Diagnóstico de la Nueva Poesía Chilena

por Ricardo Latcham

La nueva poesía chilena, donde aún se acogen algunos poetas del pasadismo, no tiene aún su diagnóstico crítico. La geografía lírica está por hacerse. Mariano Latorre acometió la difícil labor de precisar el sentido de los grandes líricos del, pasado y alcanzó hasta muchos de los jóvenes con relativa felicidad.  Las antologías no abundan y sus censores se detienen más en lo menudo y precario que en primordiales intentos de evaluarla.  Rubén Azocar ha editado recientemente un volumen -La poesía chilena moderna- donde abunda el material que puntillosos críticos no han podido ordenar.  No se define todavía el contenido emocional del ardoroso intento de la metáfora, tan resistido por los resentidos y periclitantes augures chilenos.

Precisa confesar que la tarea es ardua.  La generación joven no tiene, como en Argentina o Méjico, directores espirituales de recia cultura.  El caso de un Jorge Luis Borges, crítico a la vez que creador, y del ponderado Torres Bodet, no abundan en este país austral.

Como centros de revolución renovadora habría que recordar a tres nombres decisivos: la Mistral, que precipita la lírica chilena por cauces de insospechada hondura; el de Vicente Huidobro, triunfador en Europa y representante del creacionismo, cuya paternidad compartió en París con Pierre Reverdy, el autor de Les ardoises du toit; y, por último, Pablo Neruda, cuya madurez anímica le entrega fórmulas de un fuerte sentido sexual en la actualidad.

En estos tres índices se contiene cuánto después significa en Chile un desarrollo de la personalidad poética.  No abunda aquí el buceo en el romancero o en Góngora que enciende las imágenes de un Guillén, de un Alberti, de un García Lorca o de un Borges.

La Mistral es una mística tremenda, que se mete con Dios y exalta voces mesiánicas.  El incienso se mezcla en su verso con el contenido -ardor sexual.  Su misticismo es de la tierra norteña, donde la poesía chilena ha levantado nombres de un grueso contenido emocional: Carlos Mondaca, Manuel Magallanes Moure y la autora de Desolación.

Esta mujer violenta y apasionada introduce en las letras chilenas una desesperación que vanamente quieren alcanzar mediocres discípulas.  La retórica ha tratado de henchir los cantos de María Monvel, de María Rosa González y de Winnét de Rokha.  Esta última, sin embargo, supera el tono habitual de la poesía femenina en Formas del sueño.  Este pequeño cuadernillo de desvelos indica un positivo valor.  Rumores sordos, trepidaciones turbulentas, signos extraños de emoción, revelan su inquietud desorbitado.  También más sanidad, más femineidad, sin el doloroso extravío lesbiano a que son propensas otras escritoras.

Vicente Huidobro, hoy renovado en Mío Cid Campeador y Altazor, trae a Chile voces escandalosas de renovación, ideas políticas arbitrarias, poses desagradables al burgués, y una mezcla audaz de su creacionismo estético y de su dandysmo donjuanista.  Huidobro es el "viento contrario" que provoca incendios y arrasa huertos recoletos.  Su imaginación se vacía en cien formas atrevidas, en mil metáforas gigantes, en virulentas arbitrariedades, que después remansan en una la belleza de algunas páginas de Mío Cid Campeador.  El nacimiento del Cid y el capítulo sobre Ximena son páginas de poesía más que de prosa. Huidobro tiene un don formidable de poetizar las cosas y prende fogatas fantásticas con su estilo personalísimo. Crear un poema como la naturaleza crea un árbol era el lema del creacionismo.  Su Viernes de pasión y su Molino de esa época lo revelaban ya como una esperanza espléndida en la literatura chilena.  Más tarde entrega su canto a los más diversos vientos y lanza el corazón a un juego desenfrenado en que la pose y el efectismo estallan estruendosamente.  Pero el Huidobro poeta subsiste y en medio de sus corbetas juglaristas maduran las metáforas y se prodigan los ricos ritmos secretos de un alma febril.

