4. - Canto General

por Hugo Montes

Pablo Neruda es poeta de muchas cimas. Cimero, en efecto, fue dentro de la lírica sentimental y romántica de los años veinte su poemario de amor; cimeras sus dos primeras Residencias, hurgadoras por el mundo desintegrado y en bullente aunque vaga posibilidad de recreación; cimeras las Odas elementales, que presentarían con diáfana sencillez y en impresionante serie acumulativa la plenitud de la realidad material. Cimero es también Canto General (1950). Para muchos ésta es la cumbre más alta, más vasta, más poderosa. Los periódicos de todo el mundo, al difundir la noticia del Premio Nóbel para Neruda, relacionaban al chileno con este canto de América. Difícil y hasta cierto punto sin sentido es comparar obras muy diversas para catalogarlas escolarmente en el primero o el segundo lugar. Cada una cuenta dentro de su mundo propio, de su tiempo, de sus peculiares ángulos para mirar la realidad. Sin embargo, es forzoso reconocer que en Canto General se unen amplitud de inspiración con profundidad de visión, y que un ímpetu singular anima sus múltiples poemas, de modo que el conjunto resulta impresionante, muy bello, de fuerza avasalladora y envolvente. Historia y geografía se disputan la atención del poeta, quien a la postre -amante de la naturaleza no menos que del hombre- ve a ambas en simbiosis particular, cuando no en típica identificación.

El libro es extenso y de gran complejidad. Consta de quince partes que van, cronológicamente hablando, desde los orígenes más remotos hasta la actualidad. Mirado desde este ángulo, el poema se resuelve en una cosmogonía inicial, en una filosofía de la historia americana y en un severo juicio a los hombres que en el día tienen responsabilidades directoras en los países del continente. De otra parte, puede considerársele como una epopeya del nuevo mundo, en la que el ser humano surge desde la naturaleza, enfrenta elementos difíciles de domeñar y de relacionar con el necesario crecimiento propio, y luego lucha con otros hombres que buscan su destrucción. El hombre está así en una permanente tensión, ya ante la realidad natural, ya ante sus congéneres. Estos le son doblemente hostiles a través del tiempo, como conquistadores una vez, luego como explotadores. Mas el hombre asediado tiene la misión de defenderse y de salir adelante. Para ello ha de unirse y reunirse con las fuerzas de la naturaleza y con sus hermanos en peligro. La doble unión es garantía del triunfo, del que no se duda, a pesar de la inmensidad de los obstáculos.

En esta epopeya el narrador va y viene por el tiempo y el espacio. La poesía le presta alas capaces de llevarlo a presenciar las últimas y más recónditas vicisitudes humanas. Es un narrador omnisapiente que anticipa los hechos y los relaciona a su antojo. Curiosamente, además, es protagonista. Similar, una vez más, al Ercilla de La Araucana, que interviene en su obra como un soldado más, como uno de los tantos españoles que atravesó el océano, visitó Lima, luchó en Arauco y regresó, triste y desilusionado, a la metrópoli. El narrador de Canto General no se limita a observar y contar, sino toma parte, critica, comenta, elogia, denigra. No es, imparcial. Ama, a unos y odia a otros. Da un testimonio desde el compromiso. El todo resulta, por lo mismo, intensificado pasionalmente. La objetividad del relato está salpicada de toda suerte de intervenciones subjetivas, con lo cual el conjunto aparece históricamente deformado, mas también hondamente humanizado. Un temblor lírico recorre todos los poemas, aun los que por su temática o por su modo narrativo revisten mayor carácter épico.

Tal pluralidad de géneros, de épocas cantadas, de vicisitudes históricas y sociales, de puntos de vista literarios obligan al autor a variadas formas métricas. Versos de arte menor, regulares y cadenciosos, alternan con otros extensos, libres, de ritmo nada notorio. Tan pronto hay sencillez y lenguaje directo, prosaico, como expresiones figuradas, herméticas o de tersa y tradicional hermosura.

