Carta a un Escritor Chileno Interesado por la "Oda a Juan Tarrea" de Pablo Neruda (1964)

Córdoba, 21 de mayo de 1964

Señor Raúl Silva Castro Santiago de Chile.

Estimado señor y amigo:

Respondo a su carta de 12 de abril, recibida con varias semanas de retraso. Le agradezco la gentileza con que ha satisfecho mi curiosidad acerca de su estudio sobre Darío. Por formato y caracteres sospechaba cuál era la revista en que había aparecido, pero necesitaba estar seguro. Y sobre todo, desconocía la fecha. No contamos aquí con la colección de la misma.

Me pregunta usted, a su vez, por la "Oda a Juan Tarrea" de Pablo Neruda. Efectivamente, soy yo su destinatario a juzgar por los temas que elabora. Ignoro la actitud en que personalmente se encuentra usted con respecto al autor, pero puesto que desea conocer los antecedentes de tan torpe acometida, he de hacerle la historia de mis no muchas mas sí sustanciosas relaciones con Neruda a fin de que, con conocimiento suficiente de causa, pueda usted juzgar y pronunciarse por sí mismo. De antemano le advierto que cada palabra que escriba va a ser pesada y repesada con el propósito de que se amolde lo más ajustadamente posible a la verdad. Que la verdad es, en asuntos de esta naturaleza, la única arma con que contamos las gentes que vivimos defendiendo la realidad del Espíritu.

A mediados de 1926, estando a punto de publicar el n° 2 de la "casi" revista Favorables-Paris-Poema que hice en París en compañía de César Vallejo, cayó en mis manos por casualidad Tentativa del hombre infinito. Nunca había oído el nombre de su autor. Me bastaron diez versos leídos al azar para percatarme de que expresábase allí una imaginación verbal libre y gravitada. Desoyendo los consejos de mi muy amigo Vicente Huidobro para quien, no sin razón, Neruda era un romántico perdido, decidí, en cuanto supe de su juventud, publicar el trozo de ese libro que dice: "admitiendo el cielo profundamente mirando el cielo estoy pensando"... Por Neruda mismo me enteré bastantes años más tarde. de que éste fue el primer texto suyo publicado en Europa.

  Sólo pudimos estrecharnos la mano, precisamente entonces, cuando regresé a Madrid en el otoño de 1934. Me despachó en seguida un emisario amigo, Gerardo Diego, pidiéndome que fuese a verle tan pronto como pudiese -porque no me había establecido en Madrid mismo, sino en un pueblito de los alrededores-. Así lo hice en compañía de Gerardo, testimoniándome Pablo desde ese momento tanta amistosa simpatía como deferencia. Conocí a su mujer, una holandesa altísima, y a su hijita desgraciadamente afecta de macrocefalia. Tuve además la sorpresa, al volver de nuevo de París, meses más tarde, de encontrar en su casa a Delia del Carril a quien conocía de años atrás. Empezamos a vernos de cuando en cuando. Neruda viajaba hasta mi casa, de El Plantío, me buscaba por teléfono, se ufanaba de mostrarse en mi compañía, inclusive en la Embajada de Chile donde algún tiempo después y en relación con mis empresas americanistas, me presentó a Núñez Morgado y a Carlos Morla con todos los honores.

Un día de hacia febrero me dijo: -"No te imaginas las cosas que está diciendo de mí tu amigo Huidobro." Me refirió en seguida la polémica literaria, si cabe calificarla así, que tenía entablada con Vicente, ya que acosado a preguntas, me confesé que él también le había despachado las inclemencias peores. En efecto, me leyó por lo menos algunos de los textos semipoemáticos que se habían cruzado. No sé si usted los habrá llegado a conocer. Del cultivo de las letras habían pasado al de las más cargadas letrinas. La razón del conflicto estribaba en la sospecha de que Huidobro había sido el autor de unos anónimos recibidos por ciertas personas de Buenos Aires cuando Neruda iba a llegar allí, en que se lo acusaba de vendido a la policía o algo por el estilo. ¿Pruebas? Que Huidobro, con quien había mantenido hasta entonces relaciones cordiales, era el único que conocía en Chile las direcciones de las referidas personas. Nada tenía aquello de demostrativo, sobre todo para iniciar sin más una campaña de ofensas en gran escala. ¿Quién había empezarlo? Evidentemente, dependía de las versiones. También me comunicó Neruda al mismo tiempo que, como consecuencia, los poetas españoles del grupo "Cruz y Raya" estaban dispuestos a desagraviarlo públicamente por el modo soez como había sido tratado por Huidobro. Ya vendrían a informarme del asunto Alberti y compañía -nunca vinieron-, mostrándose él muy interesado en contar con mi participación en dicho desagravio. No le oculté mi aversión a mezclarme en tal género de estulticias.

Pocos días después volvió Neruda a la carga. Ya estaba casi todo el grupo de la Antología de Diego preparado para firmar un texto que me leyó, y que Bergamín se disponía a publicar al frente de una plaquette con unos poemas suyos. En ese texto de desagravio y homenaje se acusaba a Huidobro de difamador, es decir, se lo infamaba. Me indicó que, por su parte, tenía especial interés en que mi nombre de poeta, a la sazón bastante prestigiado, figurara entre los demás. Y me volvió a relatar para convencerme, más incidentes deplorables. Como yo era amigo auténtico de Huidobro desde hacía bastantes años, su solicitud, tan descarada, me pareció un atentado contra los más elementales sentimientos y prácticas de la amistad. Le contesté que si las cosas fuesen tal como las refería, Huidobro había perdido el uso de la razón. Y en tales circunstancias, no iba a ser yo, su amigo español más íntimo, quien, en vez de protegerlo en trance tan penoso, le diera un golpe por la espalda. Parecía no entender. Con lo cual comprendí yo para en adelante, que Neruda carecía de esas humanas fibras sensibles donde el amor y la amistad se justifican y modulan.

