Esquema de la Poesía Joven en Chile [1]

por Luis Enrique Délano

Para separar un ciclo literario del que le precede hay que buscar el acontecimiento determinante, la actitud general originaria. En Chile puede darse como fecha segura de la renovación el año 1920, en que una nueva mentalidad hace su aparición. Es el advenimiento de un período que intenta dirigir la juventud. En lo político, en lo social, en lo literario, la revolución es visible y palpable. Nosotros que no podemos disponer, como pueblo que sólo hoy abandona el período colonial, de una cultura propia, de una tradición que nos permita pensar y movernos por nuestra propia cuenta, hemos debido estar a la expectativa de las voces exteriores capaces de tocar nuestro temperamento. (Para intentar la lucha por la independencia política, en 1810, fueron precisas las bulliciosas clarinadas de la Revolución Francesa y del Romanticismo). Más tarde ha sido necesario continuar esta línea, en la política como en la literatura. Rubén Darío, huésped de Chile, llamó la atención hacia el modernismo poético. La renovación de postguerra en Europa, la época de los ismos, también ha tenido su significación entre nosotros. Es por esto que señalo el año de 1920 como el tiempo preciso en que nuestros poetas, pintores y músicos comienzan a sentir el cansancio de las formas y de las fórmulas hasta ese momento empleadas. Viene una revolución en el orden artístico y, como consecuencia, una renovación rigurosa de los valores.

Es necesario anotar, para hablar de la joven poesía de hoy, un hecho sintomático, que no ha podido atribuirse a los períodos anteriores: el poco arraigo del poeta a la tierra: no hay en la obra de los jóvenes líricos lo que podría llamarse el sentido chileno. Se me dirá que el poeta de hoy no necesita de ese apego a la “tierruca” para hacer su canto, puesto que el poema no se basa ya en la realidad cotidiana ni en ninguna realidad. Estoy perfectamente de acuerdo y no pretendo ¡Dios me libre! sentar plaza de nacionalista literario, lo que me parece una soberana estupidez. Me limito sólo a anotar un hecho cierto. Sin embargo, no ocurre este fenómeno en otras partes, y para comprobarlo apelemos a la propia España. Federico García Lorca es un poeta nuevo en el más ancho sentido del concepto. No obstante, los cielos de la poesía lorquista son los cielos españoles, indiscutiblemente. Pero he dicho ya que sólo quería mencionar un hecho y, sin ir al fondo de él. Pasemos ahora la vista sobre quienes pueden ser considerados dentro de ese campo que se llama la poesía joven de Chile.

En el orden cronológico, el primer libro en que visiblemente se abandona toda conexión con lo anterior, es “Barco Ebrio” [2] , de Salvador Reyes, publicado en 1923. Ya antes, en “Claridad”, la revista de la juventud revolucionaria, habían aparecido manifiestos y poemas de autores jóvenes como por ejemplo, el cartel del “Movimiento Agú”, regresión literaria desprovista de importancia, que encabezó Alberto Rojas Jiménez. Pero el primer libro que salió a afrontar a la crítica vestido de ropaje nuevo fue “Barco Ebrio”. No se caracterizaba este tomo de versos por la locura de la forma (eso es posterior), sino más bien por el abandono del tono desesperado lloroso y por el desprecio de lo que se llama la realidad de todos los días. El autor daba la idea de ser un muchacho despreocupado y un poco aburrido, que quería poner en verso sus emociones y sus sensaciones, al margen de todo gesto trascendental. Posteriormente Salvador Reyes, sin caer jamás en la realidad bruta, se ha humanizado, ha puesto sus versos (que son una pasta humosa, vaga y amable) al servicio de su hondo sentimiento amoroso, de su afán de partidas y de viajes y de su spleen:

“Ciudad enmohecida,
cúbica, blanca;
dado con que el hastío
me esta jugando una partida
ya demasiado larga”.

dice en un poema que forma parte de una colección de sus versos publicados en Hong-Kong. En “Las mareas del sur”, su último libro de versos, 1930, ya es el poeta que ha hallado su camino definitivo. Salvador Reyes es también un prosista de nota. Sus libros de cuentos, “El ultimo pirata” y “Lo que el tiempo deja”, además de varias novelas cortas, abordan todavía esa sensación de desprendimiento de toda atadura, en vuelo hacia la libertad [3] .

