su obra levantada contra la eternidad, sino que atraiga en forma
dolorosa y a veces con el estampido final del suicidio la atención
hacia la acción del espíritu, herida por una sociedad de corazones
ásperos.
Muchos
escritores de gran talento, aún en mi generación, debieron escoger
este camino de los tormentos, en que se crucifica el poeta quemado
por su propia vida mesiánica.
En
plena recepción atmosférica de lo que venía y de lo que se iba,
yo sentí pasar sobre mi cabeza estas ráfagas de nuestra inhumana
condición. Teníamos que escoger entre aparecer como maestros
de lo que no conocíamos para que se nos creyera, o condenarnos
a una perpetua y oscurísima situación de labriegos, de fecundadores
del barro. Esta encrucijada de la creación poética nos llevó
a las peores desorientaciones. Seguirán llevando tal vez a los
que comiencen a sentirse perplejos entre las llamas y el frío
de la verdadera creación poética.
Sólo
Apollinaire con su genio telegráfico ha dicho la palabra justa:
Entre
nous et pour nous mes amis
Je juge cette longue querelle de la tradition et de l'invention
De l'Ordre et de l'Aventure
Vous dont la bouche est faite á l'image de celle de
Dieu
Bouche qui est l'ordre meme
Soyez indulgents quand vous nous comparez
a ceux qui furent la perfection de l'ordre
Nous qui quatons partout l'aventure
Nous ne sommes pas vos ennemis
Nous voulons vous donner de vastes et d'étranges domaines
oú le mystére en fieurs s'offre á qui
veut le cueillir
Il y a lá des feux nouveaux des couleurs jamais vues
ille phantasmes impondérables
Auxquels il faut donner la réalité
Nous voulons explorer la bonté contrée enorme
oú tout se tait
Il y a aussi le temps qu'on peut chasser oú faire revenir
Pitié pour nous qui combattons toujours aux frontiéres
De l'illimité et de l'avenir
Pitié pour nos erreurs pitié pour nos péchés.
En
cuanto a mí, me acurruqué en mis sentidos y seguramente me dispuse
a acumular y pesar mis materiales, para una construcción que
tal vez pensé y ahora confirmo, duraría hasta el final de mi
vida. Digo seguramente porque no es posible predecirse a sí
mismo y el que lo hace ya está condenado y publicado en su insinceridad.
Sinceridad, en esta palabra tan modesta, tan atrasada, tan pisoteada
y despreciada por el séquito resplandeciente que acompaña eróticamente
a la estética, está tal vez definida mi constante acción.
Pero
sinceridad no significa una simplista entrega de la emoción
o del conocimiento.
Cuando
rehuí primero por vocación y luego por decisión toda posición
de maestro literario, toda ambigüedad de exterior que me hubiera
dejado en trance perpetuo de exteriorizar, y no de construir,
comprendí de una manera vaga que mi trabajo debía producirse
en forma tan orgánica y total que mi poesía fuera como mi propia
respiración, producto acompasado de mi existencia, resultado
de mi crecimiento natural.
Por
lo tanto, si alguna lección se derivaba de una obra tan íntimamente
y tan oscuramente ligada a mi ser, esta lección podría ser aprovechada
más allá de mi acción, más allá de mi actividad, y sólo a través
de mi silencio.
Salí
a la calle durante todos estos años, dispuesto a defender principios
solidarios a hombres y pueblos, pero mi poesía no pudo ser enseñada
a nadie. Quise que se diluyera sobre mi tierra, como las lluvias
de mis latitudes natales. No la exigí ni en cenáculos ni en
academias, no la impuse a jóvenes transmigrantes, la concentré
como producto vital de mi propia experiencia, de mis sentidos,
que continuaron abiertos a la extensión del ardiente amor y
del espacioso mundo.
No
reclamo para mí ningún privilegio de soledad: no la tuve sino
cuando se me impuso como condición terrible de mi vida. Y entonces
escribí mis libros, como los escribí rodeado por la adorable
multitud, por la infinita y rica muchedumbre del hombre. Ni
la soledad ni la sociedad pueden alterar los requisitos del
poeta y los que se reclaman de una o de otra exclusivamente
falsean su condición de abejas que construyen desde hace siglos
la misma célula fragante, con el mismo alimento que necesita
el corazón humano. Pero, no condeno ni a los poetas de la soledad
ni a los altavoces del grito colectivo: el silencio, el sonido,
la separación y la integración de los hombres, todo es material
para que las sílabas de la poesía se agreguen precipitando la
combustión de un fuego imborrable, de una comunicación inherente,
de una sagrada herencia que desde hace miles de años se traduce
en la palabra y se eleva en el canto.
Federico
García Lorca, aquel gran encantador encantado que perdimos,
me mostró siempre gran curiosidad por cuanto yo trabajaba, por
cuanto yo estaba en trance de escribir o terminar de escribir.
