Edmundo Olivares.

Extracto del libro:
"Pablo Neruda: Los caminos de Oriente. Tras las huellas del poeta itinerante. (1927-1933)"

Lom Ediciones, 2000.

 

Junio de 1927: El comienzo de un largo viaje

El día 14 de junio de 1927, dos jóvenes chilenos ingresan a la soñolienta estación de trenes de Valparaíso, y dan comienzo a un prolongado viaje por tierra y mar, que los llevará primero a Buenos Aires y luego desde allí a Europa y al Oriente, en una travesía descomunal que habrá de representar para ambos una extraordinaria apertura hacia el azar y lo desconocido.

Los dos viajeros se llaman Pablo Neruda y Álvaro Hinojosa.

Ambos pertenecen a esa notable categoría -nunca muy extensa- de amigos realmente fraternos y entrañables; de esos que llegan a identificarse en lo esencial, en los sueños y en las rebeldías, en lo trivial de cada día, pero también en las comunes aspiraciones de una juventud llena de proyectos e inquietudes.

En los años precedentes, esta amistad se ha consolidado con las frecuentes estadías del poeta en la casa porteña de la familia de Álvaro, estadías que duran a veces unos pocos días, o que bien pueden llegar a un par de meses.

Han sido estos los día en que Neruda ha descubierto la magia dislocada de Valparaíso, su topografía absurda y su derramada vitalidad; días de vagabundaje y descubrimiento, semanas enteras dedicadas a subir y bajar cerros, mirándolo todo, absorbiéndolo todo... adiestrando sus ojos en la contemplación de todas esas cosas materiales y sensoriales que van nutriendo callada y sostenidamente la raíz de su poesía.

Para el poeta, sin embargo, este tiempo de exploraciones cerro arriba y cerro abajo ya ha quedado en el pasado. Ahora, desde este puerto que ha aprendido a amar como si fuese uno de sus hijos más genuinos, desde este puerto de Valparaíso está a punto de salir hacia el mundo, hacia lo desconocido.

Cuando conversan y discuten la mejor manera de viajar -vigilando su dinero, haciendo economías, tomando las decisiones más ventajosas, no dejándose estafar en parte alguna- sienten un pequeño desasosiego que no llega a ser preocupación. Ambos conocen las infaltables pellejerías que provoca la falta de recursos económicos. Ambos han experimentado más de una vez la íntima desdicha que representa para los espíritus sensibles tener sueños demasiado grandes, que nunca llegan a acomodarse en bolsillos que resultan ser siempre -siempre- demasiado pequeños.

Tener recursos suficientes para viajar por el mundo... sin apuros... sin apremios... Este es uno de esos sueños. Pues bien, ahora que Neruda ha conseguido una representación oficial del Gobierno de Chile, nada le parece más natural y mutuamente conveniente que invitar al «experimentado» Álvaro para que lo acompañe en este viaje que promete maravillas.

Sus edades no sobrepasan los 23 ó 24 años, y esto explica su relativo candor y su natural atrevimiento. Cuando algunas semanas atrás Neruda ha recibido en Santiago su flamante pasaporte diplomático, el sueño ha empezado a adquirir una consistente realidad.

Sin embargo, a los ojos de los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores con quienes se entrevista y de quienes recibe sus documentos, el nombramiento que el joven poeta acaba de recibir constituye un dudoso honor y una nada envidiable posición. A decir verdad, el puesto que ha obtenido es ínfimo, y tienen un particular agravante: para tomar posesión de él deberá viajar hasta el otro extremo del mundo. Dos meses de viaje, por lo menos.

Sólo mucho más tarde vendrá el desencanto. Sólo mucho más tarde comprobará Neruda lo que significaba ser «Cónsul de elección u honorarios» en destinaciones como Rangoon o Ceylán, lugares en los que a veces no se registraba movimiento consular en todo un mes... varios meses seguidos, con la consiguiente falta de ingresos para el Cónsul en todo ese período.

Pero al momento de partir, la aventura representa para el poeta una tentación que está más allá de todo cálculo o de toda posible prevención. Y hasta es probable que si una voz amiga hubiese llegado a pintar en ese instante el más negro de los cuadros sobre el destino que le aguardaba, igual hubiese partido, igual hubiese salido a enfrentarse con lo desconocido.

Para Neruda, el ambiente en el suelo patrio le resulta sofocante y -por sobre todo- no le ofrece cosa alguna mejor para elegir, ninguna otra opción que no sea vegetar, abandonarse a la bohemia destructiva que ya ha llevado a la muerte a algunos de sus amigos. O bien, cosa aún peor, someterse a «las duras realidades de la existencia» y enfrentar oficios u ocupaciones que detesta.

El fragmentario conocimiento que posee de Europa y el Oriente, tiene en él un indudable cuño literario, aliñado aquí -en estas remotas lejanías andinas- al gusto y placer personal, con fantasías que tienden a minimizar los riesgos y que multiplican en cambio, sin mayor examen, los posibles beneficios.

En consecuencia, el viajero no pueden dejar de sentirse feliz y libre al partir, y está lleno de energía y buena disposición para adentrarse en este incógnito mundo que le aguarda.

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Pues bien, Neruda ha deseado salir a conocer los caminos del mundo, y helo aquí al comienzo de su gran viaje. El primer tramo terrestre conduce a los amigos desde el puerto de Valparaíso hasta la ciudad de Los Andes, lugar en que se embarcarán en el Ferrocarril Transandino para cruzar la cordillera rumbo a Mendoza.