No obstante esta increíble variedad, el libro reviste unidad de obra acabada y perfectamente construida. El eje temático central es el esfuerzo del hombre americano por lograr su destino colectivo de liberación y plenitud. De allí el constante empinarse sobre sí mismo con ayuda de los elementos positivos de la naturaleza. De ésta procede su ser mismo y en ella encuentra, junto a dificultades sin cuento, el gran apoyo para defenderse, subsistir y progresar. El amor personal y las ambiciones propias -cuanto, en una palabra, es individualismo- ha de quedar desterrado o relegado a un sitio muy secundario. También se destierra la ayuda sobrenatural. Esta es una epopeya muy siglo xx y muy "de aquí", sin esa "máquina" mítica, sin esas intervenciones sobrenaturales propias de la épica homérica, virgiliana, medieval, renacentista o neoclásica. Salvo que se pueda considerar de índole no natural, superior, la fuerza de utopía que incuestionablemente encauza el andar de los pueblos. El homo viator no es un individuo sino inmensas colectividades, las que constituyen el hombre americano. Este viajero plural avanza a su meta de luz, de no enajenación, de libertad. Hay certeza del arribo a puerto feliz. Pero el camino se hace a fuerza de sacrificio, de sangre, de sudor, de muertes. Como se quiera, basta el hombre, entendido como ente solidario con la naturaleza y con sus hermanos, que lucha de modo permanente contra su propio egoísmo y el egoísmo -intereses bastardos, crueldad, incomprensión del momento histórico, etc.- de los demás.

Canto General es libro severo. Apenas asoma alguna vez el sentido del humor, el ribete satírico; en "Diplomáticos", por ejemplo: "Si Ud. nace tonto en Rumania / sigue la carrera de tonto, / si Ud. es tonto en Avignon / su calidad es conocida / por las viejas piedras de Francia, / por las escuelas y los chicos / irrespetuosos de las granjas. / Pero si Ud. nace tonto en Chile / pronto lo harán Embajador". Tiene pasajes patéticos, como el final de "Alturas de Macchu Picchu" y las elegías a más de una víctima de la revolución proletaria. Empero la mayor parte de la obra discurre en un tono medio serio, propio de la narración extensa de acontecimientos tocados de vida cotidiana. Cuenta con pasajes hermosísimos, por ejemplo todos los que integran la parte VII, "Canto General de Chile", y los de la parte XIV, "El gran océano". Ambos junto a los dos iniciales, "La lámpara en la tierra" y "Alturas de Macchu Picchu", son quizás lo más logrado del libro. Estas cuatro partes bastarían para justificar la fama de poeta superior de que goza Neruda.

La fórmula de inicio es tradicional, tópica, como corresponde a la de la mayoría de los poemas épicos. Es una fórmula de ambientación en el tiempo o, si se quiere, más allá del tiempo:

Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales.

Es inevitable el recuerdo del comienzo del Evangelio de San Juan -"En el principio era el Verbo"- y aun del Génesis: "Al principio creó Dios el cielo y la tierra". En los tres casos se trata de remontar el tiempo hasta sus umbrales. Sólo que Neruda, en una típica actitud de no abstracción, caracteriza la etapa histórica mediante dos objetos muy concretos y determinados, peluca y casaca. Son dos cosas, dos aditamentos hechos, hechizos; dos productos del hombre no esenciales. Más allá de este tiempo, o sea, más allá de la historia comienza el relato. Antes, en el principio, dice el poeta, eran, fueron los ríos, es decir la naturaleza en su expresión de aguas con vida propia, con su dinamismo natural. Vendrán más adelante cordilleras, humedad, espesura, trueno, pampas. Eran ríos arteriales, alimentadores de toda la naturaleza. La imagen ya estaba en Crepusculario  "Cuando voy por los campos, con el alma en el viento, / mis venas continúan el rumor de los ríos". Desde el comienzo, entonces, la naturaleza aparece como algo vivo, vital, como un organismo recorrido por el líquido originario. Las cosas carecen de nombre y el hombre se confunde con la tierra, con el barro, con la forma de la arcilla. De ese hombre natural no hay memoria, sus claves se perdieron o se inundaron de "silencio o de sangre". ¿Qué naufragio es éste? No hay especificación inmediata, mas se insiste en la gota roja y en la lámpara oscurecida. También en el libro La espada encendida el hombre primario sufre un cataclismo, desaparece casi. ¿Se ha de pensar en una suerte de diluvio universal que obligó a recomenzar, a una nueva fundación? En todo caso la vida continúa, aunque con menos luz, en menor armonía.

