Amor
y Temporalidad en Veinte Poemas de Amor y una Canción
Desesperada
Carlos
Santander
A Jaime Concha
1.
La
primera poesía de Pablo Neruda gira indiscutiblemente en torno
al tema del amor. Los títulos -siempre felices en el poeta-
nos orientan hacia una primera y tentativa comprensión de sus
temples y contenidos. Crepusculario, hacia un espacio límite
entre el día y la noche, hacia un momento que es fugacidad por
excelencia, donde los arreboles cambiantes, los juegos de luces
y de sombras, los últimos rayos de sol y las primeras estrellas
ambientan la situación de los amantes y la intensidad de una
angustia. Tentativa del Hombre Infinito y El Hondero
Entusiasta ponen de relieve potenciales dinamismos, aperturas
cósmicas, soberbios temples interiores, mientras que Veinte
Poemas de Amor y una Canción Desesperada manifiestan el contraste
dramático de una comunicación que se intenta y una esperanza
que se frustra. Los personajes tradicionales de la situación
lírica como lo son el poeta y la amada, la desesperada tentativa
por la fundamentación de los vínculos y la naturaleza del espacio
que la tensión se realiza, quedan apuntados catafóricamente
en esta primera aproximación.
2.
Los
veintiún poemas que constituyen el libro Veinte Poemas... no
modifican esta situación básica del amante frente a su amada.
Más bien la confirman. Esto autoriza el tratamiento del hablante
individual de cada uno de los poemas al nivel de un hablante
ideal –"el poeta", "el amante"- que resuma
y condense las características de los hablantes particulares.
Este hablante o autor ideal, éste “poeta” no hay que confundirlo
con el poeta en cuanto sujeto real. Son conocidos los intentos
de establecer la motivación biográfica de muchos de estos textos
encontrando a las mujeres reales que los inspiran. Siendo estos
estudios plenamente justificables e interesantes para la biografía
del poeta no solucionan el problema de definir la particular
estructura de lenguaje que hace posible la cristalización poética.
»El autor se objetiva como espíritu creador en su obra; y sobre
él como tal, como espíritu creador, puede hablarse con el solo
documento de su creación poética, pues el autor como espíritu
creador no es sino el espíritu que da origen a la obra -un momento,
supremo, del ser concreto del autor- y no éste sujeto real en
todas sus dimensiones vitales. El autor ideal, objetivado, no
es, pues, ni hablante alguno de las frases poéticas (ni hablante
básico, ni personaje) ni sencillamente el ser empírico del poeta«[1].
3.
En
Veinte Poemas la actitud lírica reiterada es la del apóstrofe
lírico: el poeta se dirige a la amada, con excepción de los
poemas 4 y 20. Pero, además, el poeta busca el destinatario
a raíz de la situación de sí mismo, porque posee una historia
en la cual se inserta, como un nuevo antecedente, la relación
amorosa misma que le otorga un desenlace o lo hace presentir.
En esta situación del poeta -o en su historia- lo primero que
resalta es la dimensión de la soledad, una soledad que no es
la horaciana, serenamente contemplativa, distante de lo trafagoso,
ideal momento para la comprensión superior de las calidades
contradictorias del mundo. La soledad, en Veinte Poemas, no
es la postulada, resultado de una proyección vehemente del ser
en el sentido del querer estar solo, sino una soledad advenida,
por efecto de alguna ley misteriosa, de alguna razón implacable
que afecta su existencia personal, una soledad que proviene
del abandono. Así sentida, su soledad no es la condición del
sosiego, sino de la inquietud; no es serenidad, sino desesperación;
no es mansa alegría del espíritu, sino agrio vino del martirio.
El poeta es el gran abandonado:
Fui solo
como un túnel. De mí huían los pájaros.
[Poema 11]
Allí se
estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.
[Poema
7]
Sin
embargo, illo tempore, la situación era muy otra. En el poema
8 se hace mención a un estado anterior de plenitud:
Soy el
desesperado, la palabra sin ecos,
el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo.
Nunca
en el libro se da razón del por qué de esta pérdida, de esta
caída al pozo desesperado de la soledad y del abandono. Por
otra parte, cabe destacar que este sentimiento interior de soledad
es paralelo a una situación de absoluta asociabilidad. Parece
ser un ente que ha suspendido sus relaciones con la colectividad
o con el proceso histórico. El suyo es un mundo deshabitado.