Desde esta ciudad, con fecha 15 de junio, Neruda envía a su hermana Laura una breve carta en la que anuncia que sale ese mismo día hacia Buenos Aires, en donde deberá embarcarse hacia Europa. Y de acuerdo a las prioridades afectivas, sus recuerdos de esta hora no van para los amigos o amigas que han quedado en la distancia, sino para sus padres:

«Querida Conejita: He llegado sin novedad a Mendoza atravesando la inmensa cordillera. Hoy sigo viaje a Bs. Aires desde donde les escribiré antes de embarcarme en barco Baden el 18. Conejita: dirás a mi padre y mi mamá mi sentimiento de no haber podido darles un abrazo de despedida porque tenía mis pasajes tomados y el Transandino iba a salir de un momento a otro pero pudo correr solamente ayer. Yo tuve verdadero pesar y angustia pero creo que esta separación no será por largo tiempo.» (10)

 

Después de un fatigoso trayecto por tren Mendoza-Buenos Aires, y ya a bordo del «Baden» que los lleva hasta Lisboa en la primera etapa de su gran viaje, sienten que ahora sí, -realmente- inauguran una nueva etapa en sus vidas. Viajan para conocer el mundo. Viajan para que el mundo les conozca.

En el caso de Neruda, el viaje parece algo así como un mandato dictado por otros, una imposición del ambiente; pero es al mismo tiempo la realización de un íntimo deseo, una necesaria evasión. Para los artistas y escritores de esa época nada parecía más necesario que un viaje al exterior -a Europa en general, a París en especial- en busca de ese «algo» que haría detonar al inmenso talento que cada cual llevaba escondido en su pobre maleta de pasajero de segunda o tercera clase.

En Chile, sucesivos gobiernos habían estado por muchos años ayudando a formar y reforzar esta creencia, al «Comisionar» en el exterior a jóvenes promesas de la pintura o la escultura, asignándoles los recursos necesarios para vivir y estudiar de preferencia en Francia, o en Italia.

Para los pintores y escultores existían desde mucho tiempo atrás los canales apropiados. Había Academias y maestros importados, que podían detectar los talentos nativos en temprana ebullición, y recomendarlos para que dieran el gran salto hacia Europa y hacia la fama.

En una nómina publicada en 1930 figuran como «pensionados en Europa» los siguientes artistas: Tótila Albert, Luis Vargas Rozas, Julio Vásquez, Camilo Mori, Isaías Cabezón, Jorge Madge, Julio Ortíz de Zárate, Armando Lira, Rafael Silva de la Cuadra, Graciela Aranís, Héctor Banderas, René Meza Campbell, Laura Rodig, Inés Puyó y otros. En el caso de los escritores era algo diferente. A decir verdad, para los hombres de letras las cosas han sido siempre un tanto más difíciles. Más complicadas y menos generosas. Pero aun así -con o sin ayuda oficial- los escritores, los novelistas, los poetas, también se iban al exterior.

Entre 1900 y 1925 se marchan los que pueden, los más locos, los más osados, los más inconformistas. Algunos son de familias adineradas, como Joaquín Edwards Bello, que no soporta los ocios distinguidos y los ejemplos decadentes de su clase y se marcha -hastiado de todo- para vivir pintorescos y sabrosos episodios, primero en Brasil y luego en Francia y España.

Otros escritores, como Augusto D'Halmar, se convierten en errantes peregrinos, viajeros compulsivos que no saben o no quieren detenerse, siguiendo el exótico influjo de la literatura de Joseph Conrad, Pierre Loti y otros como ellos, eternos enamorados de los sutiles misterios del Oriente.

Y por supuesto que viajan, obligatoriamente, los escritores que sin París no podrían vivir, -Alberto Rojas Jiménez, entre otros- siendo a este respecto, el más conspicuo, el más adinerado y también el más famoso ese gran señor poeta llamado Vicente Huidobro.

Muy tempranamente Huidobro se ha dado a sí mismo la misión de hacer triunfar su poesía en París, y para intentarlo -o conquistarlo , palabra esta que cuadra mejor con su temperamento- no ha necesitado pedir nada a nadie. Talento y dinero han formado siempre una excelente combinación para abrir todas las puertas y para la época en que Neruda se apresta a dar una brevísima y casi ignorada pasada por la Ciudad Luz, Huidobro ya es dueño de París, convertido en figura destacada de la vanguardia poética.

Convendrá precisar aquí que entre Huidobro y Neruda mediaba una diferencia de 11 años, ya que Huidobro nace en 1893 y Neruda en 1904. Mucho mayores eran sin embargo las diferencias de temperamento, de intencionalidad poética, de postura vital que separaban a ambos poetas. Todo ello, sazonado y realzado con un inevitable distanciamiento social, con ese clasismo que en Chile ha reemplazado siempre con singular eficacia al racismo.

Andando los años, Huidobro y Neruda llegarían a ser algo así como enemigos profesionales, gladiadores de la palabra escrita, situados de tal manera ante los ojos del público que no podían dejar de actuar como tales, empujados muchas veces por sus propios partidarios (numerosos y entusiastas en cada lado) a entrar periódicamente en combate; obligados a mantener activo el intercambio de dimes y diretes. No habían nacido para ser enemigos los dos grandes poetas pero, cosa curiosa: los propios amigos habrían de contribuir grandemente a que surgieran esos dos bloques antagónicos y poco menos que fanatizados: los Huidobrianos y los Nerudianos.

Vicente Huidobro, es el «afrancesado», y lúdico poeta de chispeante inventiva y mágica retórica, cuyo camino habrá de cruzarse más adelante con el de Neruda en tierras de España y Francia, no siempre en las mejores circunstancias. No siempre bajo los cielos más favorables.

 

 
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