"En la fertilidad crecía el tiempo", dice el poema siguiente, "Vegetaciones". La aseveración es capital, pues, implica la prioridad de la materia. Desde la húmeda tierra que engendra flores y frutos, árboles de todo tipo; surge la temporalidad en que ha de ocurrir la historia. En el principio era la Materia, está afirmando Neruda, en oposición al evangelista para quien el Logos, el Verbo, es desde el comienzo. Germinaba, piedra germinal, útero; verde, sabana seminal, son expresiones especificadoras del poder fecundante de la naturaleza. Por eso la manida expresión madre tierra tiene en esta poesía una significación prístina y determinada, coherente con el pensamiento materialista del autor.

Los hocicos salen del légamo, se afirma en el poema tercero, "Algunas bestias". Es la aplicación hacia el reino: animal de la misma posición. Igual cuando en "Vienen, los pájaros" se dice del colibrí que guardó las chispas originales del relámpago. Por lo más remoto surge –sal y lluvia- el albatros, del cual a su vez nace la soledad., La ordenación es precisa: mar (materia), ave (ser vivo), soledad (relación). Toda una jerarquía expresada en bellísima síntesis:

Y en el final del iracundo
mar, en la lluvia del océano,
surgen las alas del albatros
como dos sistemas de sal,
estableciendo en el silencio,
entre las rachas torrenciales,
con su espaciosa jerarquía
el orden de las soledades.

Y acuden los ríos de nombres sonoros, a veces onomatopéyicos -Orinoco, Amazonas, Tequendama, Bío Bío-; los minerales, los hombres. De nuevo la misma ordenación: agua y piedra, ser vivo. No se trata de la prioridad en la aparición, sino de la procedencia, desde los elementos materiales, de los seres animados, incluido el hombre. En el amanecer del mundo todo era limpidez, asombro dorado, dulzura de razas. El vínculo entre los seres humanos y la naturaleza es muy estrecho y siempre armonioso. Los hombres aprenden su lenguaje del susurro de los ríos, por ejemplo: "Háblame, Bío Bío, tú me diste el lenguaje, me contaste..."; y viven con felicidad junto a la selva o entre las durezas de la piedra.

Este capítulo primero es breve, parco, de versos en arte menor o endecasílabos tradicionales. La solemnidad del relato exigía tal contención. Cosmogonía cerrada y compacta presentada con evocaciones concretas, imágenes precisas; se evitó la elucubración filosófica, mas surgieron afirmaciones que cuentan por toda una explicación metafísica o religiosa. La entrada en el mito fue honda y completa. Nada quedó suelto ni necesitado de explicación.

"Alturas de Macchu Picchu" es poema con unidad propia, pero su colocación en Canto General entre la cosmogonía inicial y el capítulo III, "Los conquistadores" permite estudiarlo como escrito en que se hace avanzar el tiempo hacia la historia propiamente tal. Relata, en efecto, situaciones intermedias entre un pasado armonioso de vida natural y un futuro que destruirá la paz: El poema mira hacia el pasado y ve la naturaleza cumpliendo a la cabalidad la misión de mantenerse en su ser y de multiplicarse, mas mira también hacia adelante y ve al hombre en su triste labor aniquiladora:

Si la flor a la flor entrega el alto germen
y la roca mantiene su flor diseminada
en su golpeado traje de diamante y arena,
el hombre arruga el pétalo de la luz que recoge
en los determinados manantiales marinos
y taladra el metal palpitante en sus manos.