Huidobro hizo en Chile muchos cenáculos y se rodeó de una muchedumbre de artistas; pero su influencia es efectista, no formal.  No tiene discípulos y el carácter libérrimo de su genialidad no permite tamaño milagro.  Su mérito principal es haber reaccionado contra la gravedad criolla.  El influjo suyo contribuía en Santiago a derribar prejuicios y a cubrir con un sudario mortal a los menguados defensores de la retórica antigua.  En sus postreras tentativas literarias, Huidobro sigue revelando un temperamento vibrátil y sabio en la captación de las corrientes actuales de, la sensibilidad.  En ese sentido su Hazaña del Cid Campeador es un atrevido asalto a la novela, que se quedó a medio camino.

Pablo Neruda es el verdadero profeta, desde 1923 hasta hoy, en el escueto campo del lirismo nacional.  Su nombre significaba una bandera de combate; a su sombra se adscribían los entusiastas de la renovación; a su condena consagraba el pasado páginas arbitrarias.  En Crepusculario tuvieron la Biblia por mucho tiempo algunos discípulos desdeñosos y olímpicos de cuanto oliera a pasadismo.  Pero el maestro era muy superior al menguado cotarro y su estampa se agigantaba cada vez, mientras los otros achicaban sus siluetas.  Crepusculario es un libro que contiene versos de 1919.  Son versos estupendos, limpios de influencia achicadora; pero dotados de una virtud cordial y persuasiva.  Nadie quizá, en el último tiempo, ha entrañado por tal modo la genuina virtud poética como Neruda.  Sus cantos eran saetas y dardos que se clavaban en el paisaje, en la naturaleza austral y en el corazón de la tierra.  Una arteria cósmica los alentaba.  Un estremecimiento creador vibraba en ellos.

Neruda, como Góngora y como Garcilaso, como todos los grandes poetas, supo ver el paisaje y obtiene de él, en correspondencia, esa sublime interpretación lírica de los Aromos rubios en los Campos de Loncoche:

La pata gris del Malo pisó estas pardas tierras
hirió estos dulces surcos, movió estos curvos montes,
rasguñó las llanuras guardadas por la hilera
rural de las derechas alamedas bifrontes.

El verso de Neruda, acuñado con perfección clásica en Crepusculario, evoluciona en Veinte poemas de amor y una canción desesperada, donde por vez primera en las letras de Chile se formula una invitación al sueño.  La estética de Neruda se precisaba, por aquel tiempo, en una definición de la poesía de Paul Valéry, que hizo suya: La poesía es una vacilación entre el sentido y el sonido.  Y eso constituyen sus Veinte poemas, tan frescos, tan unánimes de cordialismo.  Los impregna una belleza serena y naturalista, que saca su valor de una deslumbrante visión cósmica.

Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

Más tarde, Neruda publica la Tentativa del hombre infinito, donde trabaja desesperada, agónicamente, con las sombras, y se estrella con paredes de resistencia.  El mundo de la metáfora madura, el dominio de la luz se escabulle y el poeta se desbarranca por laderas pobladas de niebla.

El espigador de belleza siempre obtiene éxito y nunca lo desasiste el certero instinto y la sensibilidad afina-da hasta lo enfermizo.  Por último, Neruda se ausenta de Chile y en climas muelles y tropicales, entre blanduras de molicie y sensualismo de seda, se arranca definitivamente para lo erótico.  Son extrañas y grandiosas sus fugas por el laberinto de lo sexual.  Por la hora en que la siesta sube como marea dominadora y absorbente en Ceylán o en Indochina, el poeta siente visitas y sobresaltos como el morboso Lawrence trata de huir de si mismo en Méjico o en Australia.  El dardo poético tantea en la sombra y trata de herir al trasgo maligno...

Resultado de tal desesperación y de tal tedio: el matrimonio del artista y su anuncio de un libro nuevo en que danzará su sobresalto: Residencia en la tierra.