Por entonces me contó Gerardo Diego que también él, como amigo que era de Huidobro, se había negado a firmar el agraviante homenaje, y que, en consecuencia, era posible que modificasen su fórmula. Al poco, el mismo Neruda volvió a tratarme el asunto. Me hizo saber que, a fin de que pudiera firmarlo Diego, los redactores del texto de desagravio habían decidido suprimir el nombre de Huidobro y toda alusión a la polémica, convirtiéndolo en un simple acto de homenaje. Gerardo no había tenido va inconveniente en autorizarlo con su firma y esperaba que a mí me sucediera lo propio. Volví a rehusarme, cada vez más disgustado. Me parecía todo ello un episodio absurdo. Juzgaba indecoroso y hasta humillante que por tres veces viniera Neruda a pedirme que figurara en un homenaje a su persona, demostrando al final que lo del desagravio era un puro pretexto manipulado por él mismo con una finalidad precisa. Lo que codiciaba era el homenaje. Yo no sabía y sigo sin saber por qué los poetas tenían que homenajearse entre ellos, ni prestarse a recibir homenajes que sólo sirven para degradar el ejercicio de una profesión que, desde mi punto de conciencia es, sobre todo, una profesión de esa fe en que se fundan las más sublimes esperanzas. Ni comprendía la docilidad de los poetas españoles, caídos en una trampa burdísima. En fin, la experiencia me sirvió para consolidar mi actitud de apartamiento de los poetas españoles con cuyos planteos vitales nunca me había sentido en comunión. De otro lado, conservo la carta que Huidobro me escribió con este motivo el 5 de julio de ese año. Terrible. Podría dársela a conocer si le interesa.

Apareció la plaquette de los Tres cantos materiales precedidos por el espaldarazo consagratorio de la joven poesía peninsular, con su estela de propaganda, con anterioridad a la edición madrileña de Residencia. Imagino que a ello se debió, en buena parte, que Amado Alonso se atreviera a escribir algún tiempo después el libro que afianzó, bajo formas académicas, el prestigio naciente de Neruda. Éste y yo seguimos tratándonos aunque más espaciadamente y con estimación, al menos por mi parte, restringida. Lo apreciaba como autor de algunas de las páginas de Residencia, pero me desplacía la actitud ante la vida -en mi sentir, tan indelicada como vulgar-, del individuo. Nada de ello fue, sin embargo, obstáculo para que el mismo Neruda me incitara no mucho después a que publicásemos él y yo una revista juntos, recordando quizá mis tiempos de Favorables. Decliné la proposición alegando estar ocupado en muy otras cosas, como eran mis actividades en relación con el pasado arqueológico americano. Sólo varios meses más tarde apareció Caballo Verde, revista que, según dice ahora Neruda, fue llamado a dirigir por los poetas españoles, dato cuya exactitud no puedo menos de mirar con escepticismo. A su hora me había solicitado colaboración para esta revista. Nunca se la di. Naturalmente fuimos distanciándonos, y así hubiera ido agrandándose la brecha de no ser por la tragedia española.

En enero de 1937 volvimos Neruda y yo a encontrarnos en París. A mí me había sorprendido el estallido en Francia, y él venía desde Marsella donde había permanecido tres meses. Se había desembarazado de su mujer, regresada a Holanda con su hijita deforme, donde se le dio trabajo en la propaganda española. A Delia y a él los acontecimientos les habían inducido a dedicarse a las actividades políticas que hasta entonces les habían tenido sin cuidado, al punto de que Neruda se negó a firmar algún manifiesto de intelectuales en defensa de la Cultura poco antes de la guerra. No tardó mucho en producirse su adhesión al marxismo. Aunque con distinta ideología, militábamos en la misma trinchera porque yo también, apolítico hasta entonces, había sentido en mis entrañas la causa republicana y popular. Nuestra relación se reanudó, ahora en un terreno diferente, más de compañeros que de amigos, actuando o como Secretario de la Junta de Relaciones Culturales adscrita a la Embajada de la República.

Mas de inmediato surgió un nuevo germen de disconformidad: César Vallejo. Puesto que le interesan a usted las relaciones que Neruda mantuvo con otros escritores, puede buscar información al respecto en las "Actas del Simposium" sobre Vallejo celebrado en Córdoba en 1959, donde algo relaté en contestación a preguntas que se me formularon (pp. 141-45). Me referí allí a una ocasión en que tuve que intervenir para cortar un diálogo entre ambos que se tornaba excesivamente enojoso. Ello ocurrió en el taller de la rue Belloni donde vivía el pintor chileno que usted seguramente conoce y estima, Luis Vargas Rosa. Henriette v Lucho nos habían invitado a charlar y comer en aquellos momentos tan trágicamente angustiosos para cuantos vivíamos identificados con el pueblo de España. Vaso en mano, Neruda empezó de pronto a reprochar a Vallejo sus convicciones y actitudes. Indicándole, como quien tuviera autoridad para hacerlo, cómo había que comportarse en aquella circunstancia. Vallejo trató de eludir la querella, pero Neruda insistía tozudamente en sus recriminaciones. Cuando llegaron las cosas a un grado de tensión difícilmente soportable, intervine resueltamente para recordarle a Neruda que él era un novicio en cuestiones marxistas, mientras que Vallejo había estudiado y practicado la materia durante años. Lo más acertado que podía hacer, por tanto, era callarse. Lo hizo así. Pero el caso es que desde entonces, Neruda no se portó bien con Vallejo. Lo acusó, públicamente y sin fundamento, de trotskysta por el hecho de que a la mujer del peruano se le fuera la lengua con facilidad, cosa que a nadie le era dado evitar por lo anárquico de su equilibrio. Y lo peor, impidió que se le confiara a Vallejo un trabajo retribuido que le correspondía por muchas razones y que quizá lo hubiera salvado de aquella su lastimosa muerte. A él y a Delia les eché en cara en más de una ocasión que no se dieran cuenta de que Vallejo no se encontraba bien, posiblemente a causa de sus contrariedades y privaciones, y que necesitaba comprensión y ayuda de sus amigos para sobreponerse y hasta para independizarse un tanto de su mujer y mantenerse a flote. Fue inútil. Otra vez volvió a faltarle a Neruda la humana fibra amistosa. Antes de cumplir el año, Vallejo fallecía.