De los tres reinos -mineral, vegetal, animal- sólo uno, representado por el hombre, golpea y destruye (arruga, taladra). El resultado es el sufrimiento, él alma desgarrada "entre las vestiduras hostiles del alambre Mientras el cereal repite su ternura en la historia amarilla de pequeños pechos preñados y el agua vierte su paternal trasparencia desde la nieve hasta la ola, el hombre ofrece máscaras precipitadas, hacinamiento de rostros, un miserable árbol de razas asustadas. Es la muerte sin gloria que va llegando a los mortales. Llega a diario, en el quehacer trivial, en el campo y el puerto, en la ciudad; llega -¡qué hermoso y qué doloroso- "al capitán oscuro del arado".

A esta muerte pequeña estuvieron sometidos también los constructores de la fortaleza andina. Ayer y hoy confunden en el común factor de sufrimiento y muerte a los seres humanos. El yo-cronista no puede desentenderse de esta realidad ni limitarse a su narración a la distancia, en fría objetividad. Es invitado a Macchu Picchu por la muerte. Aceptar significa incorporarse a los dolores viejos y actuales, al sufrir y morir de todos. Y el poeta acepta. Ha de ir a través de su propia soledad y angustia al encuentro con la cima coronada por las muertes antiguas. El destino es siempre personal e inintercambiable. Los hombres, paradójicamente, se encuentran en el cumplimiento de estos quehaceres propios conducentes a la muerte; son solidarios antes que nada por su inevitable y común desembocadura en el fallecer:

entonces fui por calle y calle y río y río,
y ciudad y ciudad y cama y cama,
y atravesó el desierto mi máscara salobre,
y en las últimas casas humilladas, sin lámpara, sin fuego,
sin pan, sin piedra, sin silencio, solo,
rodé muriendo de mi propia muerte.

El cronista es ya protagonista. El yo es también el otro, los demás. Son dos pasos que ocurrieron con naturalidad: invitación a participar del reino de los muertos, aceptación que implica asumir el propio morir, identificación con quienes invitaron, invitados a su vez en otro tiempo por los iniciadores de esta cadena que no concluye. Ahora se está en condiciones de ascender hasta Macchu Picchu, ese reino muerto que vive todavía. La reiteración del adverbio "entonces" señala la relación necesaria entre asumir la muerte propia y ascender al sitio construido con él esfuerzo doloroso y mortal de muchos.

La identificación ya no se perderá. El viajero mira la piedra suavizada por el tacto de un rostro que miró con sus ojos, que aceitó con sus manos las desaparecidas maderas. Los ojos y las manos se confunden, pues pertenecen a quienes ya son uno. Se ha alterado consiguientemente la cronología. El viaje ocurrió en el espacio y en el tiempo: "mil años de aire, meses, semanas de aire, de viento azul, de cordillera férrea", e involucra un ir y venir de aquí hacia allá y de hoy hasta entonces, no menos que de allí hacia acá y desde entonces hasta hoy. A esta luz léanse los siguientes versos dirigidos a los antiguos trabajadores:

¿Fuiste también el pedacito roto
de hombre inconcluso, de águila vacía
que por las calles de hoy, que por las huellas,
que por las hojas del otoño muerte
va machacando el alma hasta la tumba?

La intercomunicación alcanza a todos los hombres de hoy con todos los del ayer. Y es que con el viajero ha subido todo el amor americano. Por eso la combinación de nombres corrientes actuales con apellidos indígenas; el varón respectivo es caracterizado por su oficio y, más que eso, por la suerte de humillación que ha de soportar en el mundo. El hijo de Viracocha se llama Juan su apellido es el del trabajo y del desamparo: Cortapiedras, Comefrío, Piesdescalzos. La fraternidad se extiende Los seres humanos constituyen una familia.

