Blanca Luz Pulido.

Las ventanas de un tren interminable

 

Leo en la nebulosa mi suerte
cuando pasan las estrellas veloces y oscurísimas

Gonzalo Rojas, Contra la muerte

 

Tres meses después de mi elección de Mérida, México, como sitio de una duradera estancia, me descubro invitada, con otro poeta también mexicano, Raúl Renán, a un viaje-encuentro poético en septiembre pasado, por varios sitios de un remoto, y a la vez cercano, país del sur de nuestro lado del mundo: Chile. Demostrando una vez más la vida su gusto por los paralelismos cruzados, Raúl y yo estamos, cada uno, viviendo en el sitio de nacimiento del otro: Yo crecí y me formé en la ciudad de México, donde él vive desde hace tiempo, y él nació en Yucatán, donde yo estoy viviendo ahora.

Así que, poco después del gris día 11 que señaló un punto tal vez sin regreso en el mundo de todos, llámense cristianos o de cualquier otra religión, me encontré acercándome a 1000 km por hora, desde la alta estatura de las nubes, a Santiago de Chile.

Ocho horas de vuelo y ya estábamos en Santiago, donde nos recibió Mariela Valenzuela, de parte de la Embajada de México en Chile, y de parte de la Fundación Pablo Neruda, Bernardo Reyes, sobrino-nieto de Pablo Neruda, el alma y motor, junto con su mujer, Maricruz Jara, de una extraordinaria reunión que se realiza cada año o cada dos, y lleva por nombre "Viaje a la Poesía de Neruda", o "Tren de la Poesía". Se trata de un recorrido por tren, que parte de la ciudad de Parral, donde nació Neruda, hasta Temuco, que está unos 600 km al sur de Santiago. En Temuco creció Pablo Neruda, y allí lo conoció Gabriela Mistral, que era algunos años mayor que él. Pero varios días antes de llegar a Temuco, el hecho de estar en Santiago aunque fuera por un día, ya empieza a ser una fuente de diarios descubrimientos, entre los cuales se encuentra conocer a algunos poetas venezolanos, como José Joaquín Burgos, que ha estado varias veces en México y entre sus no escasos méritos tiene el haber recibido la orden de Andrés Bello, y hablar de eso sin darle gran importancia, como si fuera algo de todos los días.

Lo más importante de este viaje para mí, de este 7° Viaje a la Poesía de Neruda, del 22 al 24 de septiembre, fue el descubrimiento de un país, ya no sólo a través de libros y datos sino por su gente, y por algunos de sus modos de ser. Tienen muchos chilenos una especie de discreta cortesía, una manera de vivir en un tono menor, cierta formalidad antigua que me encanta. Y también descubrí que, sin aspavientos ni registros de prensa, un alcalde puede animarse a bailar una danza regional (las dulces "cuecas" chilenas) sin que ello extrañe a nadie, y que lo popular y la cultura pueden no ser declarativos y escenográficos sino cotidianos, naturales. De no ser así, si la cultura y en este caso la poesía no se vivieran como algo entrañable, este recorrido de escritores y público a bordo de un tren bastante viejo (una locomotora diesel, al principio, que después, en Lautaro, sería reemplazada por una de vapor, aún más antigua) que trajina durante nueve horas por el país, cargado de decenas de seres que celebran felices y como si nada más importara a un gran poeta, montados en un tren hecho tanto de materia y ejes y vagones como de recuerdos vivos de Pablo Neruda que van avanzando paisaje adentro, hacia el sur profundo que el poeta tanto amó –imagen omnipresente en todo momento, flecha de palabras que dirigía secretamente los destinos del tren–; este recorrido, digo, no sería recibido y esperado con tanta alegría y preparativos, y no lo abordaría un pequeño tumulto ávido de emprender el recorrido por paisajes chilenos que son también la materia viva de la poesía de Neruda.

Aunque cinco días son definitivamente poco tiempo para hablar con sensatez sobre un país, sí es posible rescatar algunas cosas, impresiones, huellas varias sobre las que será algún día preciso volver. Por ejemplo, es posible decir que Santiago alberga, por su tono cosmopolita, su arquitectura, sus colores, no sé qué secreto parecido con Madrid. En gran parte de Chile, me pareció, existe una latente y antigua influencia europea, en el gusto por los vinos, la proliferación de cafés, la sobriedad en el trato, cierta precisión en los modales... Y también me pareció percibir una vaga tristeza que no sabría identificar, que se relaciona tal vez con las heridas aún no cicatrizadas de la dictadura militar, y los costos que tuvieron que pagarse por ella en fragmentaciones y disputas dentro de la sociedad chilena, aún no resueltas del todo ni olvidadas. En fin, todo esto lo percibí apenas con el rabillo del ojo, por así decir, ya que la animación y movimiento de Santiago en las calles céntricas, la visita al bullicioso Café Haití, recientemente célebre en México por razones nada literarias, las librerías con decenas de autores que por acá conocemos poco, el paso por La Moneda, tristemente célebre, con la estatua de Salvador Allende como indeleble recordatorio, todo ello apenas en una tarde, me prepararían tan sólo para empezar a sentir, los días siguientes, el contraste con las ciudades más pequeñas de Chile, donde llegaríamos como parte del viaje: Chillán y Temuco.

Si no realizo un recorrido ordenado por mi memoria de esos días, se debe a que dudo entre cuáles impresiones relatar, entre tantas que me atravesaron en poco tiempo: visitar un país por primera vez, y además conocer, de golpe, a varios creadores también desconocidos hasta ese momento para mí, y además participar en la experiencia de un viaje por tren maratónico, donde se va ahondando en el telúrico paisaje andino chileno mientras se escucha poesía, tanto de Neruda como de decenas de poetas, chilenos y de otros países, constituye una enredada y copiosa madeja vital, un concentrado de emociones, ideas y hallazgos que apenas dos semanas después empiezo a poder discernir y separar con relativa calma en la soledad de la memoria.