Muchos dicen: después de Neruda... el diluvio... Ninguno de sus discípulos lo alcanza en cultura, en inquietud, en constante y alerta espíritu de renovación.  Sólo Tomás Lago llega a una comunión cordial con su estética en Anillos, libro de colaboración en que destella un talento poderoso y deshumanizado.  Lago es el verdadero deshumanizado, que evoca la ayuda del subconsciente, de las ciegas y confusas fuerzas de lo desconocido.  En Anillos y en La mano de Sebastián Gainza deslumbra este poeta con bellísimas páginas de una depurada emoción.  Neruda decía: Me limitan en vano mis sentidos - dulces flores que se abren en el viento -. Lago ha extremado esa limitación que es como un imperioso mandato artístico.  Su poesía llega a aniquilarse en busca de escondida belleza que detienen obscuros e implacables designios.  La prosa poética de Lago es como la mejor poesía.  Tiene un agraz encanto y en su eco hay sugestiones abscónditas de armonía. Rubén Azócar es otro de los influídos por Neruda y el verdadero codificador de la inquietud novísima de Chile.  Azócar se estrenó desgraciadamente en Las puertas, versos flojos y de poco sentido.  Más tarde, busca inspiración en el amor y en las islas, que le entregan finísimas sugestiones.  El mar le aclara su enigma y los campanarios de Chiloé, isla en que busca el amor, danle una parte de su centenario secreto:

Cuatro flechas clavadas hacia el corazón del viento son las campanas de la iglesia estristecidas.

Al lado de Azócar se encuentra Alberto Rojas Jiménez, poeta errabundo y desganado que pasea un gesto cansado por el Viejo Mundo y saca melodías de ana Carta Océano en que hay el sabor capitoso y animador del trópico.  Rojas Jiménez, poeta fino y muy influído por los franceses, de ahora, se disuelve en abulia y nunca colecta sus cantos ocasionales.

De la capilla de Neruda -llamémosla así- salen Humberto Díaz Casanueva y Rosamel del Valle.  Díaz Casanueva es un poeta oscuro, que se mete en el más remoto sentido de las cosas y no desea revelar su mensaje a los burgueses.  En Vigilia Por dentro reune su producción última.  En Serenata del hielo, Temor y otros sugestivos poemas revela algo de su corazón peregrino.  Sus poemas son para minorías selectas, para claustros propicios y no tendrán nunca el sufragio del pueblo.  Rosamel del Valle es un curioso soberano. Tiene el cetro de un País blanco negro, donde hay habitantes arbitrarios y se oyen voces y sonidos de un misterioso confín.  Fina sensibilidad la suya y por eso le auguramos un próspero porvenir de creación.  Como último señero de Neruda podría indicarse a Gerardo Seguel, poeta y pedagogo, que en El hombre de otoño y 2 Campanarios a la orilla del cielo significa su admiración a la fórmula nerudiana.

Más tarde -dice su crítico Azócar- libérase de tal maestro y las velas de su navío interior son empujadas por un viento libre de influjos.  Tales son los principales poetas verdaderamente deshumanizados.  Tales son los significativos líricos que, entre 1923 y 1927, fueron a la vanguardia de la poesía chilena.  Todos ellos se agruparon en torno a Neruda y ninguno dió una superación al artífice del extraño Ritual de mis piernas.  De esa capilla partieron más tarde por caminos contradictorios; pero parece unirlos una común y perenne admiración al gran Pablo, que como el Apóstol, recibió el rayo de la gracia, pero de la genuina y poética gracia que muy pocos alcanzan.

El misticismo tiene en la literatura chilena todo un pasado de magnificenciaEl norte, sobre todo, es propicio a tal clima poético.  En el norte hay una supervivencia colonial.  La Serena yergue diez v ocho iglesias y es una Córdoba sin universidad.  En esa semitropical región coquimbana nacen los cantores de lo místico, que suelen contuberniar tal propensión con violentas exaltaciones pasionales.  De tal juego entre lo religioso y lo amatorio está hecha la manera de Carlos Mondaca, de Gabriela Mistral, de Augusto Winter, de Vicuña Cifuentes y de varios pobladores de los parnasos nacionales.  Con posterioridad a ellos el misticismo, salvo el de la acción que se subleva en Pablo de Rokha, alimentador de la revista Dínamo, se refugia en un eclesiástico fino y sensitivo: Francisco Donoso.  Este poeta hereda el acento de la mística eclesiástica que tuvo Luis Felipe Contardo, feliz autor de Cantos del camino.  Donoso es el extraño paradigma de un presbítero renovado, alerta a la sensibilidad de hoy.  Sus versos evolucionan desde un rígido parnasianismo bebido en Guillermo Valencia, y desde un becquerianismo juvenil, hasta un delicado y actual misticismo, que no se asusta de asomar por los puertos del mundo y por las fronteras de la pasión humana.  Su Noche marinera y su Madrugada campesina señalan una devoción firme, un sentido naturalista algo rígido, a veces.: pero siempre dotado de encanto.  Donoso no llega al grito como la Mistral o Mondaca. Su canto se detiene en un remanso católico, en una contemplación dulcemente eclesiástica en que el alma va en la última canción del marinero.