Neruda viajó, fue, vino. Nos encontramos a veces. En Aurora de Chile se ufanó de haber recibido una carta mía comunicándole la muerte de Vallejo. Probable es que así fuese; no lo recuerdo. Si le escribí, fue con el designio de hacerle presente en forma indirecta lo atinado de mi diagnóstico y el resultado de su incomprensión fatal. En una oportunidad, tiempo después, se refirió con el máximo elogio al texto que, a pedido del Boletín dominado por su grupo, había yo escrito a la muerte de César y que luego se imprimió como prólogo a la edición de España, aparta de mí este cáliz. Corté en seco la conversación. Para entonces se había mostrado también altamente impresionado por mi gesto de donar al pueblo republicano español mi muy valiosa colección de antigüedades incaicas que, a fuerza de "espíritu poético" y mediante sumas considerables, había yo formado en mis dos años de permanencia en el Perú, y que por haber sido expuesta en Madrid con la mayor solemnidad, Neruda conocía perfectamente. Le adjunto para su información el folleto oficial que con motivo de dicha donación se publicó en Valencia, por la Dirección General de Bellas Artes del Ministerio de Instrucción Pública regido precisamente por representantes del Partido comunista. Unas cuantas líneas generales acerca del modo como se formó esa colección con otras cosas quizá no exentas por completo de trascendencia, se exponen en el preámbulo de mi libro Corona incaica (Córdoba, 1960) que imagino le será, si despierta su interés, fácilmente accesible. Dígamelo, en caso contrario.

Al perderse la guerra para la causa republicana, nuestras relaciones se concentraron en los terrenos oficiales. A partir del mes de mayo de 1939 nos vimos y comimos juntos repetidamente, según consta en mi agenda. Neruda actuaba como Delegado de Chile para la emigración a ese país generoso, de los exilados que en él apetecieran radicarse. Yo, como Secretario de la junta de Cultura Española cuya fundación había promovido con el fin de ayudar a los intelectuales republicanos a distribuirse por estas repúblicas ultramarinas. Mis gestiones ante él no tuvieron por lo general todo el éxito deseado. Por entonces empezamos a discrepar también acerca del sentido que había que atribuir a la emigración republicana. Neruda, investido de prestigios oficiales, era el portaestandarte ante Juan Negrín de un puñado de españoles que bregaban por la institución en París de una Casa de la Cultura Española de la más alta prestancia, de la que ellos aspiraban a ser los improvisados directores, y que sería el centro desde donde se manejase el problema de la intelectualidad desterrada. Sostenía yo que la guerra europea se nos echaba encima y que el lugar de los españoles y sobre todo de los intelectuales, estaba en Hispanoamérica, Cínico sitio donde por razón del idioma podrían encontrar trabajo adecuado a sus aptitudes y difundir los sentimientos antifascistas por los que habían luchado y padecido. De aquí que entre mi Junta de Cultura que para entonces se había trasladado ya en su mayoría a México, y la Casa de la Cultura del grupo nerudiano se estableciera una tirantez que no terminó hasta que la declaración de la gran guerra vino a poner las cosas en claro, y el mencionado grupo se disolvió apresuradamente.

No tardamos demasiado en volver a encontrarnos, esta vez en México donde Neruda vino a desempeñar funciones más de procónsul que de cónsul efectivo. Era, si no me equivoco, hacia agosto de 1940. Le pedí y me entregó en seguida un poema (Reunión bajo las nuevas banderas) para España Peregrina, el órgano de la junta de Cultura Española que yo editaba a la sazón. Fui entonces sin quererlo el motivo anecdótico de la agrísima disputa que estalló entre José Bergamín y Neruda, rivales ante las gracias del partido comunista español que el primero había monopolizado, por así decirlo, hasta aquella fecha. Mi incapacidad para encubrir cierto género de debilidades me obligó a sostener en el seno de la Junta de Cultura, de la que Bergamín y yo éramos entonces presidentes, una posición, compartida por el noventa por ciento de la directiva de la misma, que a Bergamín lo llevó a proclamarse acérrimo enemigo mío. Pues bien, una tarde llegamos Eugenio Ímaz, Secretario entonces de la junta, y yo a la apertura de la exposición de un pintor español exilado. Bergamín estaba en una parte del salón y Neruda en la opuesta. Ímaz y yo saludamos a éste y conversamos animadamente con él durante unos minutos, cosa que por lo visto fastidió a Bergamín. Al día siguiente este último le escribió a Neruda una carta de improperios por haber ciado la mano en público a sus irreconciliables enemigos. Sobre el fondo de la tragedia española, todo ello sería para llorar, si no invitara irreprimiblemente a reír. Muy molesto e indignado Neruda ante semejante intromisión en el fuero de sus libertades básicas, y conocedor de las razones precisas que nos habían indispuesto con Bergamín, le replicó por la tremenda. Cruzáronse así sonetos y cartas en las que los insultos y denuncias constaban en la dirección de los sobres para que tornasen buena nota los carteros. Como lo fútil del motivo no podía justificar tan desatentadas actitudes, siempre pensé que había sido aquél un simple pretexto que hizo estallar una carga de profundidad constituida, como he dicho, por su rivalidad ante la dadivosa magia del partido. Neruda venía subiendo con pie firme los escalones de la celebridad comunista mientras que Bergamín los bajaba. Tenía yo entonces la impresión de que Neruda había venido a México, donde en apariencia ningún quehacer lo requería, con objeto de ganarse el apoyo de los partidos español y mexicano. Enrique Délano desempeñaba las verdaderas funciones consulares, mientras que Neruda se dedicaba a charlar y beber rodeado de su corte de tercerones, y a satisfacer los caprichos de una afición que me parece se le despertó en aquella oportunidad, ya que nunca supe que antes la tuviese: coleccionar libros antiguos que abundaban en México relativamente, al mismo tiempo que conchas marinas, colección esta última a la que atribuía en aquel tiempo mayor importancia. También hizo adquirir al Consulado un flamantísimo Oldsmobile con el que se paseaba por toda la República.

