Enrique Robertson

Rojas Giménez, a las trece cuarenta

Primer carro

(Llegada)

Un lluvioso día de abril de los primeros años de la década del 30, en el tren del norte, aquel que llegaba pasado mediodía -a las 13:40, cuando venía a la hora- arribó a la ciudad de Temuco procedente de Santiago -también es posible que viniese de Concepción, y hubiese abordado el tren en San Rosendo- un trasnochado, pero cuidadosamente afeitado y peinado varón de unos 30 años de edad.

Moreno,delgado, ojeroso y pálido, de no muy elevada estatura, lucía una magnífica corbata francesa de nudo perfecto, en duro contraste con la no muy limpia ni planchada camisa blanca.

Su vestimenta, un liviano abrigo y un terno negro o gris oscuro -cuyos arrugados pantalones contrastaban, casi tanto como la camisa con la corbata, con el lustre brillantísimo de su calzado- despedía un ligero aroma a tabaco;....y quizá a alcohol también -

La suma de esos y otros detalles, fue -quizá paradojalmente- la que instó al observador provinciano que le vió caminar por el andén en dirección a un pequeño grupo de personas -que también se acercó a él para saludarlo efusivamente- a intuir que tenía ante sí a alguien de cierta importancia. Quizá -pensaría- se trate del mismísimo prototipo del capitalino hombre de mundo de los locos, recién idos, años 20. No andaba muy errado; se trataba, en todo caso, de un tipo muy especial. Uno, no muy bién trajeado pero apuesto y de singular desenvoltura, que irradiaba algo así como una extraña luz mágica. Un aura que hacía posible distinguirlo inmediata y nítidamente de entre todos los pasajeros de aquel tren, que traqueteando y dando tumbos sobre los rieles durante toda una noche y gran parte del día siguiente, habíale transportado de norte a sur; desde la legendaria Estación Central de Santiago hasta la Estación de los FFCC del E. de Temuco.

Con un delgado sobretodo echado por los hombros -por cierto, totalmente inadecuado para el clima imperante en el sur- y portando como equipaje solamente un pequeño maletín, llegaba, en el nocturno tren de la poesía, Alberto Rojas Giménez a la ciudad de Temuco.

Quienes serían aquellos amigos suyos, que acudieron a la Estación de Ferrocarriles a recibirle?. Probablemente algunos que le conocieron en Santiago, cuando dirigía la revista Claridad, por ejemplo. Alguno de aquellos, pocos, jovenes provincianos que tuvieron la oportunidad de vivir la bohemia estudiantil en la capital de la República. Y quizá otros, pocos también -santiaguinos, temuquenses de adopción- que por diversos motivos habían cambiado su domicilio junto al Mapocho, por otro cercano a las riberas del Cautín.

En casa de quién se hospedaría en Temuco, Alberto Rojas Giménez?.

Cuanto tiempo estuvo aquí?. A qué se dedicó?.

El autor, que pretende hoy -unos 70 años después de acontecida- reconstruir imaginariamente -para el Tren de la Poesía del año 01 del nuevo milenio- la visita a Temuco del poeta Alberto Rojas Giménez, conoce pocos detalles acerca de la estadía del personaje en cuestión, en esta, nuestra capital de la Frontera. Pero, eso sí, sabe que estuvo aquí; y ese conocimiento le hace concebir la -ya un tanto débil- esperanza de que aún exista algún temuquense -niño en ese entonces-que pueda agregar algo a lo que va a dar a conocer, que no es mucho pero que, en una ocasión como esta, quiere que se sepa y recuerde. Aunque sea por el mero gusto de querer y no querer: querer atribuir al hecho un significado especial, y, si esto no resultase muy convincente, no querer ignorarlo, como si simplemente nunca hubiese sucedido.

Porque el hecho es que Alberto Rojas Giménez hizo una prolongada visita a Temuco -largos meses, según el documento encontrado (1) - que -al contrario de lo que sucede con la historia de su estadía en Valdivia- no se menciona ni de paso en los extensos estudios (2) que se han hecho, recopilado y publicado acerca de este poeta que fué dilectísimo amigo de Pablo Neruda. Y, puesto que este último es el conductor de este Tren de la Poesía, imaginemos que este tren de hoy, es el mismo tren del cual, un lluvioso día de abril, se apeó Alberto Rojas Giménez al llegar a la Frontera, a las trece cuarenta en punto.

"Aprendió mi memoria el curso de los trenes...."

(A. R. G. -fragm. de Carta- Océano)

 

"He visto después, en los trenes que parten,

agitar el adiós que agitaban tus manos.

Si sólo tú volvieras de aquel tiempo disperso,

trayéndome el nuevo rostro que has sacado del tiempo!"

(A. R. G. - fragm. de Nuevo Rostro, Archivo R. Silva Castro).