Angel Cruchaga Santa María es otro místico que hoy se recluye en la ciudad invisible de sus desvelos.  Comienza su carrera con Las manos juntas (1915; prosigue, cantando a Job; y en La ciudad invisible (1929) se divorcia violentamente de la crítica oficial.  En Job, decía:

¡Santo del muladar, lepra que canta
hacia los siglos como un bosque eterno!

Es un poema místico en diez y ocho cantos en que exalta a todas las cosas con una intención cristiana.  Lo grande y lo chico, lo humilde y lo eucarístico son contemplados con cierta gravedad que denota no poco de influencia bíblica.

Los libros de Cruchaga causaban la indignación más atroz en el recoleto ambiente santiaguino.  Los católicos lo hallaban teósofo; los clásicos y los supervivientes del parnasianismo se irritaban ante tal acento novedoso y libertario.  Cruchaga siguió evolucionando y siempre tuvo la propensión cósmica.  No lo acompaña su cultura y por eso es desigual.  Sin embargo, representa no poco de avance en la poesía chilena.  En sus últimos poemas se ha estilizado de tal modo y reitera tanto sus tópicos, que llega a sugerir un cansancio prematuro.  Se ha prodigado no poco; pero del total de su obra salen diamantes de límpida emoción y un carácter religioso contrario al escéptico y cansado acento criollo.

El misticismo poético chileno, que no debe confundirse con la melosa y descastada poesía eclesiástica, no tiene hoy sino dos poetas: Cruchaga y Francisco Donoso.  Ellos son los supervivientes de ese generoso impulso hacia lo eterno, de esa busca de Dios, en que han quemado sus. mejores energías los grandes líricos de la otra generación: Mondaca y la Mistral.

Aislada y excelente hallamos la poesía de Manuel Rojas.  Su Tonada del transeúnte es un rincón sano de la poesía moderna.  Rojas exalta valores físicos, fuerzas nuevas y enérgicas, que nada tienen que ver con ese post romanticismo del desconsuelo y del fracaso a que son tan inclinados los jóvenes.  Rojas busca la naturaleza y se hace uno con ella.  Es la naturaleza misma hecha canto.  La. hombría y la reciedumbre son la tónica vital de Rojas.

Aire, sol, luz, vitalismo forman el consuelo Poético de Rojas:

El sol dora la cimbra donde Matilde alza su cuerpo frutal...
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Manzana apretada y caliente, zumba en el espacio.
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Rojas, que también es un excelente narrador, ha sabido conciliar el modular eterno de la poesía, esa fuerza vital que la hace inconfundible donde quiera que esté, con una modernidad razonable y rítmica.

El llamado vanguardismo tiene en Chile, como -f"-odo ismo, el inconveniente iconoclasta de exaltar a mucha medianía, que derriban todo altar por el solo hecho de verlo iluminado.

Con posterioridad a los nombres barajados en este diagnóstico sumario de la poesía chilena, tan sólo uno que otro libro anémico indican que hay poesía en la dilatada tierra austral.  El mar, que comenzó a descubrir en Chile el finísimo escritor Raimundo Echeverría Larrazával, de origen vasco marítimo, produjo una especie de embriaguez ardiente en un lote de jóvenes líricos.  Echeverría Larrazával tenía el don musical, el sentido de la imagen precisa y la originalidad de ser el primer vate marítimo en una tierra de marinos.  Salvador Reyes, en Barco ebrio, comenzó un fervor marinero que se malogra en su reciente libro Las mareas del sur, donde todos los manidos tópicos del océano se revuelven como una cocktelera de influjos divergentes.