En 1923 aparece también un libro que, como “Barco Ebrio”, va a tener una decisiva influencia en el movimiento que nace: “Crepusculario” [4]   de Pablo Neruda, sin duda una de las más altas voces poéticas de Chile y -al decir de muchos- de la América. “Crepusculario” no innova en la forma, al contrario, es en ese sentido perfecto. Neruda maneja los versos a voluntad, juega con ellos con elegante destreza. Pero ha en este libro una sensación total de libertad, en el concepto, en la metáfora, en la palabra. El crítico no encuentra en “Crepusculario” el adjetivo preciso junto al sustantivo que debe  precederlo y halla en cambio tal cantidad de música, de juventud, de arrogancia, de confianza del poeta en sí mismo, que no falta ni siquiera la palabra inventada, que ningún léxico contempla. El autor recibe desde la denominación de genio hasta el calificativo de loco. Pero nadie podrá negarle la calidad de poeta. Nunca en Chile un libro ha entusiasmado como “Crepusculario”, ni acaso jamás un poeta ha tenido una influencia tan vasta como la ejercida por Pablo Neruda. Una generación entera se enrola en sus las literarias, le sigue sin detenerse y, lo que es peor, le imita. Acompañado de esta escolta continúa el poeta su camino y al año siguiente se supera, honradamente, con un libro de título muy largo y de versos muy hermosos: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Se afirma en él el sentido erótico de la obra nerudiana y se advierte el despuntar de un neorromanticismo. La forma se debilita; los admirables consonantes se hacen asonantes sin alarde y aun, en algunos poemas, la rima y el metro corriente desaparecen por entero. La glorificación del poeta sigue, por un lado, mientras por el otro, la censura y la invectiva alcanzan tonos épicos. En 1925 viene un libro de profundo ritmo interno, hondo y obscuro, en el que ya nada hay que recuerde al constructor diplomado de “Crepusculario”. Se titula “Tentativa del hombre infinito” y es la obra de Neruda que menos revuelo produjo. Dos libros en prosa, “El habitante y su esperanza”, que Neruda titula novela, pero que no es sino un poema y “Anillos”, en colaboración con Tomás Lago, completan su primer ciclo. Pablo Neruda desaparece de Chile y sólo muy de tarde en tarde, mientras se muere de fiebre en Calcuta o contrae matrimonio en Java, llegan algunas noticias suyas al país y también algunos versos, donde se muestra depurado y limpio, nadando a grandes brazadas hacia la poesía pura. Vuelto en 1932 al país, Neruda se encuentra con el fenómeno de que mientras su obra preferida es, por algún esoterismo, manjar que sólo gustan sus iniciados, sus primeros poemas, aquellos que escribió a los 18 años, están definitivamente incorporados en todos los repertorios. En dondequiera se recita aquello de:

“Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
Dejan una promesa.
No vuelven nunca más.
En cada puerto una mujer espera.
Los marineros besan y se van.
Una noche se acuestan con la muerte
en el lecho del mar”.

que el poeta ha olvidado por completo. Publica en 1933 dos libros bien diferentes. Uno de ellos, “El hondero entusiastas es un poema que se había negado a editar en 1924, por su acento de elocuencia y altivez verbal, y el otro, “Residencia en la tierra”, la obra que contiene toda la poesía escrita durante sus viajes por Oriente. Está allí en el camino que anhelaba, de la realización. A pesar del título, quien lee este libro piensa que está estudiando un idioma extraño, compuesto de nuestras mismas palabras pero ordenadas en un sentido diferente. Sus más recientes poemas, que he conocido, no hace mucho [5] , son de meridiana claridad y de extraordinaria pureza.

Con Neruda surge una generación bien dotada, pero, desgraciadamente influenciada hasta lo imposible por el autor de “Veinte Poemas”. Algunos duran poco, como Juan Florit, Moraga Bustamante, Homero y Fenelon Arce; otros mueren en flor, como Romeo Murga, Raimundo Echavarría, Alejandro Gutiérrez y Aliro Oyarzún. Quedan dos o tres escribiendo lánguidamente (Rubén Azócar, Gerardo Seguel, Samuel Letelier Maturana) y alcanzan varios mayor soltura y hasta vida propia: Fernando Binvignat, Rosamel del Valle, que publica “Mirador” y “País blanco y negro” y Humberto Díaz Casanueva, actualmente en Alemania, autor de “El aventurero de Saba” y “Vigilia por dentro”.