 

Segundo Carro

Con la seguridad que da el saber que tal hecho ocurrió efectivamente, dijimos -en "el primer carro" de este convoy- que un grupo de amigos se dió cita en la estación de ferrocarriles, para recibir a un mágico y multitalentoso viajero que les había telegrafiado la noticia de su arribo: acudían a dar la bienvenida al bohemio poeta, al amistoso y simpatiquísimo Alberto Rojas Giménez. Llegaba éste a Temuco, a comienzos de los años treinta del siglo recién pasado, en el poético tren nocturno al sur. Un tren -dicho sea, en esta ocasión- que llegó a ser tan poético, pero sin duda nunca tan nocturno como ese pasajero que en un abrileño día, se apeó de él en la llamada capital de la Frontera. Abril -dicen aquí- aguas mil. Ese día llovía a raudales, interminablemente. Imaginamos a esos amigos dando a Rojas Giménez una calurosa bienvenida; a pesar de llevarse esta a efecto, en un andén oscuro, húmedo, frío y barrido por el viento. El tren de las trece cuarenta, ya se sabe, no siempre llegaba a la hora; por eso no es poco probable que aquella comitiva de recepción haya sufrido allí, en aras de la amistad, una larga, empapada y estornudada espera, dando diente con diente. Pero no es necesario acentuar imaginarios dramatismos. Quitémoslos de esta historia y mejor demos por seguro, que ese día el tren llegó más puntual que nunca. Y que, coincidiendo con su llegada -y por ende, con la del esperado pasajero- en cuestión de minutos cesó de llover y aclaró. Al fin y al cabo, no por nada hemos situado esta escena en el mes de abril. En igual plan digamos que todos los amigos estaban óptimamente pertrechados para soportar y afrontar las inclemencias del tiempo; y que, conociendo muy bién a quién esperaban, previsoramente habían traído para él, paraguas, manta y chambergo. Demos por cierto también, que alguno de ellos -si no lo había hecho ya antes, al invitarle- tenía previsto hospedarle en su casa; porque de más está decir que todos los allí presentes tenían motivos para sospechar que el visitante -embajador cultural „siempre algo escasón de divisas"- no llevaba en su cartera contante y sonante suficiente como para costearse, por más de un par de días, una habitación en una pensión u hotel en consonancia con su condición. No olvidemos que se trataría de una estadía que -según testimonio de Pablo de Alón, en La Prensa de Curicó- (que, por cierto, parece ser la única publicación referente a este hecho, Figura abajo), se habría de prolongar por largos meses. Es de suponer que el recién llegado habrá aceptado de inmediato la generosa hospitalidad de su amigo. Quién sería aquél?. Sorprende, en el citado artículo de don Pablo de Alón, que este insista en llamar Jiménez a nuestro personaje, en lugar de Giménez que sería lo -poéticamente- correcto. Nos consta que Alberto Rojas eligió la G para su segundo apellido. Así lo escribió él mismo, por lo menos a partir de la publicación de su libro "Chilenos en París". Neruda respetó su elección en la Taberna Rojas Giménez de Isla Negra, cuando hizo grabar allí su nombre. Y es Rojas Giménez también, el que en su poema viene volando. Pero no ocupemos nuestro tiempo haciendo conjeturas/congeturas de J y G, cuando lo que nos importa es reconstruir el día en que Rojas Giménez llegó a Temuco. Lo que sucedió después de la escena de la estación es, con la valiosa ayuda de Pablo de Alón, facilísimo de imaginar. Se imponía celebrar el acontecimiento; y restaurar al sufrido viajero. Faltos de almuerzo y sedientos estaban también todos los miembros del comité de recepción.

-Al centro, chofer!. Al Bar-Restaurant Trocadero, en Bulnes esquina Montt.

-Sí, señores; cómo no. .

De izquierda a derecha Neruda, un joven poeta el "ratón Fuentes" ,
Alberto Rojas Gimenez, Julio Ortiz de Zárate.
Una escena semejante se vivió en el Trocadero Bar de Temuco.

 

Así fue como Rojas Giménez adquirió su primera impresión de la capital de la Frontera al ser transportado desde la Estación al centro; viendo, al pasar por una larga calle y como desfilando ante sus ojos, una serie de grandes artefactos colgando de las fachadas: ollas tremendas, botines gigantescos, enormes martillos. Eran los anuncios de las talabarterías, ferreterías, zapaterías, etc., de los que alguna vez le había hablado su amigo Pablo Neruda.

 

Tercer y último carro

"Trocadero"
Estación Central subterránea del Tren de la Poesía en Temuco.

