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XX
BERNARDO O'HIGGINS
RIQUELME (1810)
O´HIGGINS,
para celebrarte
a media
luz hay que alumbrar la sala.
A media
luz del sur en otoño
con temblor
infinito de álamos.
Eres Chile, entre patriarca y huaso,
eres un
poncho de provincia, un niño
que no
sabe su nombre todavía,
un niño
férreo y tímido en la escuela,
un jovencito
triste de provincia.
En Santiago
te sientes mal, te miran
el trajé
negro que te queda largo,
y al cruzarte
la banda, la bandera
de la patria
que nos hiciste,
tenía olor
de yuyo matutino
para tu
pecho de estatua campestre.
Joven, tu profesor Invierno
te acostumbró a la lluvia
y en la Universidad de las calles de Londres,
la niebla y la pobreza te otorgaron sus títulos
y un elegante pobre, errante incendio
de nuestra libertad,
te dio consejos de águila prudente
y te embarcó en la Historia.
"Cómo se llama usted?", reían
los "caballeros"
de Santiago:
hijo de
amor, de una noche de invierno,
tu condición
de abandonado
te construyó
con argamasa agreste,
con seriedad
de casa o de madera
trabajada
en su Sur, definitiva.
Todo lo
cambia el tiempo, todo menos
tu rostro.
Eres, O'Higgins, reloj invariable
con una
sola hora en tu cándida esfera:
la hora
de Chile, el único minuto
que permanece
en el horario rojo
de la dignidad
combatiente.
Así estarás igual entre
los muebles
de palisandro y las hijas de Santiago,
que rodeado en Rancagua por la muerte y
la
pólvora.
Eres el mismo sólido retrato
de quien
no tiene padre sino patria,
de quien
no tiene novia sino aquella
tierra
con azahares
que te
conquistará la artillería.
Te veo en el Perú escribiendo cartas.
No hay
desterrado igual, mayor exilio.
Es toda
la provincia desterrada.
Chile se iluminó como un salón
cuando
no estabas. En derroche,
un rigodón
de ricos substituye
tu disciplina
de soldado ascético,
y la patria
ganada por tu sangre
sin ti
fue gobernada como un baile
que mira
el pueblo hambriento desde fuera.
Ya no podías entrar en la fiesta
con sudor,
sangre y polvo de Rancagua.
Hubiera
sido de mal tono
para los
caballeros capitales.
Hubiera
entrado contigo el camino,
un olor
de sudor y de caballos,
el olor
de la patria en primavera.
No podías estar en este baile.
Tu fiesta
fue un castillo de explosiones.
Tu baile
desgreñado es la contienda.
Tu fin
de fiesta fue la sacudida
de la derrota,
el porvenir aciago
hacia Mendoza,
con la patria en brazos.
Ahora mira en el mapa hacia abajo,
hacia el
delgado cinturón de Chile
y coloca
en la nieve soldaditos,
jóvenes
pensativos en la arena,
zapadores
que brillan y se apagan.
Cierra los ojos, duerme,
sueña un poco,
tu único sueño, el único que vuelve
hacia tu corazón: una bandera
de tres colores en el Sur, cayendo
la lluvia, el sol rural sobre tu tierra,
los disparos del pueblo en rebeldía
y dos o tres palabras tuyas cuando
fueran estrictamente necesarias.
Si sueñas, hoy tu sueño está cumplido.
Suéñalo, por lo menos, en la tumba.
No sepas nada más porque, como antes,
después de las batallas victoriosas,
bailan los señoritos en palacio
y el mismo rostro hambriento
mira desde la sombra de las calles.
Pero hemos heredado tu
firmeza,
tu inalterable corazón callado,
tu indestructible posición paterna,
y tú, entre la avalancha cegadora
de húsares del pasado, entre los ágiles
uniformes azules y dorados,
estás hoy con nosotros, eres nuestro,
padre del pueblo, inmutable soldado.
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