Igual cosa me pasaba a mí, igual interés tuve por su extraordinaria
creación. Pero, cuando yo llevaba a medio leer alguna de mis
poesías, levantaba los brazos, gesticulaba con cabeza y ojos,
se tapaba los oídos, y me decía: ¡Para! ¡Para! ¡No sigas
leyendo, no sigas, que me influencias!
Educado
yo mismo en esa escuela de vanidad de nuestras letras americanas,
en que nos combatimos unos a otros con peñones andinos, o se
galvanizan los escritores a puro ditirambo, fue sabrosa para
mí esta modestia del gran poeta. También recuerdo que me traía
capítulos enteros de sus libros, extensos ramos de su flora
singular, para que yo sobre ellos les escribiera un título.
Así lo hice más de una vez. Por otra parte, Manuel Altolaguirre,
poeta y persona de gracia celestial, de repente me sacaba un
soneto inconcluso de sus faltriqueras de tipógrafo y me pedía:
Escríbeme este verso final que no me sale. Y se
marchaba muy orondo con aquel verso que me arrancaba. Era él
generoso.
El
mundo de las artes es un gran taller en el que todos trabajan
y se ayudan, aunque no lo sepan ni lo crean. Y, en primer lugar,
estamos ayudados por el trabajo de los que precedieron y ya
se sabe que no hay Rubén Darío sin Góngora, ni Apollinaire sin
Rimbaud, ni Baudelaire sin Lamartine, ni Pablo Neruda sin todos
ellos juntos. Y es por orgullo y no por modestia que proclamo
a todos los poetas mis maestros, pues, ¿qué sería de mí sin
mis largas lecturas de cuanto se escribió en mi patria y en
todos los universos de la poesía?
Recuerdo,
como si aún lo tuviera en mis manos, el libro de Daniel de la
Vega, de cubierta blanca y títulos en ocre, que alguien trajo
a la quinta de mi tía doña Telésfora en un verano de hace muchos
años, en los campos de Quepe. Llevé aquel libro bajo la olorosa
enramada. Allí devoré Las montañas ardientes", que
así se llamaba el libro. Un estero ancho golpeaba las grandes
piedras redondas en las que me senté para leer. Subían enmarañados
los laureles poderosos y los coigües ensortijados. Todo era
aroma verde y agua secreta. Y en aquel sitio, en plena profundidad
de la naturaleza, aquella cristalina poesía corría centelleando
con las aguas.
Estoy
seguro de que alguna gota de aquellos versos sigue corriendo
en mi propio cauce, al que también llegarían después otras gotas
del infinito torrente, electrizadas por mayores descubrimientos,
por insólitas revelaciones, pero no tengo derecho a desprender
de mi memoria aquella fiesta de soledad, agua y poesía.
Hemos
llegado dentro de un intelectualismo militante a escoger hacia
atrás, escoger aquellos que previeron los cambios y establecieron
las nuevas dimensiones. Esto es falsificarse a sí mismo, falsificando
los antepasados. De leer muchas revistas literarias de ahora
se nota que algunas escogieron como tíos o abuelos a Rilke o
Kafka, es decir, a los que tienen ya su secreto bien limpio
y con buenos títulos y forman parte de lo que ya es plenamente
visible.
En
cuanto a mí, recibí el impacto de libros desacreditados ahora,
como los de Felipe Trigo, carnales y enlutados, con esa lujuria
sombría que siempre pareció habitar el pasado de España, poblándolo
de hechicerías y blasfemias. Los floretes de Paul Feval, aquellos
espadachines que hacían brillar sus armas bajo la luna feudal,
o el ínclito mundo de Emilio Salgari, la melancolía fugitiva
de Albert Samain, el delirante amor de Pablo y de Virginia,
los cascabeles tripentálicos que alzó Pedro Antonio González,
dando a nuestra poesía un acompañamiento oriental que transformó,
por un minuto, a nuestra pobre patria cordillerana en un gran
salón alfombrado y dorado, todo el mundo de las tentaciones,
de todos los libros, de todos los ritmos, de todos los idiomas,
de todas las abejas, de todas las sombras, el mundo, en fin,
de toda la afirmación poética, me impregnó de tal manera que
fui sucesivamente la voz de cuantos me enseñaron una partícula,
pasajera o eterna, de la belleza.
Pero
mi libro más grande, más extenso, ha sido este libro que llamamos
Chile. Nunca he dejado de leer la patria, nunca he separado
los ojos del largo territorio. Por virtual incapacidad me quedó
siempre mucho por amar, o mucho que comprender, en otras tierras.
En
mis viajes por el Oriente extremo entendí sólo algunas cosas.
