Semana Santa del Poeta

por Delia Domínguez

Delia Domínguez, poetisa chilena con un lugar ya conquistado en Chile y más allá, escribió esta nota contagiosa de nostalgias y mirada aguda. Se reprodujo de una edición que no llegó a circular. Se abre, entonces, virginal ahora ante nuestros ojos.

Pasa un viento de abril por 1967, y el sur de Chile, con las humedades propias de la entrada del otoño, larga olor a grano recién embodegado, a caña fresca, a dulces caseros que traen una atmósfera de infancia y de re­cuerdos. Y en medio de ese cli­ma, llegaron a Osorno los viajeros -que en el fondo no eran precisamente viajeros, porque Pablo y Matilde pertenecen al sur como la lluvia, son de allá o de un poco más acá (Parral, Coihueco), pero en todo caso, son propiamente de la tierra y eso basta.

Habla el lago Rupanco
toda la noche, solo.

Toda la noche el mismo
lenguaje rumoroso

Para qué, para quiénes
habla
el lago
Suave suenan las sombras
como un sauce mojado

Con qué, con quién conversa
toda la noche el lago?

Tal vez para sí solo.

                                                                      (de La Barcarola, p. 119, Ed. Losada, 1967)

Al amanecer, la isla es un silencio contenido con la sola marca de la ola en los acantilados boscosos de la orilla. Porque los árboles confiadamente, bajan a tomar agua hasta el mismo borde de las piedras donde el musgo hace casitas para los escarabajos. Y mientras no sale la "Puigua" (viento atravesado de cordillera) todo es dulce y tranquilo como taza de leche.

La niebla se corre de a poco y la chimenea de la cabaña de Pablo, con las pilastras metidas un metro bajo el agua, comienza a humear débilmente, a interrumpir el cielo que hoy quería estar azul. Las cabañas que habitamos, están separadas por un arrayán y una roca. Yo duermo en la más antigua, la primera que construyó Helmut Schilling, cuando, con la Helly -su mujer-comenzaron a formar hace años, un parque natural para conservar plantas y árboles autóctonos, poblándola a su vez, de ciervos, venados y muflones que -originarios o no- la "suave" mano del hombre gatillando por ociosidad, había hecho casi desaparecer.

Pablo comienza a trabajar temprano. Es ordenado, riguroso en el cumplimiento de sus horarios, y así llegue el Papa de Roma él sigue su costumbre diaria de escribir con tinta verde en sus cuadernos de escuela primaria, dando a los visitantes -solamente- las horas que él tenía programadas para el descanso y la buena conversa. Matilde nos convida al desayuno; Helmut y la Helly regresaron a Osorno y nos dejaron en la isla para estirar las piernas y los pensamientos. Están, en el pequeño grupo, Carlos Puyó y su mujer Delia Vergara, quienes viajaron mil kilómetros de carretera desde Santiago, para vivir en el lago Rupanco la Semana Santa con el poeta. Y como no quiero olvidar nada, anoto que se nos mojaron las pilas de la radio, o más bien dicho, la radio entera, y no había caso de noticias directas. Así es que, Pablo, ansioso de escudriñarlo todo, interrogaba a Manuel, el isleño, que entre mate y mate (anduvo muchos años por Argentina y de ahí no soltó más la bombilla) le respondía las buenas nuevas y las otras también, pescadas como de cuarta boca en el puerto del otro lado, a la parada de la micro rural de Piedras Negras. Frescas no serían las noticias, pero qué diablos... Entonces Pablo nos reunía frente al fogón de la cocina, y retransmitía el acontecer del mundo viviente, con comentarios y añadidos adecuados al momento.

Pero no quiero perderme. Íbamos en la mañana, como a las ocho y media, cuando la Matilde nos convidaba a tomar café sin nata y pan centeno. Luego Pablo, como capitán de barco, distribuía a la gente para dividir las misiones y trabajos. Porque no todo iba a ser calentarse la guatita al sol, ponerse dorados, y "tocar el arpa en las cuerdas del viento", como quien dice, para botarnos a románticos, a matadores, porque la isla podía dar para eso, o para soñar en tecnicolor como en la Metro-Goldwyn-Mayer, o algo por el estilo; pero el caso es que allí se trabaja, se hacen las cosas con las propias manos, y el que no puede, se jode, y obligado a pescar la micro de regreso a la ciudad para no soñar más con la vida de campaña.

Y Pablo partía a una pequeña bahía del lado oriente de la isla con un sombrero de lona lavable Que había traído de no sé dónde, y que ya no tenía forma de nada porque pasaba perdido debajo de los asientos (el sombrero terminó amononado en la tintorería "La Arca de Noé", -Sic- de Osorno). Así partía, Pablo, cuaderno en mano a instalarse bajo una tremenda mata de nalca (o Puangue) para establecer su reino. La acomodada de la silla de esas plegables como las del circo era una verdadera película, jamás encontramos el nivel, y por último decía: "no importa, déjamela para columpio". Y en eso, la Helly y Matilde, muy sueltas de tranco se perdían por el bosque hacia la huerta de Manuel a buscar cilantro, lechugas y chalotitas verdes para el almuerzo. La Delia Vergara (Bárbara como la bautizó Pablo, porque dos Delias al mismo tiempo era un lío) había quedado poniendo orden y patria en las cabañas, haciendo guardia permanente por si alguna lancha desconocida llegaba a los contornos. Continuamente pasaban embarcaciones con catalejos escudriñando para ubicar al poeta, la noticia en la zona se corría como aceite, a pesar de nuestro trabajo organizado para despistar a los periodistas. (Recuerdo una mañana frente al correo de Osorno, Pablo se tapó la cabeza con un diario adentro del auto, porque vio a dos eruditos que andaban buscándolo; los eruditos se pararon y comenzaron a rondar el auto, y parece que por las manos reconocieron al poeta y buenos días, don Pablo, aquí en esta hojita escríbanos que piensa de...)

