Por Matilde Neruda

En Capri nos Casa la Luna

Llegamos a esta hermosa isla en la noche, todo era misterioso para nosotros, sus calles estrechas, peatonales. La llegada a la plaza nos hizo exclamar al unísono: "¡Qué belleza!" Esta plaza parecía un escenario para representar una obra con ambiente mágico. Vamos viendo todo con avidez, con asombro. Seguimos caminando, tenemos prisa, nos espera nuestra casa, por fin tenemos casa y esto, que es tan simple para todo el mundo, para nosotros es una victoria, la hemos conseguido después de tantas batallas, hemos acariciado este sueño tantos años y ahora está aquí, delante de nosotros, y su puerta se abre y una cara bondadosa y amable nos da la bienvenida en italiano.

Pablo, con toda naturalidad, me toma en brazos y entra, me deposita al lado de una mesa en la que hay un hermoso ramo de flores con una tarjeta grande que dice: "Para Matilde, homenaje de Erwin Cerio."

En este momento mi corazón late con fuerza. El hombre más amado y más admirado por mí me hace entrar en sus brazos, soy su novia, su esposa. Tengo delante mío el homenaje del gran escritor y patriarca de Capri, Erwin Cerio. En este momento, yo me siento una pequeñita chillaneja provinciana que comienza a romper el cascarón.

Pasamos al living y un grito sale de nuestros labios al unísono, hay una gran chiminea con un hermoso fuego que chisporrotea alegría. Junto a él, Erwin Cerio, todo vestido de blanco, alto, hermoso.

Pablo en sus memorias, hablando de esta llegada, dice de Cerio: "En la penumbra se alzaba como la imagen del taita Dios de los cuentos infantiles." Todo esto es como un hermoso sueño, estamos allí, abrazados, mirándonos sin decir nada. Cerio, riendo, se acercó a nosotros, nos tomó las manos dándonos la bienvenida, "están en su casa", nos dijo. Era una frase convencional, pero para nosotros tenía un significado inmenso. Estábamos en nuestra casa, realizábamos un sueño tanto tiempo acariciado, lo debemos haber mirado con una gratitud inmensa, él, siempre riendo, nos abrazó y se fue.

Amelia nos mira entre sorprendida y divertida. Le damos las gracias por habernos esperado. Era la empleada de la hija de Cerio que estaba de viaje y en esos días vendría a acompañarnos. Todo había sido preparado para hacernos la vida fácil y agradable. Nosotros lo único que queríamos era estar solos, y con nuestro escaso vocabulario italiano nos costó mucho hacer entender a Amelia que yo serviría la cena, que podía retirarse. Con su cara llena de risa, nos dijo: Io me ne vado, y se fue.

Por fin solos y en nuestra casa. Nuestra primera comida en ella, nuestra primera noche en ella. Sería tonto describirla, jamás llegaría a encontrar las palabras para dar la mínima idea de lo que fue. Solamente diré de aquella y de aquella noche: ¡qué fiesta!

Al día siguiente, dormida todavía, comienzo a oir unos pequeños golpecitos en la puerta y una voz, también suave, que me habla en italiano, a la que no entiendo nada. Hago un gran esfuerzo para despertar. Era nuestra Amelia, venía con unamese de panecitos humeantes que había hecho ella misma, y con un café que olía a gloria. Le dí las gracias. ¿Qué hacer? Había que levantarse. ¿Cómo podíamos dormir cuando Capri nos esperaba? ¿Cómo sería de día? Riendo, no sé por qué, nos sentábamos a desayunar en esa mesa en que nada faltaba. La alegría desbordaba, nuestro perro correteaba por la casa, él también se sentía dichoso de tener espacio y jardín. Abrimos las ventanas, al fondo teníamos una pequeña terraza, abajo un bosque, y, muy a lo lejos, las rocas de la Marina Piccola, una playa. Íbamos de sorpresa en sorpresa, esta casa era un paraíso. Bajamos al bosque lleno de musgo, de pasto que, por suerte, nadie cuidaba y todo crecía en él con libertad.

Hacía frío, pronto subimos a abrigarnos para salir a conocer el pueblo.

Nos fuimos caminando, no había otro medio, sus calles muy estrechas tenían un encanto especial, las casas, como incrustadas en ellas; sólo veíamos unas pequeñas tapias de piedra, sin fachadas ostentosas, las grandes casas estaban más allá de esas murallas.

Son nuestros primeros días en Capri, había tanto que ver, tanto que admirar. Tuvimos que aprender a vivir en una isla, todo era diferente.

Este Capri, con esta quietud de invierno, no tiene nada que ver con el Capri lleno de turistas del verano. Ahora había quietud. Comenzamos a conocer a la gente que allí vivía permanentemente, gentes sencillas, confiadas, con deseos de ayudarnos.

Nos fuimos a la plaza, la noche anterior nos había parecido un gran escenario, nos seguía pareciendo lo mismo rodeada de cafés, toda llena de sillas y mesitas; varias calles salen de sus costados irregulares. Son tan pequeñas que casi no se notan y, como lo principal que atrae la vista, una iglesia pequeña, antigua, bella; a su costado, una gran escalinata: es una calle...

...Un día, Pablo me dijo: " en unos días más, cuando la luna esté llena, quiero que nos casemos, porque va a nacer un hijo y debemos estar casados. Haremos una fiesta y nos casará la luna, hoy mandaré a hacer el anillo que usted llevará toda la vida." En Capri había un viejo joyero que nos hizo mi anillo, donde se lee: "Capri, 3 de mayo, 1952, Su Capitán."...

...Cuando todo estuvo preparado, llegó el día elegido para nuestra ceremonia. Muy tempreno brindamos con Amelia y le dimos la tarde libre, necesitábamos estar solos. Pablo tenía todo preparado para hacer la decoración de la casa, yo me fuí a la cocina, le hice un pato a l'orange y muchos platitos pequeños de pescados en diversas salsas y camarones de varias maneras.

....Miré esos muros llenos de flores, de ramas, y en todas partes se leía Matilde, te amo , o Te amo, Matilde, con letras grandes, recortadas en papeles de todos colores. Nos abrazamos largamente. Salimos a la terraza. Una luna llena, brillante, había acudido a nuestra cita.

Allí , en la terraza, temblorosa de emoción, vestida con mi traje verde que daba luces, sentí que esa luz de luna no era fría, había algo alrededor nuestro, un embrujo extraño. Allí, Pablo, muy serio, sin un asomo de broma, le pidió a la luna que nos casara. Le contó que no podíamos casarnos en la tierra, pero que ella, la musa de todos los poetas enamorados, nos casaría en ese momento, y que este matrimonio lo respetaríamos como el más sagrado. Tomó mi mano y me puso el anillo. Pablo me aseguró que la gran boca de la luna en ese momento se movía. Estaba dándonos su bendición, de eso estábamos bien seguros. Ya estábamos casados, nos besamos largo, largo, y después, tomados de la mano, desfilamos por toda la casa cantando el himno nupcial de Lohengrin, el que me traía recuerdos del coro Municipal, donde había cantado para ganarme unos pesos cuando era alumna del conservatorio.

De "Mi Vida Junto a Pablo Neruda (Memorias)", Matilde Neruda, Ed. Seix Barral, Tercera Ed., septiembre 1987.

 
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