No se hizo esperar mucho el éxito total de Neruda ante el partido. Con pretexto de la causa española, éste le organizó un homenaje grandioso -y hasta me parece como recordar que con posterioridad a otro menos solemne, pero no podría asegurarlo-, consistente en una comida a la que asistieron centenares de personas, empezando por los máximos figurones políticos, y se pronunciaron numerosos discursos. Fui en aquel 25 de septiembre de 1941 uno de los forzosos asistentes en compañía de Jesús Silva Herzog; que para entonces ya teníamos muy adelantada la creación de Cuadernos Americanos. Salí con muy mal sabor de boca, recordando el homenaje de Madrid, por lo que a mi juicio significaba de prostitución para la verdadera poesía, someterla a menesteres tan alejados de los suyos trascendentales. Por cierto, cuando le informé a Neruda de las gestiones que venía realizando para la constitución de una gran revista continental, se ofreció incontinente y me lo repitió al poco otra vez, a tomar parte en la organización de la misma. Aleccionado por mis experiencias anteriores, dejé sin recoger tan amable ofrecimiento. Pero cuando vieron la luz Cuadernos Americanos, el poema El corazón Magallánico de Neruda se dio a conocer en su segundo número.

Con esto llego al punto para mí clave de la cuestión. Tuvo lugar el hecho a que voy a referirme en el domicilio de un excelente amigo nuestro y artista, el pintor Carlos Orozco Romero (sin parentesco con el otro Orozco), que daba cierta noche una recepción con asistencia de numerosos invitados. De Alfonso Reyes para abajo, se encontraban allí bastantes personalidades conocidas. Se esperaba también a Neruda. Con muchísimo retraso y afectación marcada, llegó éste al fin. Parecía recién salido de una mina. Llevaba una boina, al parecer sobre-usada, metida hasta las orejas, y una especie de pelliza proletaria en franco desacuerdo con el modo de vestir natural de gentes que se reúnen para tomar un trago y cambiar conversación en una casa particular en compañía de señoras. Claro que había dejado el Oldsmobile a la puerta, lujo inaudito, creo que para todos los allí presentes. Dio a entender que lo habían retenido asuntos de grave importancia, se suponía de carácter político.

Un tanto ajenos a la gente reunida, no tardamos Neruda y yo en encontrarnos conversando en un rincón. Hablamos de Cuadernos Americanos que admiraba, así como de sus ilustraciones -recuerdo bien-, y otras cosas adyacentes. Mas no tardó en dar paso a los pensamientos que le surgían del fondo más sincero de sí mismo. Me hizo así la confidencia siguiente con aire de invitarme a compartirla. "-No sé lo que tú pensarás, Juan. Pero te diré que a mí la poesía ya no me interesa. Desde ahora pienso dedicarme a la política y- a mi colección de conchas." (Absolutamente textual). Los homenajes se le han subido a la cabeza, pensé para mí. Venía sospechándolo como consecuencia de sus actividades y de las gentes que lo merodeaban, habiéndolo ya comentado más de una vez con mis amigos inmediatos. Pero una confesión de esta especie, tan reveladora como ingenuamente cínica, no la esperaba, ciertamente. No decía entonces como, en el dialecto de la confusión, repitió públicamente más tarde, "poesía burguesa", sino poesía pura y simple, según lo declaran los complementos de la "política" y de la "colección de conchas" -ni siquiera hablaba entonces de la de libros-. Lo único que podría admitirse, estirando los conceptos, es que se proponía hacer una poesía política y, aun en rigor, conchuda.

Le respondí que por mi parte, hacía ya varios años que había desatendido el ejercicio literario de la poesía, pero que ello en nada modificaba mi actitud poética, sino que, al contrario, era producto de una penetración más directa a su ser real y profundo. Alguien que se acercaba cortó la conversación a cuyas resultas se me derrumbó de golpe el poeta que, a pesar de todo, había esperado que Neruda, tan dotado en ciertos aspectos, pudiera llegar a convertirse. Supe, y lo comenté al día siguiente, que, en caso de que Neruda siguiera escribiendo versos, nunca pasaría de ser, mejor o peor, un retórico -para entonces había escrito ya algunos muy pobres-. Ni se daba cuenta de lo que una posición como la suya significaba desde el inexorable punto de vista poético. Se concebía a sí mismo y concebía las cosas en términos exclusivamente sociales, no en esos amplios términos culturales en que, sin excepción, se han manifestado siempre los poetas verdaderos. No pude evitar que en esa cavidad recóndita donde los valores maduran sus esencias, se me creara frente a él un foco de disgusto.