Vuelve el poeta a distanciarse de los protagonistas al concluir el poema. Ahora será el portavoz de los silenciosos y enterrados: "Yo vengo a hablar por vuestra boca, muerta". Así fue sucesivamente narrador, personaje narrado y hablante lírico. Con esta triple calidad había aparecido en el fragmento primero, sólo que en orden in verso: como lírico al inicio y al término como enunciador de su propio quehacer entre los hombres.

En síntesis, como hemos aseverado en otra ocasión [19] "Alturas de Macchu Picchu" prolonga la visión iniciada en "La lámpara en la tierra", hace avanzar cronológica y espacialmente la presencia del hombre en el mundo, combina con extraordinario acierto épica y lírica, intercambia poéticamente realidades de hoy y de ayer y de aquí y de allá, en un logrado esfuerzo por dar unidad y universalidad al quehacer humano.

No vamos a seguir capítulo a capítulo las vicisitudes del hombre americano, obligado a luchar contra los conquistadores, contra la modorra colonial, contra los realistas, contra los explotadores provenientes del capital y del imperio. Baste decir que es una lucha implacable y grande aunque no siempre heroica, a la que no se puede renunciar. Se busca una luz que por momentos ha perdido absolutamente el brillo. La oscuridad llega al mismo yo poético, que también en esta ceguera solidariza con los hombres del continente. Al final, sin embargo, aguarda un horizonte luminoso y positivo. No hay desesperación en Canto General. La línea constructiva que comenzó en los orígenes fecundos de la naturaleza pasa por noches duras y frías, pero vislumbra amaneceres claros, no importa si muy remotos. "Voy a vivir" es el título simbólico de uno de los últimos poemas. El libro tiene visos de "comedia" medieval, es decir de remate positivo. Comedia bien terrestre, por cierto, sin final en el cielo. No se piense en un fácil happy end. El camino es pesado, como de selva "salvaje, áspera y fuerte". No hay más remedio que luchar. Esta es la esperanza, la del combate. Ni Virgilio ni Beatriz sirven de guía; sí un oscuro instinto de libertad, una intuición de mundo feliz, el vislumbre no perfilado de una utopía a la que cabe agarrarse con fe. En "Himno y regreso", poema que integra el "Canto General de Chile", núcleo primitivo del libro, salta a la vista este esfuerzo heroico, individual y colectivo, que han de realizar los americanos para cumplir su destino. Más allá de las circunstancias históricas y biográficas implicadas en el texto, se podrá apreciar esta línea de final positivo que postulamos para todo el libro. Exiliado que retorna a la patria, recuerdo de la obra realizada, añoranza del reposo en el seno paterno-materno y quizás conyugal ("mi brazo en tu cintura"), elogio de la pureza y de la fuerza patrias, petición esperanzada de preservar la luz difícil en la inmensidad de América dormida. Y todo con la personificación de la naturaleza, con la búsqueda de la unidad terrena ("Quiero dormir en tu sustancia"), con la finísima mirada de poeta elegíaco ("un ramo litoral tejeré a tu belleza") y con ese vuelco directo de lo real en la palabra figurada ("tu dura espiga de esperanza") que permite ver realidad en la metáfora o, si se quiere, que hace de la metáfora una expresión no mediatizadora sino -paradójicamente- de inmediata representación de lo cantado:

Guarda tu luz, ¡oh patria!, mantén
tu dura espiga de esperanza en medio
del ciego aire temible.
En tu remota tierra ha caído toda esta luz difícil,
este destino de los hombres
que te hace defender una flor misteriosa
sola, en la inmensidad de América dormida.