Independiente crece la figura de una joven poetisa, la más interesante que ha producido Chile, después de Gabriela Mistral: María Rosa González. Después de un libro de excesiva juventud, “Éxtasis”, muestra un poderoso temperamento en “Samaritana”, 1924, y “Arcoiris”, 1925. En su última obra “Puerto Aéreo”, todavía inédita, va María Rosa hacia la serenidad en la forma sin abandonar su manera moderna de sentir las cosas.

Otros poetas: Juan Marín, que en su libro “Looping” 1929, se entrega al juego de la acrobacia, sobre temas muy siglo XX, y Yolando Pino Saavedra, dueño de obra escasa, pero dulce y emocionante.

Hay que situar también en esta etapa de la poesía chilena a dos poetas que no han nacido en ella, sino en la anterior, pero que se sienten penetrados de éste soplo luminoso y rompen con su tradición: Vicente Huidobro -conocido ya en España- y Ángel Cruchaga. De Huidobro ya sabemos que ha residido desde 1917 en Francia, viviendo en contacto con aquel interesante grupo (Apollinaire, Picasso, Strawinsky) que dio el alerta de la renovación. En París se publican algunos libros suyos y no pocos en Madrid (“Tour Eiffel”, “Hallali”, “Ecuatorial”, “Mío Cid Campeador”, “Temblor de Cielo”). Ya sabemos que se proclama padre del Creacionismo [6] , pero que, al margen de todo esto, es un poeta de aciertos notables. En cuanto a Cruchaga, sin dejar el tono de morado misticismo, el color desgarrado que lo acompañó siempre, en sus libros “La ciudad invisible”, 1929, y “Afán del corazón”, 1933, se muestra seguro e imaginativo; “los cantos de Ángel se avecinan a uno llenos de helada claridad, con cierto temblor extraterrestre y sublunar, vestidos con cierta piel de estrella”, dice Pablo Neruda en el prólogo de este último libro. Si agregamos a Pablo de Rokha, el atrabiliario, el tremendo, el viril poeta de “Los gemidos” y otros libros de los cuales hay que perder la cuenta a causa de sus reducidas ediciones y del misterio de que se rodean, está completo el grupo de los escritores del ciclo anterior que quisieron aliarse al equipo post 1920 [7] .

Con todo el respeto que se merece la juventud graciosa, la alegre juventud que abomina del gesto serio y del ademán dramático, cito aquí la tentativa “runrunista” de 1928. Fue el efímero “runrunismo”, una pirueta ante los ojos atónitos y enfurecidos de aquel que no quiere doblegarse ante la avalancha de la novedad. (Si las revoluciones literarias fueran políticas o sociales, el burgués que abomina sin comprender, sucumbiría en las guillotinas del terror). El burgués chileno de 1928 sólo sufrió ¡ay! la alegre burla de los “runrunistas”, poetas deportivos, antibohemios, antiliterarios, antipoéticos, como se proclamaban. Formaban el grupo Benjamín Morgado, Clemente Andrade, autor de un libro muy aceptable, “Un montón de pájaros de humo”; Lara, vacío en “S.O.S.” y emocionante en “La humanización del paisaje”; Alberto Santana, que murió al transpasar los 20 años; Reyes Messa, que ha devenido periodista; Augusto Santelices, autor de “El agua en sombra”, un libro cuajado de esperanzas; y Julio Barrenechea. Se salva en definitiva Barrenechea, que abrió camino a su nombre con un libro lleno de gracia y emoción: “El mitin de las mariposas”. Grupo efímero y simpático, cometió todas las locuras imaginables, desde el envío de poemas en sobres a medio mundo, hasta la autoerección de un monumento. Hizo su vida y desapareció muy a tiempo.