No sé si volví a verlo más, que perdí las agendas de esos años. Lo que sí sé es que cuando redacté a comienzos de 1944 mi ensayo El Surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo, las enérgicas parrafadas que en su parte final se dedican a Neruda estaban sólidamente sostenidas no sólo por su actitud sino por su confesión propia. Las escribí sin animosidad personal, ni que decir tiene, mas sí en esclarecimiento y defensa de los altos valores poéticos representados en nuestro nuevo mundo americano por el Darío de profecías y "Dilucidaciones", cuyo alcance creía y creo comprender hoy aún más a fondo. Para que Neruda viera mi buena disposición personal hacia él. independientemente de lo antagónico de nuestros criterios poético-políticos acerca del Nuevo Mundo, le remití el librito dedicado. Mas luego supe por León Felipe, que anduvo por Chile, que tanto a Neruda como a Delia parecía haberles sentado mal. Nada elijo el primero, sin embargo. Se conoce que, por tener yo Cuadernos Americanos a mi disposición y en cuyas páginas no volvió a colaborar mientras allí estuve, juzgó más prudente dejar para después lo que sólo llevó a cabo una década más tarde, cuando en virtud de sus servicios políticos, su estrella había prosperado prodigiosamente y la lista de sus homenajes había quebrado ¡ay! todos los récords.

Llegamos, en efecto, a 1954. Vivo en New York dedicado por completo a los estudios de investigación en el trasfondo de la Cultura, gracias a las becas que un año tras otro, y así hasta siete, me concedieron las Fundaciones Guggenheim y Bollingen. Luego de porfiada resistencia, me resigno por fin mi día a que ene haga una interview para El Nacional de Caracas un joven periodista venezolano, de nombre Rafael Pineda, por venir de parte de Mariano Picón Salas, excelente amigo mío. Me preguntó en tina incidencia el joven periodista, ostensiblemente pequeño burgués -camisa de seda, uñas pulidas y demás atuendos-: "-¿Cuál es el poeta a su juicio más importante que ha producido América?" Le respondí sin vacilar: "-Rubén Darío." Pareció sorprenderse y como no queriéndolo creer. "¿Qué piensa entonces de Neruda?", continuó.  Me tocó a mí el turno de sorprenderme. En las interlocuciones que siguieron repetí en líneas generales lo que acerca de Darío y de Neruda -a quien consideraba, a su modo, le dije, un gran poeta- había afirmado en mi Surrealismo diez años atrás. A mi entender Neruda constituye una posición de antítesis en el proceso hacia una síntesis cultural en que dialécticamente se justifica. También me referí a la nueva actitud de propaganda política que, a causa de su impotencia poética, había Neruda adoptado a partir de cierto instante.

Pineda publicó su artículo "Juan Larrea y el Nuevo Mundo" en el "Papel Literario" de El Nacional caraqueño el 29 de julio de 1954. No sé si le escribió a Neruda excusándose quizá de su crónica y cargando posiblemente las tintas. Lo cierto es que, no teniendo yo Cuadernos en mis manos, Neruda debió juzgar llegada la hora de desahogarse de la mala hiel que, por lo visto, traía acumulando y elaborando contra mí desde el 44 en que había dicho las mismas cosas, aunque mucho más articulada y drásticamente. Claro que además, nuestras posiciones relativamente al porvenir de este Nuevo Mundo son en lo substancial dispares.

No sé si sabrá usted que desde que residí en el Perú en 1930-31 he venido sosteniendo con hechos y dichos cuya novedad me parece difícil poner en duda, mi creencia en una América del porvenir, libre y trascendida por el espíritu poético o simplemente por el Espíritu. La he comprendido como mundo correspondiente a un estado de plenitud humana en el que han de aunarse los desarrollos materiales y los espirituales, éstos en una situación muy por encima de la tradicional. Neruda, en cambio, no entiende más concepto de América que el rastreramente materialista que lo hizo merecedor del premio Stalin por tratar de uncirla al carro de este noble dictador cuyas glorias cantó a pulmón tendido, y en cuyo ámbito cualquier género de espiritualidad le huele a estercolero. Lógico es, por consiguiente que me considere jurado enemigo suyo, no ante el partido, como en el caso de Bergamín, sino ante el futuro americano.

He aquí los porqués se despachó escribiendo el 8 de noviembre de ese año 54 la Oda a Juan Tarrea que usted conoce, con la que notoriamente se propuso aplicarme la ley del hampa, es decir, cometer en mi persona un asesinato moral con todas las agraviantes. Es su modo de resolver los grandes problemas axiológicos de nuestro Mundo Nuevo. Me trata, así pues, como si fuese la más siniestra y hedionda de las criaturas. En primer lugar, corno ni¡ dedicación a la arqueología americana y mi muy valiosa colección de antigüedades incaicas, de renombre internacional, no consienten incertidumbres acerca de lo auténtico y radicalmente americano de mi vocación, ni tampoco acerca de mi personal desinterés, demostrado al desprenderme de ella en favor del pueblo, empieza por afirmar que esa colección la obtuve saqueando "las tumbas" y al "pequeño serrano", al "indio andino" de quien, cuando me tendió la mano amistosamente, me quedé, como abyecto mercader que soy, con piedras y sortijas. Asienta después que me "colgué" de Vallejo, incapaz claro está de hacer nada por mi cuenta salvo escribir "prologuillos" y otras zarandajas que nadie lee, aunque otrora merecieran de él los más altos encomios, así como ayudarle a aquél a "bien morir". Con esto último alude, quizá, el tan auténtico como distinguido colgajo de Stalin a que, en efecto, me encontraba a la cabecera de Vallejo cuando falleció un día de Viernes Santo, según es sabido y yo mismo referí en España Peregrina. Mas lo hace seguramente con el propósito de distraer la atención acerca de la responsabilidad que, en alguna medida, le cupo por lo intempestivo de su muerte. Las Ocias que después, y tan tardíamente, le dedicó, responden a idéntico propósito, sin duda, a la vez que intentan establecer su derecho de propiedad sobre la fama creciente del poeta peruano.

