Ezra
Pound y Neruda
por
José Miguel Ibáñez Langlois
Si,
en la constelación de la poesía contemporánea, buscáramos los
polos opuestos, es decir, a los dos grandes creadores que más
distan y más abruptamente divergen entre sí, yo no vacilaría
en señalar los nombres de Pound y Neruda. El caso permite ahondar
en la significación global de uno y otro, cuyas grandezas y
límites componen un juego perfecto de simetría inversa. Juego
microcósmico que, en su interior complejidad y en su vasta trascendencia,
encierra como un bosquejo toda la pluralidad de la poesía y
del mundo contemporáneo.
Idaho
y Parral de comienzos de siglo pueden ser lugares no tan distintos
como puntos de partida para una odisea poética. Pero Pound,
el hijo de Idaho, huye pronto de la barbarie y la marginalidad
de su tierra, y acude a Londres, París, Rapallo, en busca de
la quintaesencia europea y de las fuentes de una tradición milenaria,
que lo seduce y arrastra cada vez más lejos en la investigación
de las culturas arcaicas de Oriente y Occidente. En cambio,
el hijo de Parral confirma su fidelidad telúrica y provinciana
entre las lluvias australes de Temuco y la dudosa bohemia santiaguina;
y llegado el momento de partir, lo hace al Lejano Oriente: no
a la cuna milenaria del espíritu, sino al submundo asiático
de las masas anónimas y de las desintegraciones vegetales. La
inspiración que Pound bebe en la edad dorada de las civilizaciones
antiguas, la absorbe Neruda de la propia naturaleza en su veta
más oscura y genital.
No
es extraño, entonces, que Pound sea a Neruda como la historia
a la geografía, como la cultura a la naturaleza, y que estas
categorías definan sus ámbitos respectivos. Todo cuanto toca
el norteamericano, aún lo más salvaje y silvestre, se convierte
en cultura y elaboración espiritual. Los elementos naturales,
que abundan en su poesía, están siempre incorporados al inundó
humano, transfigurados por el mito y por el arte, absorbidos
por el temple cultural de un pueblo histórico: mares surcados
por los héroes y dioses griegos, colinas y crepúsculos que impregnó
la sensibilidad china, bosques donde resuenan los cantos provenzales;
naturaleza cultivada, "culta". Léase por ejemplo esta
descripción "natural" del Canto II: "La foca
juega en los espumantes círculos del agua batiendo los escollos,
/ bruñida testa, hija de Lír, / ojos de Picasso / bajo el gorro
de piel, hija del Océano, / y la ola discurre en el encaje de
la playa". Se trata de una zoología más histórica que natural,
simple elemento de un escenario donde el poeta sitúa luego a
So-chu, a Elena, a Romero. Léase, asimismo, en el Canto XVII:
"Con la primera, tenue claridad del alba, / y las ciudades
sobre los montes, / y la diosa de espléndidas rodillas / marchando,
con el bosque a sus espaldas, / la verde ladera, y los lebreles
blancos, / retozando alrededor... "Se trata siempre de
una tierra y de un cielo domesticado, a escala humana, y de
una flora y fauna penetradas por la luz de espíritu.
Para
el sudamericano, a la inversa, toda historia se convierte en
geografía y naturaleza, y el acontecimiento histórico se incorpora
a la efervescencia salvaje de lo telúrico. Son los bosques,
desiertos, aguas primordiales los que penetran al personaje
humano y lo metamorfosean a su imagen y semejanza. Los habitantes
del Canto General, el poema más histórico de Neruda, son como
emanaciones de la tierra-"de la tierra suben sus héroes
,/ como las hojas por la savia"-, y a la tierra vuelven
-"la dura tierra extraña aguarda sus calaveras / que suenan
en el pánico austral como cornetas"-; y aún mientras viven
y actúan se los describe como a las selvas y mares de una naturaleza
virgen: "De aquellas negras humedades, / de aquella lluvia
fermentada / en la copa de los volcanes / salieron los pechos
augustos, / las claras flechas vegetales, / los dientes de piedra
salvaje... " "El hombre tierra fue, vasija, párpado
/ del barro trémulo, forma de la arcilla. .. " Esta dominación
de lo mineral y vegetal, de lo subterráneo y de lo cósmico,
no se debe sólo al asunto americano, al escenario austral don,
de "el humus ha dejado / en el suelo / su alfombra de mil
años". También cuando Neruda se pasea por el Viejo Mundo,
su sensibilidad detecta en forma casi agresiva lo terrestre
y natural sobre lo histórico. En Florencia: "Yo no sé /
lo que dicen los cuadros ni los libros / pero sé lo que dicen
/ todos los ríos". Hasta en los rincones más cultivados
de la naturaleza europea estalla el salvaje ímpetu americano:
"Los campos húmedos, olor de suero, / flores como relámpagos
azules / o puntuaciones rápidas de sangre".