Nada mejor pudo ocurrírseles a los amigos de Alberto Rojas Giménez, que llevar a feliz realización una idea que les iluminó a todos por igual: celebrar la llegada del poeta con un bién saboreado, bién regado y mejor conversado almuerzo. Seguramente, con retorcida intención, alguien quizo exclamar: qué novedosa muestra de la innata originalidad que nos caracteriza!. Pero hubo de tragarse sus ganas de ironizar al respecto, porque había más. Lo luminoso de la idea residía no solo en sus nada despreciables aspectos culinarios y bebestibles. No. Lo original de la ocurrencia era que el almuerzo se llevaría a efecto en un Bar Restaurante cuyo nombre y especial ambientación, tendrían -obligadamente- que hacer evocar al poeta visitante sus cinco años de aventuras y desventuras en Europa; vividas en gran parte en el viejo París, y tema de un libro suyo (Fig.). El éxito de la recepción estaría así, prácticamente garantizado.

El Trocadero-Bar -como recuerdan todavía algunos temuquenses(*) - estaba situado en pleno centro de la ciudad, en Bulnes y Montt. No donde ambas calles hacen esquina, pero en las dos. En efecto, al estar comunicado por un gran salón construído bajo tierra (ubicado bajo y detrás de la farmacia de la esquina, del farmacéutico don Franklin Alvarez) el Trocadero (de don Cristóbal Sallaberry) ocupaba un local en gran parte subterráneo, que se extendía de Bulnes a Montt -o viceversa- pudiéndose acceder a él por ambas calles. Con ese nombre y características; un sótano más parisino, donde?!. Sólo en París,...y en Temuco. Rojas Giménez se debió sentir allí, como pez en las aguas del Sena. Como transportado a una Brasserie de París. La prueba de ello la proporciona el poeta y cronista don Pablo de Alón. Dice este, que su amigo Alberto se hizo parroquiano habitual del Trocadero. No es que Temuco careciese de más y talvez mejores bares restaurantes. Pero ninguno de ellos podía ser -hasta en pleno día- tan parisinamente nocturno como el Trocadero-Bar. El señor Sallaberry, su propietario y fundador, era de orígen galo; más exactamente, vasco-francés. Lo mismo que el señor Ansuarena, que fue su sucesor. Lástima grande, que ya no exista ese Bar. En él, degustando un chilenísimo cabernet sauvignon -y un especial menú para la ocasión- Rojas Giménez fascinó a su amigos temuquenses, hablándoles de París; „de los últimos bohemios, de la Closerie des Liles, del último apache de Montparnasse, del Petit Louis", etceterá, etceterá.

Temuco vivió de asombro en asombro, dice don Pablo de Alón. Seguro que él también. El poeta loncochense-temuquense recibió del joven mago visitante, en aquel sótano inverosímil, el obsequio de un manuscrito que guardó toda su vida como venerada reliquia. El texto, lleno de borrones y enmendaduras, era el de la bellísima conferencia que, sobre su viaje por París, dió Rojas Gimenez, muchas veces, en Ateneos, Círculos Literarios y Liceos. Y también en el Trocadero-Bar de Temuco. Qué extraordinario sería poder estar hoy en él, si ese Bar existiese de nuevo. De modo similar a como estamos en el Tren de la Poesía. Sería posible revivir en el bar de esa estación subterránea, sita en el mismísimo corazón de Temuco, a tantos músicos, pintores, escritores y alucinados vates, que antaño estuvieron allí. Y, quizá, hasta oir los ecos de sus voces y admirables charlas. Por él pasaron (según P.de Alón): Pablo Neruda, Juvencio Valle, Julio Barrenechea, Francisco Santana, Aldo Torres Púa, Gerardo Seguel, Ernesto Eslava, Ernesto Torrealba, el Toni Maturana, Oscar Weinberg, Daniel Belmar, Juan J.Hidalgo, Robinson Saavedra, Marino Lagos, René Carvajal, Orión, Jorge Jobet, Santander Pereira, Altenor Guerrero, Armando Moraga, Juan Sascó, Fernando Rossel. Seguramente también pasaron muchos otros que, sin querer, don Pablo de Alón olvidó mencionar. A la luz artificial sería posible verles a todos, celebrando la llegada de Rojas Giménez. Imaginariamente veríamos a algunos de ellos en el interior del Trocadero-Bar. Y, al mirar hacia afuera, divisaríamos a otros paseándose junto a los tres vagones y a la vieja locomotora, en el andén subterráneo y surreal de esta aún inédita y poética estación.

Enrique Robertson, chileno radicado en Alemania, escritor, ensayista. Médico de profesión, especialista en neurología y siquiatría, ha sido invitado por importantes universidades europeas para exponer sus conferencias que le han valido un cálido reconocimiento por parte de los estudiosos de la obra de Neruda, entre ellos su amigo Hernán Loyola radicado en Italia.

(dedicado a mi esposa Marie, bisnieta de vascos franceses emigrados al sur de Chile)

 
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