Pero antes de que pasen más semanas, quiero revivir algunos bocetos de lo que vi pasar, ciertas impresiones en desorden que no puedo dejar de consignar. Después de mi lectura en el tren, el día 23 de septiembre por la tarde (día en que se conmemora el aniversario de la muerte de Neruda) se me acercó el señor Guillermo Soto y me realizó una especie de entrevista para el Comité Amigos de la Poesía de la Biblioteca Municipal Galo Sepúlveda de Temuco. Recordaré siempre ese simple gesto, y la atención casi devota con la que, en general, escuchaban las diversas lecturas de poesía muchas personas que se habían inscrito al recorrido.

Un viaje de este tipo es una celebración, un carnaval, un caleidoscopio donde suceden muchas cosas a la vez y uno sabe que, aunque se esfuerce, no puede percibirlas todas, escuchar todas las lecturas (tan sólo el tren leyeron alrededor de cincuenta poetas, la mayoría muy jóvenes, miembros de los talleres de poesía "La Sebastiana", de Valparaíso y "La Chacona", de Santiago), atender todas las conversaciones, conocer, en días saturados de emociones y revelaciones, ni siquiera la mitad de lo que se ofrece a la vista y a la imaginación. Pero todos escuchamos, el día 22, en Chillán, las palabras de Gonzalo Rojas, en su discurso de bienvenida y de inauguración de este Tren de la Poesía. Habló de su relación entrañable con la poesía de Neruda, y nos contó que, muy joven, leyó el poema "Galope muerto", de Residencia en la Tierra, y nos confesó: "No entendí nada, para mí era como un balbuceo, pero un balbuceo que fue capaz de encandilarme para siempre". Y encandilada quedé yo con Gonzalo Rojas. Llevaba yo una grabadora, para captar todas sus palabras, pero el esquivo azar me hizo dejarla en el cuarto del hotel, y tal vez fue mejor así. Tal vez por eso, porque debía confiar en mi memoria y en mis apuntes para recordar sus palabras, puedo ahora transcribir su exhortación a la lectura de Neruda, que puede hacerse extensiva aquí y ahora, ayer y mañana: "A los poetas no hay que amarlos, hay que merecerlos", "a los poetas hay que leerlos". No la admiración vacía, sino el acercamiento real. Volver real la poesía , para que deje de ser una colección de huellas de tinta secándose en volúmenes cerrados.

Y más, y más... ver, asistir, a la vivacidad de las conversaciones, encuentros nuevos o reverberación de viejas amistades, de un continente literario poderoso, del que desconocemos gran parte de su derrotero reciente. Estuvieron presentes, cercanos, en esos días densamente literarios y nerudianos, épicos y líricos, poetas y narradores chilenos que leyeron en este Viaje y tejieron las complicidades de vidas dedicadas sin remedio a la escritura (y qué bueno): Verónica Zondek, Jorge del Río, Isabel Gómez, Andrés Morales, Jaime Huenún, Pablo Huirimilla, Marco Massoni, Gregory Cohen, Bernardo Reyes, Edmundo Olivares, Julio Gálvez, Jaime Quezada, Floridor Pérez, Antonio Molina, José Joaquín Burgos. Sin dejar de mencionar a Guillermo Franco, con su insólita exposición fotográfica de las piedras de los acantilados chilenos, los acantilados de Neruda. Si en la confusión olvido a algunos, por favor olviden mi olvido. La algarabía del intercambio de publicaciones, las promesas de futuros proyectos o encuentros, todo se queda como un rumor vivo al que es preciso regresar, sobre todo leyendo los libros que quedaron en esta orilla del viaje, para seguir la recomendación de Gonzalo Rojas, de leer a los poetas para merecerlos.

Y leer a los poetas es, de alguna manera, leer a su país. De Santiago a Parral y Chillán, de Chillán hasta Temuco, pasando por Collipulli y Lautaro, fueron las estaciones de un viaje que para mí, en cierto sentido, apenas se inicia. Y en Temuco, para acabar este recuento de esbozos, como otro de los regalos de este viaje, los semblantes y los espíritus atentos de las alumnas del Liceo Gabriela Mistral, cuya profesora, Eugenia Caamaño Lillo, organiza el Taller Literario Sayenco, que significa "Mujer del agua", donde las alumnas escriben recordando las palabras de Vicente Huidobro: "Que la poesía sea una llave que abra mil puertas".

Mil puertas tiene Chile, algunas de difícil apertura, otras que dan a espacios luminosos, y otras que aún no se han abierto, o cuya llave se ha extraviado. El sarcástico, político, literario y crítico periódico quincenal santiagueño The Clinic, documenta algunas de las dificultades de la llamada (también allá) "transición" chilena, que para algunos ya terminó y para otros, como Rafael Gumuncio, que escribe en él, "ya terminó porque nunca empezó".

Pero más allá de la omnipresente política, el paisaje chileno es todo un universo que, tal vez por su lejanía geográfica, pocos hemos descubierto y reconocido. También a los países, para merecerlos, hay que leerlos. No es suficiente el lugar común, la cita ajena, el recorrido rápido por los principales hechos de la historia reciente. Sé que el paisaje chileno, no sólo la cosmopolita Santiago, sino el "Chile profundo", no está dormido sino que vive en un hondo viaje. Y mis ojos esperan, algún día, volver a transitar por sus ventanas.

 

 
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