En el último equipo, en la generación siguiente a la de Salvador Reyes y Pablo Neruda, que da sus primeros pasos literarios en 1930 se destacan tres o cuatro nombres de verdadera importancia, que corresponden a poetas que, sin haberse encontrado aún, luchan fervorosa y honradamente por definirse y que llevan, por cierto, ganadas las tres cuartas partes de la batalla. Hay que citar a Juvencio Valle, muchacho de excesiva juventud, que, a través de dos libros, “La flauta del Hombre~Pan” y “Tratado del Bosque”, revela un sentido dionisíaco de la poesía y se pone en actitud de perpetua adoración de la naturaleza, la verde naturaleza de sus tierras del sur. Jacobo Danke surge con una voz que recuerda el nostálgico resplandor de los versos de Lubicz Milosz, aquel lituatiano que se asomara al borde de la tumba milenaria de la Reina Karomamá, para preguntarle qué hacía en sus mañanas perdidas. “Es un noble lírico de hoy, de esos que saben que la poesía no es un mero acto de improvisación”, decía al presentarlo, Ángel Cruchaga, su padrino literario, en el prólogo de “Lámpara en el Mar”. Publicado en 1931, es este libro uno de los más bellos de su período y encierra poemas de una sugerencia admirablemente conseguida:

“Cuando estás más allá de la línea del horizonte, más allá de mi humilde esperanza, quizás más lejos, se me echará de bruces la soledad y tú nunca sabrás por qué se encendió una estrella en el principio de tu viaje”.

La prosa ha entretenido últimamente a Danke, que ha publicado dos novelas breves de escaso valor; pero prepara dos libros de poesías, donde acabará de mostrar abierta la flor de su temperamento poderoso: “Rosa del Norte” y “Baladas al oído de Vilma”.

Otros poetas: Oreste Plath y Eduardo Ugarte, personalidades aun no definidas, Carlos Poblete, nacido en la misma ciudad que Pablo Neruda y, como él, escritor de fibra dramática y poseído de un sentido hondamente erótico, que extiende en su libro “Paisaje del sexo”, de reciente publicación; Aldo Torres Púa, henchido de promesas en su cuaderno “Imágenes silvestres”; Raúl Cuevas, que después de publicar dos libros, “Ciudad de opio”, 1927, y “Noches y días”, 1929, ha abandonado transitoriamente la literatura; Alfredo Gandarillas, aun sin definición; Andrés Sabella Gálvez, escaso en su “Rumbo indeciso”; Rodrigo Rodríguez, autor de “Mapa de un corazón”.

Y no se puede cerrar este esquema sin proclamar el curioso caso de Eduardo Anguita, poeta de 17 años que ha lanzado un manifiesto inventado, la “poesía decoracionista”, cuyas raíces están en Mallarmé, Góngora y algunos poemas de don Francisco de Quevedo. La fórmula de esta poesía, que por cierto nadie ha tomado en serio, consiste en desligar las palabras de todo sentido lógico o cotidiano, y aun, en descomponerlas en sílabas y letras. Se trata de sugerir, sugerir por el oído, a riesgo de que desaparezcan absolutamente todo control, toda razón. Lo han seguido escasísimos poetas, dos o tres. Pero este joven, frutecido casi en plena niñez, sigue impertérrito, componiendo hasta conseguir efectos como éste:

“Hoy ha estado llorando el Zar
y tapizando en el Lorena
de la azul calladina historia
del árbol de la pampolera.
De la laca la loca dalia
que amaba a diez crepusculares”.

Madrid, Junio de 1934.

en: Revista Atenea, Concepción, nº 113, noviembre de 1934, pp. 24-35.  

 



[1] Según mis noticias no se ha escrito en España sobre poesía joven chilena desde hace mucho tiempo. Lo último que he leído al respecto se publicó en la “Gaceta Literaria”, hace unos seis años. Son éstas, pues, en todo caso, informaciones más frescas sobre el movimiento poético juvenil de Chile.

[2]   Éste nombre, traducido del célebre poema de Jean Arthur Rimbaud, es un homenaje do Reyes al autor de “Une saison en enfer”.

[3] Reyes fundó, en 1928, en compañía de Ángel Cruchaga, Hernán del Solar, M. E. Hübner y el autor de estas líneas, la revista “Letras”, que durante cuatro años fue la única publicación chilena abierta a la poesía joven.

[4] En sus “Literaturas europeas de vanguardia”, Guillermo de Torre sitúa a Neruda y Reyes dentro del ultraísmo (?).

[5] Pablo Neruda reside actualmente en Barcelona, en donde sirve un cargo consular chileno.

[6] Guillermo de Torre no cree en esta paternidad...

[7] Acaso podrían también añadirse los nombres de Manuel Rojas y Olga Acevedo, que marcan su viraje con “Tonada del Transeúnte”, 1929, y “El árbol solo”, 1933, respectivamente.

Sitio desarrollado por SISIB - UNIVERSIDAD DE CHILE