Esta
diferencia polar no abarca sólo ni principalmente los asuntos,
temas o contenidos de ambas obras. Se convierte en una diferencia
de lenguaje, que da lugar a dos poéticas, dos estilos, dos voces
tan opuestas como se las pueda concebir dentro de un mínimo
aire de época. La voz más propia de Neruda es el ronco grito
(le la entraña terrestre, la expresión confusa de las honduras
vegetales y minerales del planeta, la violenta chispa que brota,
en la palabra, de la conjunción de materias corrosivas e inflamables,
el aliento cósmico: "El caballo del viejo otoño tiene la
barba roja / y la espuma del miedo le cubre las mejillas / y
el aire que le sigue tiene forma de océano / y perfume de vaga
podredumbre enterrada". Palabras como éstas no tienen tradición,
casi no conocen pasado, y cualquier afinidad que se les demuestre
con las raíces castellanas -sobre todo Quevedo- o con las vanguardias
europeas -el surrealismo francés, por ejemplo- no es para ellas
sino un parentesco superficial: porque arrancan de una humanidad
enclavada en la propia tierra austral, de una absorción directa
de las energías telúricas. Tienen, por eso, una potencia muy
rara en la poesía del Viejo Mundo: un ímpetu primordial que
las culturas poéticas más refinadas han perdido, y que por eso
deslumbra con razón a la sensibilidad europea. Podrá decirse,
desde una perspectiva como la de Pound, que Neruda es un poeta
ciego, inconsciente, con tendencia a lo informe; pero cuando
da en el blanco (como ocurre a cada paso en las Residencias),
toda la sabiduría londinense o parisina no es capaz de producir
una intensidad verbal como la suya.
El
fuerte de Pound no es, por cierto, el ímpetu sino el sentido;
no la potencia, sino la forma. Al lado de Neruda resulta anémico
y artificioso; pero, desde otro punto de vista -no menos válido-
hay en él una altísima conciencia artística, una sabiduría histórica,
una impregnación cultural, que abarca no sólo los asuntos sino
también la voz misma: voz anclada en tres mil años de lenguaje,
en cientos de voces que agregaron algo al arte de las significaciones
y los acentos. Sería ingenuo desconocer esas calidades en nombre
de un supuesto primitivismo. Pound tiene siempre, a pesar de
sus excesos culturales, o, mejor, en virtud de ellos mismos,
un intenso sabor humano. "Se apoyó sobre mí por un instante
/ como una golondrina abatida sobre el muro. / Y hablan de las
mujeres de Swinburne / y de las pastoras que encontraba Guido
/ y de las rameras de Baudelaire". Si invertimos la comparación,
diremos que Neruda, en toda la fuerza de su canto, no logra
nunca este tono de conversación directa e irónica, esta humanidad
de la cultura, este sentido crítico de la vida, este timbre
largamente cultivado, esta voz sin impostación, que dice con
una gracia ática las cosas más cercanas a la prosa y a la cotidianidad
civilizada, y que está en permanente autoconciencia o reflexión
sobre sí misma: "Oh mis cantos, / ¿por qué miráis tan ávidos
y curiosos dentro de las caras de la gente? / ¿Acaso encontraréis
en ellas a los muertos que perdisteis?"
La
influencia de Pound y de Neruda sobre la poesía contemporánea
es sumamente diversa. Neruda hipnotiza a sus discípulos y los
absorbe; es único e inimitable, como una flor exótica de América.
Puesto que ha tomado tan poco del pasado literario, no es mucho
lo que entrega al porvenir de una cultura de la palabra. Neruda
es una experiencia difícil de transferir, por su propio carácter
telúrico; a esta clase de poetas debe -producirlos la naturaleza,
no la cultura. Pound, en cambio, no deslumbra con esa fuerza
de un espectáculo natural; pero quien se acerca con paciencia
a su voz, percibe cuánto puede aprenderse de su trato. Puesto
que se inscribe con rigurosa continuidad en una tradición poética,
también se abre fecundamente a una evolución futura de la palabra.
Los que han probado el sabor nerudiano, deben pasarse la vida
librándose de él, para sacar voz propia y no repetir lo que
hizo ya antes y mucho mejor el propio Neruda. Los que leyeron
y estudiaron a Pound confirman en este aprendizaje su voz personal,
justamente porque el mundo de Pound no es naturaleza sino conjunto
de personas, porque el propio Pound es uno y muchos, como todo
ente cultural.
La
sociología literaria mostrará sin dificultad que la vocación
poética de Neruda encuentra su causa natural en el proletariado
y su ascensión histórica: en las fuerzas sociales que viven
del contacto con la materia y se aglutinan con una cohesión
impersonal y casi biológica. Y que, a la inversa, la poesía
de Pound debe encarnar en ideales aristocráticos y en corrientes
de signo espiritualista precristiano. La guerra civil española
fue, para Neruda, lo que la segunda guerra mundial para Pound:
el momento de las definiciones, que los lanzaron hacia los extremos
del espectro político de entonces. También en esta materia,
son ambos irreconciliables. Pienso que la política activa, de
regreso, ha perjudicado a uno y otro en ciertos momentos tardíos
de su evolución poética, haciéndoles escribir mucho verso que
estaría mejor como prosa. Pero, por otra parte, es un impulso
político el que necesitaron ambos para dar cima a sus respectivos
Cantos, con toda su carga histórica y épica. En esos poemas
se encierran dos mundos, cuya divergencia no nos impide habitarlos
simultáneamente. En uno y otro tenemos nuestras raíces, así
como en uno y otro contemplamos dos esfuerzos gigantescos para
dar forma al caos -naturaleza o historia- mediante el poder
de la palabra poética.
José
Miguel Ibáñez Langlois, Poesía chilena e hispanoamericana
actual. Santiago: Nascimento, 1975. 399 p