No se piense únicamente en el carácter narrativo d Canto General. Poemas enteros hay -y algunos de lo más bellos- que corresponden sólo al canto lírico tradicional, a la postura contemplativa de quien se deja alterar por la hermosura de las cosas y. la manifiesta y se manifiesta mediante la palabra expresiva. La amplitud y la heterogeneidad de la obra permiten estos momentos, que no resultan postizos ni como en paréntesis, sino bien integrados en un conjunto ordenado a la postre por la temática de América y por la actitud de abrazo a su naturaleza y al quehacer de sus hombres. Entre tales poemas uno sobresale, a nuestro juicio, por la riqueza de sus imágenes, por su ritmo acorde con lo cantado, por cierta solemnidad propia de quien mira desde el pasmo, por su construcción sobria y bien trabada. Pensamos en "No sólo el albatros" del capítulo "El gran océano". El poema apostrofa líricamente a las aves del frío mundo austral, a las no esperadas de la primavera ni de la miel, sino en la tempestad, en el desafío y en la soledad. Para ellas su canto: "Novias de sal, palomas procelarias, / a todo aroma impuro de la tierra / disteis el dorso por el mar mojado, / y en la salvaje claridad hundisteis / la geometría celestial del vuelo". Todas son aves sagradas, también la gaviota serena, el guanay sobre la espuma, la fardela de platino. Es el poeta clásico que busca el equilibrio: vendaval pero también serenidad, hermosura chiquita junto a furia estrepitosa. Igual balance en la estrofa última, cuando se pide de las aves el estaño helado y la condición congregada en el águila marina, la estructura inmóvil y todos los crecimientos y rupturas, es decir, su don de lo estático y su don del dinamismo. Clasicismo también en la preferencia por el endecasílabo blanco amarrado en una conclusión perfecta, y en la sabia arquitectura del conjunto: comienzo elegíaco objetivo en que sólo hay voz para cantar las aves y remate de petición en que el yo solicita el doble regalo que las aves pueden dar, su detención y su vuelo. Permítase la transcripción de todo el poema:

No de la primavera, no esperadas
sois, no en la sed de la corola,
no en la morada miel
hebra por hebra en cepas y racimos,
que se entreteje
sino en la tempestad, en la andrajosa
cúpula torrencial del arrecife,
en la grieta horadada por la aurora,
y más aún, sobre las lanzas verdes
del desafío, en la desmoronada
soledad de los páramos marinos.

Novias de sal, palomas procelarias,
a todo aroma impuro de la tierra
disteis el dorso por el mar mojado,
y en la salvaje claridad hundisteis
la geometría celestial del vuelo.

Sagradas sois, no sólo la que anduvo
como gaviota ciclónica en la rama
del vendaval: no sólo la que anida
en las vertientes de la furia, sino
la gaviota de nieve redondeada,
la forma del guanay sobre la espuma,
la plateada fardela del platino.

Cuando cayó cerrado como un nudo
el alcatraz, hundiendo su volumen,
y cuando navegó la profecía
en las alas externas del albatros,
y cuando el viento del petrel volaba
sobre la eternidad en movimiento,
más allá de los viejos cormoranes,
mi corazón se recogió en su copa
y extendió hacia los mares y las plumas
la desembocadura de su canto.

Dadme el estaño helado que en el pecho
lleváis hacia las piedras tempestuosas,
dadme la condición que se congrega
en las garras del águila marina,
o la estatura inmóvil que resiste
todos los crecimientos y rupturas,
el viento de azahar desamparado
y el sabor de la patria desmedida.

Es un final de belleza superior. Las sinestesias vienen naturalmente al verso para conformar la pureza (blanco) y el noviazgo (azahar) del viento con el desamparo, no menos que para gustar del propio país extendido en forma increíble por el mundo austral. La petición solemne y reiterada -dadme- corresponde a los finales, también de participación, de muchas odas elementales y de "Alturas de Macchu Picchu". Es la clausura redondeada en la incorporación del yo a la vida, hermosa aunque tan dura, de la realidad cantada.

Hugo Montes, Para leer a Neruda. Santiago: Francisco de Aguirre, 1974, 165 p.



[19] Macchu Picchu en la poesía, 50, Santiago, 1972.

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