Decide a continuación que vine de España "con boina de sotacura" y con la "larga uña de Euskadi" -oh, ocurrencia de pezuña hendida-, país donde, bien se sabe, no hay "panaderos", ni "ríos ferruginosos", ni "gente clara", como negroides que los vascos son desde que Sebastián Elcano costeó la Patagonia, ni "caminos de caballos" y otras bestias aborígenes, todo ello pertenencia del "pobre americano" Rafael Pineda quien, por lo visto escribió un libro genial en la línea nerudiana, y a quien pretendo substraerle "su oro" y el "vapor verde de nuestros ríos", amén de otras delicadas jerigonzas. Visiblemente se trata con todo ello de arrebatarme, ante quienes poco o nada saben de mí, mi participación voluntaria en el conflicto peninsular y mi carácter de decidido luchador antifascista, así como echar al cesto mi ya añeja nacionalidad mexicana. Nunca -continúa- he dicho más que sandeces "de seudo magia negra" y "sueños de gusano", subido en las revistas -en esas revistas que en vano pretendió hacer conmigo- y descolgándome no se sabe de qué pingües "capitolios", como si, pobre de mí, hubiera sido senador más o menos ganso, por no decir pingüino, de alguna de estas repúblicas. Y como, a pesar de mi indeleble antifranquismo, uno de los mejor documentados y consecuentes que trajinan por el mundo, soy "peor que Franco" y hasta "su emanación" y "nimbo negro", debo, "tonto de ultramar", regresar de inmediato a "la huesa pútrida del monasterio de Bilbao", a fin, se conoce, de que allí me administren mi bien merecida extremaunción por el pecado de resistirme a admitir que Neruda sea el poeta más importante nacido en Chile. Y cuidado con volver a ocuparme de Darío ni de Vallejo, ni de "rascarle a Neruda la rodilla" confundiéndola con un banal instrumento melódico, la pata del piano, por ejemplo.

No satisfecho con tan emocionante intentona de propagar a diestro y siniestro su excelente carne de gallina, prosigue así el hondero entusiasta disparando contra mí "pobrecillo" habitante la preciosa y entintada pedrería de su isla negra con todos sus aspavientos de calamar enfurecido. Me llama "filibustero", "vendedor de muertos", "capellán de fantasmas", "pálido sacristán espiritista", "chalán de mulas muertas" y quién sabe cuántas más espeluznancias para párvulos candorosos y señoritas paliduchas. Ya en el terreno de la ortodoxia teológica que, al parecer, domina, me zamarrea de lo lindo también por mis "mentiras de falso Apocalipsis" como para recordarme que su brioso "Caballo Verde para la poesía" éste sí es uno de los indiscutibles símbolos del verdadero Apocalipsis, aquel hippos jlorós o cuarto caballo, "seguido del Infierno", cuyo caballero "tenía por nombre Muerte" (VI, 8) -"porque la cara de la muerte es verde / y la mirada de la muerte es verde" ("Sobre la muerte", Residencia). He aquí, pues, cómo se aclara todo lo ocurrido desde la aparición en 1936 de ese efluvio de la infernal subconsciencia. ¿O acaso no fue el mismo Neruda quien en su Crepusculario tan incompatible, tan en antítesis con "nuestros países de la Aurora", dejó bien expreso que "la muerte del mundo cae sobre mi vida"? En fin, lo en el fondo más chistoso es que, así como los boxeadores practican el shadow boxing o pelea contra la sombra el bardo de Temuco se desgarra el pecho peleando valientemente, en su espacioso muladar, contra la sombra de su propia negruda zapatilla.

En Caracas, según me dijeron, negáronse a publicar semejante portento de rufianía, descomunal incluso para los calibres hipertróficos de Neruda. Mas por motivos comprensibles no actuó en la Oda presente como de costumbre cuando guardaba tales expectoraciones obscenas para el círculo confidencial de sus allegados y afines. Ésta vio recaer sobre sí la distinción de figurar en la colección impresa de esas sus "Odas" para lectores no sólo elementales sino también con hipo, en que trasunta su pasión por el cultivo de las lombrices solitarias. Y ahí está, conservada en alcohol -en mi sentir, felizmente-, para oprobiosa ejecutoria de quien, maestro de incultura, no acierta a distinguir entre poesía y escatología a causa de la doble acepción del vocablo, y constituyendo un certificado de limpieza de espíritu, así que pase algún tiempo, para el nombre que ha pretendido ignominiar sin el menor asomo de agudeza. En suma, se diría que el autor de la "Oda" se ha empeñado en justificar con heces y creces el juicio que emití acerca de su significación poética hace veinte años, patentizando que tras ese triste cortinaje de humo lenguaraz y vilipendio, sigue en plena vigencia aquella su típica declaración de hollow man que rezaba y reza: "Mi alma es un carroussel vacío en el crepúsculo" -un crepúsculo con la lengua fuera, que si fue en un tiempo pequeño burgués, se ha vuelto hoy día, por la dialéctica de la coz y del mantillo, de lo más ínfimo proletario.