El violento color, el sórdido atavismo, la emanación de los
entrecruzados bosques cuyas bestias y cuyos vegetales me amenazaban
de alguna manera. Eran sitios recónditos que siguieron siendo,
para mí, indescifrables. Por lo demás, tampoco entendí bien
las resecas colinas del Perú misterioso y metálico, ni la extensión
argentina de las pampas. Tal vez con todo lo que he amado a
México no fui capaz de comprenderlo. Y me sentí extraño en los
Montes Urales, a pesar de que allí se practicaba la justicia
y la verdad de nuestro tiempo. En alguna calle de París, rodeado
por el inmenso ámbito de la cultura más universal y de la extraordinaria
muchedumbre, me sentí solo como esos arbolitos del sur que se
levantan medio quemados, sobre las cenizas. Aquí siempre me
pasó otra cosa. Se conmueve aún mi corazón -por el que ha pasado
tanto tiempo- con esas casas de madera, con esas calles destartaladas
que comienzan en Victoria y terminan en Puerto Montt, y que
los vendavales hacen sonar como guitarras. Casas en que el invierno
y la pobreza dejaron una escritura jeroglífica que yo comprendo,
como comprendo en la Pampa grande del norte, mirada desde Huantajaya,
ponerse el sol sobre las cumbres arenosas que toman entonces
los colores intermitentes, arrobadores, fulgurantes, resplandecientes
o cenicientos del cuello de la torcaza silvestre.
Yo
aprendí desde muy pequeño a leer el lomo de las lagartijas que
estallan como esmeraldas sobre los viejos troncos podridos de
la selva sureña, y mi primera lección de la inteligencia constructora
del hombre aún reo he podido olvidarla. Es el viaducto o puente
a inmensa altura sobre el ríe Malleco, tejido con hierro fino,
esbelto y sonoro como el más bello instrumento musical, destacando
cada una de sus cuerdas en la olorosa soledad de aquella región
transparente.
Yo
soy un patriota poético, un nacionalista de las gredas de Chile.
¡Nuestra
patria conmovedora! Cuesta un poco entreverla en los libros,
tantos ramajes militares han ido desfigurando su imagen de nieve
y agua marina. Una aureola aguerrida que comenzó nuestro Alonso
de Ercilla, aquel padre diamantino que nos cayó de la luna,
nos ha impedido ver nuestra íntima y humilde estructura. Con
tantas historias en cincuenta tomos se nos fue olvidando mirar
nuestra loza negra, hija del barro y de las manos de Quinchamalí,
la cestería que a veces se trenza con tallos de copihues. Con
tanta leyenda o verdad heroica y con aquellos pesados centauros
que llegaron de España a malherirnos se nos olvidó que, a pesar
de La Araucana y de su doloroso orgullo, nuestros
indios andan hasta ahora sin alfabeto, sin tierra y a pie desnudo.
Esa patria de pantalones rotos y cicatrices, esa infinita latitud
que por todas partes nos limita con la pobreza, tiene fecundidad
de creación, lluviosa mitología y posibilidades de granero numeroso
y genésico.
Conversé
con las gentes en los almacenes de San Fernando, de Rengo, de
Parral, de Chanco, donde las dunas avanzan hasta ir cubriendo
las viviendas, hablé de hortalizas con los chacareros del valle
de Santiago, y recité mis poemas en la Vega Central, al Sindicato
de Cargadores, donde fui escuchado por hombres que usaban como
vestimenta un saco amarrado a la cintura.
Nadie
conoce sino yo la emoción de decir mis versos en la más abandonada
oficina salitrera y ver que me escuchaban, como tostadas estatuas
paradas en la arena, bajo el sol desbordante, hombres que usaban
la antigua cotona o camiseta calichera. En los tugurios
del puerto de Valparaíso, así como en Puerto Natales o en Puerto
Montt, o en las usinas del gran Santiago, o en las minas de
Coronel, de Lota, de Curanilahue, me han visto entrar y salir,
meditar y callar.
Esta
es una profesión errante dentro de la patria errante y ya se
sabe que en todas partes me toman, a orgullo lo tengo, no sólo
como a un chileno más, que no es poco decir, sino como a un
buen compañero, que ya es mucho decir. Esta es mi Arte Poética.
En
Temuco me tocó ver el primer automóvil, y luego el primer aeroplano,
la embarcación de don Clodomiro Figueroa, que se despegaba del
suelo como un inesperado volantín sin más hilo que la solitaria
voluntad de nuestro primer caballero del aire. Desde entonces,
y desde aquellas lluvias del sur, todo se ha transformado y
este todo comprende el mundo; la tierra, que los geógrafos ahora
nos muestran menos redonda, sin convencernos bien aún, porque
también tardamos los hombres antes en dejar de creer que no
era tan plana como se, pensaba.
Cambió
también mi poesía.