El sentido marino de un Rimbaud, de un Brauauier, de un Salvat Papasseit, ha denegado a estos jóvenes "pasticheros".  Su poesía y su prosa se nutren de una literatura mediocre de aventuras y de precarios paseos por las playas del sur de Chile.  Reyes comenzó con felicidad su intento; pero se quedó en el tópico.  Nunca avanzó a una concreción.  En sus verso, hay una verdadera factoría de calcos y una tono pegadizo, aprendido, que no convence.  Luis Enrique Délano, el más tónico de esos poetas, ha renovado últimamente esa intención comunicativa con el océano y ha sacado espléndidos y diáfanos ecos de poesía en cantos como Chiloé y Abandono.  Una auténtica sensibilidad imprime s-a cara en estos aciertos, "en esta canción de ahora, que desde tanto tiempo quería romper mi alma, hacia un pasado muerto".

Neftalí Agrella, Orestes Plath y Jacobo Danke tratan de dar interés a tan desacreditada poesía.  Todos suelen animar alguna canción y su eco queda devuelto con resonancia de acierto en más de una ocasión.  Muy jóvenes todavía, no hallan la expresión verdadera de, sus torturas.

En el curioso libro de Azócar que guía este comentario, quedan por ahí cuatro poetas, extraviados como tribus dispersas de una gran comunidad: Juan Marín, que busca en el aire, como aviador y poeta a la vez, un poderoso acento que vitalice a la raquítica musa juvenil; Roberto Mezu Fuertes, artista un tiempo rezagado que intenta dinamizarse en una inmersión gongorista; Joaquín Cifuentes Sepúlveda, cuyo Adolescente sensual entrega el misterio de una ardiente sexualidad y de un puro emocionario lírico; y Armando Ulloa, muerto prematuramente como Cifuentes.  Todos son interesantes; pero no tienen mayor fuerza creacionista, salvo Cifuentes que revela un fino sentido depurativo en sus últimos días.

Llegamos ahora al Kindergarten poético.  Muévense allí pequeñas y díscolas familias de diablillos traviesos y ágiles.  Levantan un vocerío que suele perturbar y desazonar a los críticos, cuyas censuras son pronto reprobadas con pedreas sonorísimas.  Pero también hay talento y emoción en este pequeño y alborotador coto de belleza.  Cuatro nombres quizá son los que destacan su prometedor signo: Clemente Andrade Marchant, inventor del runrunismo, simpática travesura poética que lanzó en su livianísimo libro Un montón de pájaros de humo; Raúl Cuevas, que empieza a hallarse a sí mismo en sus bellos poemas Días y noches; Augusto Santelices, fresco y original en su fiesta de imágenes de El agua en sombra; y el deportivo y jovial Julio Barrenechea, con el zumbador Mitin de las mariposas.

Los jóvenes persisten en el amor y precipitan un desengaño ficticio y cerebral. Invocan amadas de sombra, ojeras astrales, pestañas nocturnas, etc.  Tienen tópicos y se desenvuelven en un recatado mundo imaginífero.

De todos ellos no parece palpitar un poeta que resuma un momento y de una consagración a tanto anhelo disperso y a tanta desazón soñadora.

Como diagnóstico razonable de la nueva poesía chilena, cuyo signo vese claramente en la antología de Rubén Azócar, podríamos formular su tendencia genérica a lo melancólico, una falta de salud tremenda, una anemia mística que se acentúa cada vez más; y una pérdida del sentido de la naturaleza tan fuerte antes en Jorge González, en Max Jara, en Pedro Prado y en otros líricos.

El ámbito cultural de los nuevos poetas es muy reducido y por eso es fácil señalar el rumbo de las imágenes, más externas que interiores, como lo son, por ejemplo, las de un García Lorca o de un Borges.  El humanismo de estos poetas es el mejor lazarillo por el mundo del subconsciente artístico.  En Chile, por desdeñarse mucho entre los nuevos el estudio severo, se puede percibir tal vacío anímico de su producción.

Con todas sus equivocaciones, la lírica actual de este país, por su pugna contra la rutina y su salud de entidad arbitraria, tiene un sitio interesante; pero no preponderante en la literatura sud americana.  Siguen, ahora, como en 1923, siendo los grandes índices de la emoción chilena, una Mistral, con su cristianismo medular y cósmico; Huidobro, con su creacionismo y su feria de imágenes; y Neruda, con su poderoso don metafórico que limitan unos avizores v finísimos sentidos.

Santiago, 1931

RICARDO A. LATCHAM

en: revista Sur. Buenos Aires: ¿?, n° 4, 1931.


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