Eso fue todo. No le ocultaré, puesto a contar, que a primera lectura el golpe más que bajo, escarabajísimo, me dolió a causa de mi hija, peruana de nacimiento, que no podía admitir que al padre que conocía tan de cerca y cuya liberal pobreza compartía se lo maltratara a extremos tan infames. Pero no me fue, hasta cierto punto, difícil consolarla. Pude hacerle comprender que, según su propia confesión, ese diz que poeta de palabras largas pero de humanidades cortas, había sido siempre un quejumbroso y crepuscular "desalmado" que, si me echaba en cara haberle ayudado a Vallejo a bien morir, era a causa de su envidiosa calidad de retórico de mala muerte. Se jactaba de saberlo todo y de sentenciar, en consecuencia, como cualquier pobre diablo que no tiene ni la idea más remota de lo que significan y contienen las ciencias del Espíritu. Por otra parte, la colmaron de satisfacción aquellas líneas verdaderamente notables del propio Neruda que le recordé, y que tan bien definían no sólo la estructura interna de la "Oda", sino el sentido general de la vida de su autor y que dicen, precisamente en el antes mencionado poema de su Crepusculario:

Uno, no sabe cómo, va hilvanando mentiras,
y uno dice por ellas, y ellas hablan por uno...

Ni respondí ni procuré que nadie me hiciera un desagravio. Tentado estuve de caerle al ruin encima con todo el andamiaje, sirviéndole entre otras cosas, y ya que me remitía a Bilbao -al Bilbao, por cierto, de Bolívar- los dichos de "aquel hombre relámpago que se llamó Francisco Bilbao" (Darío), quien en su Evangelio Americano, verdadero himno a la futura Democracia, chileno, popular y espiritual -y en mi sentir, admirable- define las posiciones análogas a las de Neruda en términos rudamente salitrosos. Preferí el silencio, claro está. Por poco que uno se respete, no es posible descender a semejantes justas de indecencia. La Historia prosigue su ejercicio creador. Degradado fue Stalin y lo mismo habrá de serlo quien se prendió a los faldones de su culto a la personalidad. No puede estar lejos el momento en que la realidad, tan aherrojada hoy bajo la propaganda terrorista que a tantos y tantos los mantiene cohibidos, ha de abrirse paso, con el "paso de vencedores" -que a todo "tío-vivo", si no su Bolívar, le llega en nuestras repúblicas su San Martín-, y en el que la Poesía. forzada actualmente a hacer el trottoir de la carrera política, salga con el mismo paso victorioso por sus fueros altísimos. Se verá, en realidad va empieza a ser obvio para los no enceguecidos, que Darío y Vallejo, ambos antítesis de Neruda y de quienes, no sin razones para él de muchos pesos, me ha conminado a no ocuparme, son poetas de una categoría substancialmente muy superior a la de este fabricante de impudicias y mugidos ventrilocuales, entregado desde Madrid a una autocultura analfabetobetónica -¿no ha confesado él mismo desconocer a Quevedo con anterioridad a su residencia en Madrid?- con todos los beneficios inherentes a sus materiales canturreos a toca teja, en oposición a cualquier género de limpidez sencillamente humana. Hay que reconocer que en este aspecto Neruda es un genio de verdad, una especie de megaterio de nuestra época de subdesarrollo, confusión y delincuencia, a voz en tumor maligno. Nadie, quizá con la única excepción de Franco, ha explotado a su favor, le ha sacado tanto partido -Vallejo lo intuía claramente- a la veta ultrajada y sacratísima del dolor de España.

Contra mí he tenido desde entonces los vientos y marcas de la gregaridad que directa o indirectamente danza o mira danzar al runrún fistulado de las consignas. Nunca, como bien erguido español de nacimiento y americano de adopción y corazón, he proferido la menor queja. Mientras que el gran Demagogo alardea, como supremo argumento, de "cantar", por lo general en grandes salones y mojigangas, como si no cantaran los ilustres fregones, otros consumen sus días en talleres y laboratorios. Por lo que me concierne, me he ocupado y sigo ocupándome de Rubén Darío, inclusive en Chile, según a usted le consta, así como de Vallejo -entre otros asuntos aun mucho más trascendentales, naturalmente-. En la actualidad estoy dictando todo un cursillo de cuatrimestre sobre Trilce, mientras preparo un nuevo número de Aula Vallejo. Si las circunstancias se presentaran, algún día me ocuparé asimismo de Vicente Huidobro, superior también en no pocos aspectos a Neruda, y hasta podría intentar la autopsia de algún famoso poema de este último. Pero como le digo, no estoy nada disconforme con mi situación de retiro. Lo estrictamente social reclama la satisfacción inmediata de los apetitos desenfrenados de poder y de prestigio a toda costa, con los odios y crueldades que le son inherentes. En cambio, lo cultural libera. Cuando son profundos, los valores de la Cultura se justifican por sí solos puesto que, si se los acompaña a fondo, facilitan la penetración en ese pacífico e indecible espacio donde las contradicciones se resuelven. ¿Y quién, por especialista que sea en el arte de dar gato por liebre, podría disputarles el futuro?

De otra parte, la crítica tendrá que preguntarse algún día si en la dedicación de Neruda al coleccionismo de libros -que nunca leyó- y en su donación al pueblo chileno -con todas sus ventajuelas y nuevos homenajes- de esa colección acrecida por los bajos fondos de la otra vertiente, no late con disimulo el ejemplo de la colección de antigüedades incaicas donada al pueblo español durante su guerra a muerte por Juan Larrea -con todos sus perjuicios-. Quizá no sin razón se trata en la "Oda" de desnaturalizar y asfixiar bajo carretadas de inmundicia el recuerdo de la profunda significación española y popular que tuvo el destino de la referida colección de antigüedades auténticamente americanas y de fama internacional como le digo (Exposición solemnísima en el Museo de Etnografía de París, 1933; id. en la Biblioteca Nacional de Madrid, 1935; id. en el XXVI Congreso Internacional de Americanistas en Sevilla, 1935, con sus respectivos e importantes catálogos. Actual exposición en el Museo de América, Madrid). Me abstengo de calificar lo que, en relación con la tragedia popular española, semejante sustracción de sentido significa.