Bueno, y para no perdernos, sigamos con la vida de la isla y la distribución de los trabajos: dos señoras caminaban detrás de la verdura, Carlos Puyó -caña en mano- obligado a pescar un salmón para el almuerzo, la Bárbara de guardia, Manuel calibrando el motor de la lancha, y yo de "pinche" o secretaria adjunta de Pablo para el comentario, la cocina y la búsqueda de pancoras en el lago. También para contarle cosas, las pocas que se sabían de la familia literaria: ¿quién andaba con quién, qué revistas han salido, quién publicará este año, o a quién le ajustó los pernos la poeta colorina? O el sabor de algunas palabras, como "guariznaque", la repetía una y otra vez, sonriendo: guariznaque, y la significación que él le daba era diferente a la nuestra, pero en todo caso, era una voz despectiva, peyorativa, con la cual uno corta un alegato y dice: ¡cállate mejor guariznaque, qué sabes tú hijo de p...!

Como a las once, tenía que partir a la cocina a hacerme cargo del rancho. "No todo ha de ser poesía en la vida, compañera, tome su puesto y avise cuando sienta que las cosas llegaron a su punto", y acto seguido, con dos enormes paños cocineros me fabricaba una tenida de Carmina Burana -según él- y que consistía en ponerme uno de los paños amarrado al cogote, y el otro en la cintura para cubrirme de posibles accidentes, y Dios nos libre si las papas no quedaban floreadas, o si la sopa de harina tostada se apelotonaba como engrudo.

Mientras tanto, el cuaderno se llenaba de letras verdes y se creaba una atmósfera mágica a su rededor -había que mirarlo desde lejos- calladamente, porque los pájaros y el agua, el oleaje corto y peligroso del lago, eran su música de fondo y ninguna voz humana habría osado profanar ese silencio. Como a las doce, cuando el sol calentaba de frente y el sombrero de lona no le servía para nada, emprendía el regreso a la cabaña con abundante material para La Barcarola, libro que vería la luz ese mismo año de 1967, editado por Losada de Buenos Aires; comentando que los pájaros no lo dejaban tranquilo, que hasta cuándo, si el año pasado no más, había publicado Arte de Pájaros y ellos ya tenían su cuota. Y tomando un jugoso melón moscatel, mientras nos echaba una mirada de revista para ver cómo andaban las ollas, o el orden, y si Matilde con la Helly habían llegado a tiempo con los aromas, y si Carlos aparecía con el salmón a cuestas, y si acaso Manuel traía en la lancha una noticia buena; molía el melón con algún licor misterioso e inventaba un jarabe bueno, según él, para fortalecer las piernas y la mente.

La Semana Santa corría, y por el Lunes, Pablo organizó un almuerzo -esta vez preparado por Matilde- en homenaje a los dueños de casa. Pero Helmut y la Helly no llegaron a tiempo, y los collares de flor de ulmo que había trenzado Pablo con sus propias manos, fueron arrojados al lago, en ritual de desencanto. Claro que la culpa la tuvo la maldita Puigua que salió a soplar atravesada como mala de la cabeza, y aventurarse en lancha contra el temporal, era casi suicida. Total, las olas se llevaron los ulmos que seguramente fueron a coronar a las ánimas del lago Rupanco.

Recojo en la ribera
por la mañana, flores
destrozadas.

Pétalos blancos de ulmos,
aromas rechazados
por el vaivén del agua.

Tal vez fueron corona
 de novias ahogadas

Habla el algo, conversa
tal vez con algo o alguien

Tal vez con nadie o nada.

Tal vez son de otro tiempo
sus palabras
y nadie entiende ahora
el idioma del agua.

                                                                      (de La Barcarola, p. 120: Ed. Losada, 19167)

Y comenzaba otra semana. Pablo notició que el libro estaba prácticamente terminado y cerró los cuadernos. Había que soltar amarras y regresar a tierra firme. Esa tarde quiso llover y las aguas se pusieron duras, aceradas. Los ciervos que habitan Altuehuapi, comenzaron a asomarse en pequeñas manadas por los linderos del bosque con los ojos asustados. Otro libro de Neruda había tomado cuerpo y alma. Y eso ocurría en la provincia de Osorno, allá por los inicios de 1967, cuando un otoño agorero nos sobrevolaba los sueños, exactamente a una cuarta de la cabeza.

en: Floridor Pérez y otros, Neruda 10 años después. Ediciones Pluma y Pincel, Santiago, 1983.


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