Llegaron,
las guerras, las mismas guerras de antaño, pero llegaron con
nuevas crueldades, más arrasadoras. De estos dolores que a mí
me salpicaron y me atormentaron en España, vi nacer la Guernica
de Picasso, cuadro que a la misma altura estética de la Gioconda
está también en el otro polo de la condición humana: uno representa
la contemplación serenísima de la: vida y de la belleza y, el
otro, la destrucción de la estabilidad y de la razón, el pánico
del hombre por el hombre. Así, pues, también cambió la pintura.
Entre
los descubrimientos y los desastres que hicieron trepidar las
piedras bajo nuestros. pies y las estrellas, sobre nuestros
pensamientos llegó, desde la mitad del siglo pasado hasta los
comienzos de este siglo, una generación de extraordinarios padres
de la esperanza. Marx y Lenin, Gorki, Romain Rolland, Tolstoy,
Barbusse, Zola, se levantaron como grandes acontecimientos,
como nuevos conductores y constructores del amor. Lo hicieron
con hechos y con palabras y nos dejaron encima de la mesa, encima
de la mesa del mundo, un paquete que contenía una caudalosa
herencia que nos repartimos: era la responsabilidad intelectual,
el eterno humanismo, la plenitud de la conciencia.
Pero,
luego vinieron otros hombres que se sintieron desesperados.
Ellos pusieron nuevamente frente al follaje de las generaciones
el espectáculo del hombre aterrorizado, sin pan y sin piedra,
es decir sin alimento y: sin defensa, tambaleando entre el sexo
y la muerte. El crepúsculo se hizo negro y rojo, envuelto en
sangre y humo.
Sin
embargo, las grandes causas humanas revivieron fuertemente.
Porque el hombre no quería perecer se vio de nuevo que la fuente
de la vida puede seguir intacta, inmaculada y creadora. Hombres
de mucha edad como el insigne Lord Bertrand Russell, como Charles
Chaplin, como Pablo Picasso, como el norteamericano Linus Pauling,
como el doctor Schweitzer, como Lázaro Cárdenas, se opusieron
en nombre de millones de hombres a la amenaza de la guerra atómica
y de pronto pudo ver el ser humano que estaban representados
y defendidos todos los hombres, aún los más sencillos, y que
la inteligencia no podía traicionar a la humanidad.
El
continente negro, que abasteció de esclavos y de marfil a la
codicia imperial, dio un golpe en el mapa y nacieron veinte
repúblicas. En América latina temblaron los tiranos. Cuba proclamó
su inalienable derecho a escoger su sistema social. Mientras
tanto, tres muchachos sonrientes, dos jóvenes soviéticos y uno
norteamericano, se mandaron a hacer un traje extraño y se largaron
a pasear entre los planetas.
Ha
pasado, pues, mucho tiempo desde que entré con reverencia a
la casa solariega de Pedro Prado, por primera vez, y desde que
despedí los restos de Mariano Latorre en nuestro desordenado
Cementerio General. Despedí a aquel maestro como si despidiera
al campo chileno. Algo se iba con él, algo se integraba definitivamente
a nuestro pasado.
Pero,
mi fe en la verdad, en la continuidad de la esperanza, en la
justicia y en, la poesía, en la perpetua creación del hombre,
vienen desde ese pasado, me acompañan en este presente y han
acudido en esta circunstancia fraternal en que nos encontramos.
Mi
fe en todas las cosechas del futuro se afirma en el presente.
Y declaro, por mucho que se sepa, que la poesía es indestructible.
Se hará mil astillas y volverá a ser cristal. Nació con el hombre
y seguirá cantando para el hombre. Cantará. Cantaremos.
A
través de esta larga Memoria que presento a la Universidad y
a la Facultad de Filosofía y Educación que me recibe y que presiden
Juan Gómez Millas y Eugenio González, amigos a quienes me unen
los más antiguos y emocionantes vínculos, habéis escuchado los
nombres de muchos poetas que circulan dentro de mi creación.
Muchos otros no nombré, pero también forman parte de mi canto.
Mi
canto no termina. Otros renovarán la forma y el sentido. Temblarán
los libros en los anaqueles y nuevas palabras insólitas, nuevos
signos y nuevos sellos sacudirán las puertas de la poesía.
Aquí
mismo y hace escasos minutos, me ha conmovido una vez más la
desbordante vocación, la prodigiosa invención con que Nicanor
Parra consteló generosamente esta sala y encendió una fosfórica
luz sobre mi cabeza provinciana.
Entre
todas las instituciones de mi patria, aprendí a amar y respetar
nuestra Universidad. Junto con agradecer el honor que me confiere
pienso que sólo un poeta como Nicanor Parra podía haberme recibido
en ella, transmitiendo el fulgor de su resplandeciente poesía
a la noble distinción que la Universidad me ha dispensado en
esta noche.
en:
Anales de la Universidad de Chile, numero 157, 160 enero
diciembre de 1971)