No es esto sólo. También tendrá la crítica que investigar si en el cambio operado en la orientación de la poesía de Neruda, desinteresada por completo de América, en cuanto tal, con anterioridad a la publicación de mi Surrealismo (Oct. 1944), tuvo o no alguna participación el contenido de este texto donde se lo echaba en cara. Hasta entonces sólo había escrito, que yo sepa, un "Bolívar" que le encargaron en México y a duras penas mediocre. El poema Alturas de Macchu Picchu que marca, si no me engaño, el cambio de orientación hacia América, se publicó en 1946, es decir, con bastante posterioridad a mi ensayo donde, y precisamente en las páginas correspondientes a Darío, Vallejo y Neruda, se trata del Amor, recogiendo el tema del último capítulo "Amor de América", de mi libro Rendición de Espíritu (1943), cuyo segundo volumen termina con esa palabra redentora.

Pues bien, "Sube conmigo, amor americano", clama este simulador de todo menos del odio indigerido, sirviéndose el tema con cuchara y con una explotación arqueológica del "hambre" tan fuera de contexto como la "cimitarra" con que compara a Macchu-Picchu. Parejamente, por entonces coincidió la transformación de su muy anunciado Canto general de Chile en Canto general de América, claro que en beneficio de ya se sabe qué extranjera propaganda. Pero conste que nada aseguro. Sólo señalo y digo que la crítica tendrá en su oportunidad que investigar seriamente cuanto se esconde por debajo de tan ululantes palabrerías.

Termino presentándole mis excusas. Embarcado en el tema, me he dejado ir mucho más allá de lo que usted me solicitaba y me había yo propuesto. Como parece interesarle la cuestión y seguramente encontrará usted algunos datos útiles, quizá no me lo tome a descortesía. Así lo espera de su benevolencia su servidor y amigo

JUAN LARREA


Post Scriptum

Como soy probablemente la única persona capaz de aducir referencias fidedignas sobre un detalle relativo a las relaciones entre Huidobro y Neruda, me parece ser éste el momento indicado para revelarlas.

Cuando en la primavera de 1937, en plena guerra española, se organizaba en París el Congreso de Escritores que debía celebrarse poco después en Valencia y Madrid, pensaron algunos que, en bien de la causa que tan honda y terriblemente nos conmovía, debieran eliminarse los motivos de rencilla y fricción entre los intelectuales y poetas, y en especial los existentes entre Huidobro y Neruda. Muy interesado en ello se mostraba Tristan Tzara, viejo y consecuente amigo de Huidobro, y organizador del Congreso en Francia.

Decidimos realizar una gestión con esta finalidad cerca de los mencionados, ambos entonces fuera de París- Redactamos una carta colectiva haciendo un llamamiento a su espíritu de solidaridad ante el martirio atroz que el pueblo español estaba padeciendo -el 26 de abril había sido arrasada Guernica- Se firmaron tres ejemplares, uno para Neruda y dos para Huidobro por si en aquellos momentos tan inseguros se extraviase el que a Vicente le íbamos a dirigir a Valencia- Como fui el encargado de remitirle a este último el ejemplar que le correspondía, el cual, aunque con demora, llegó perfectamente a sus manos, conservo en mi poder el duplicado o tercer ejemplar, idéntico al que recibió Neruda sin más variante que los nombres. Decía así:

ASSOCIATION INTERNATIONALE DES ÉCRIVAINS POUR LA DEFENSE DE LA CULTURE

Secrétariat International
8, Rue dAboukir, Paris (2°)
Tel: Gutenberg 08-10

1 de Mayo de 1937.
A Vicente Huidobro.

Querido camarada y amigo:

Estamos seguros de interpretar el sentimiento no sólo de todos los escritores hispanoamericanos sino el de los antifascistas del mundo entero al decirte que delante de la espantosa tragedia que aflige al pueblo español deploraríamos que pudieran seguir existiendo motivos de discordia entre tú y el camarada Pablo Neruda, luchadores ambos de la misma causa.

En atención a lo que las personas de cada uno de Uds. representan queremos pedirles, pues, que a partir de hoy den Uds. el alto ejemplo de olvidar cualquier motivo de resentimiento y división que haya podido existir entre ambos para que con entusiasmo acrecido y dentro de una sola voluntad militemos todos bajo la bandera del pueblo víctima por el triunfo material y moral sobre el fascismo.

Agradeciéndote en nombre de ese pueblo español el gesto que de ti aguardamos te saludamos con fraternal cordialidad

José Bergantín
Tristan Tzara
Gonzalo More
Eudocio Rabines
Alejo Carpentier
César Vallejo
Leonardo López
Juan Larrea
Renato Leduc
F. Pita Rodriguez
Andrés Iduarte

Por mi parte le decía a Huidobro en los breves renglones con que acompañaba a la carta: "Como por las noticias que recibimos no necesitaste solicitud de ningún género para hacer por propia iniciativa lo que en ella se te pide, creo que si así lo hicieras constar en tu respuesta a Tzara, quedarías muy airosamente."

En el acuse de recibo de Huidobro, que poseo, me decía desde Valencia, 8 de junio: "He contestado a la Asociación de París como tú me lo pedías." Me lo confirmó Tzara poco después. También me comunicó este último que, en cambio, Neruda se había negado a responder a nuestra instancia, cosa que el interesado me repitió de palabra días más tarde. Nuestra invocación al dolor del pueblo víctima y por "el triunfo material y moral sobre el fascismo" se vio, pues, condenada al fracaso por la negativa de una de las partes. La sensibilidad básicamente resentida de Neruda, quien no se sabe mediante qué artes se había prácticamente adueñado de la dirección hispanoamericana del Congreso, se orientaba en lo moral por muy otras pendientes.

Vale

Córdoba. 4 de mayo de 1966

Juan Larrea, Ángulos de Visión, Tusquets Editores, Barcelona, España, 1979.


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