No hay casa personal ni ajena que sirva de amparo; no hay tráfago
urbano: calles, edificios, hombres que pasen, que hablen, que
trabajen. No hay objetos que puedan vincularse directamente
al hombre. No hay proceso objetivo que no sea el desarrollo
y el ahondamiento de su propia subjetividad. Sus espacios son
siempre abiertos, cara al viento, a la noche, al mar, a las
estrellas. Es, en este sentido, un poeta objetiva y subjetivamente
a la intemperie.
4.
Si
hubiera que determinar cuál es su espacio preferido, diríamos
que es uno fronterizo entre la tierra y el mar, la costa:
Ah vastedad
de pinos, rumor de olas quebrándose.
[Poema 3]
Llueve.
El viento del mar caza errantes gaviotas.
[Poema 8]
Yo que
viví en un puerto desde donde te amaba.
[Poema 13]
Mi vida
antes de nadie, mi áspera vida.
El grito frente al mar, entre las piedras.
[Poema
17]
En los
oscuros pinos se desenreda el viento.
Fosforece la luna sobre las aguas errantes.
[Poema 18]
Abandonado
como los muelles en el alba.
[La Canción Desesperada]
Ya
Clarence Finlayson y Jaime Concha se han referido en sendos
estudios al valor simbólico de la costa en la poesía de Residencia
en la Tierra[2].
Sólo interesa destacar aquí que este espacio preferido ya existe
en la poesía primera de Neruda, sin que, desde luego, alcance
todas las significaciones que va a encontrar más adelante. Mirado
desde la tierra, en Veinte Poemas, el mar es vastedad sin límite,
horizontes que se desplazan, invitación al viaje, ritmo y pulsación
vital: libertad suma. Pero también es espacio inseguro, posibilidad
del naufragio, movimiento incesante, ruta perdida, cinturón
de acoso, atrapador de pájaros, ente devorante, ruido incansable.
El gran símbolo oceánico soporta en Veinte Poemas significaciones
contradictorias donde se proyecta la propia naturaleza subjetiva
del poeta. Su vocación de libertad, de ser inapresable como
las aguas del mar que eluden todas las redes, y también sus
temores de ser acosado o prisionero, de naufragar en lo fugaz
y proceloso. En un país como Chile que va entre mar y cordillera,
la vocación de Neruda es decididamente marina. En' este sentido,
el puerto que es lugar de acceso, ruta acabada, tierra firme,
se presenta también, como antes el mar, en su calidad de lugar
trafagoso, de paso, incierto. Allí, el barco es capaz de echar
amarras, pero allí también, la tierra extenúa su solidez y certidumbre.
La costa adquiere así las categorías de un espacio que en su
ser uno es, a la vez, múltiple y contradictorio.
Así
como la costa es el espacio predilecto, el crepúsculo es el
momento escogido como centro o dimensión de la temporalidad.
Es el lapso de las "horas profundas" (Poema 3), intersección
de la vida y la muerte:
Muda,
mi amiga,
sola en lo solitario de esta hora de muertes
y llena de las vidas del fuego
[Poema 2]
De
otra manera que la costa posee asimismo una naturaleza fronteriza.
El día concentra su ser lumínico hasta convertirse en fuego
que hace una hoguera del cielo y sus nubes. Después, la luz
se extingue, las primeras estrellas aparecen y adviene la noche.
El crepúsculo borra los contornos nítidos de los objetos:
hacia
donde el crepúsculo corre borrando estatuas
[Poema
10]
Es
fugaz, alimenta la soledad, la confesión, el canto, es hora
de intimidades y de lecturas que caen, la única dimensión estética
y profunda del día y eso porque es la antesala de la noche.
Su ser huidizo contamina a los objetos, rapta a los seres queridos:
Siempre,
siempre te alejas en las tardes
hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.
Es
interesante destacar la correspondencia entre costa y crepúsculo
en Veinte Poemas, cuando Jaime Concha la ha advertido
en Residencia en la Tierra[3] ¿También existe la antinomia día-noche, aunque
no tan claramente perfilada, porque el tratamiento del día es
casi nulo. En todo caso, la coincidencia en el valor negativo
de la diurnidad es exacta con la observada por Concha y anticipa
lo que va a ser su tratamiento en la poesía residenciaria:
Niña morena
y ágil, nada hacia ti me acerca
Todo de ti me aleja, como del medio día.
[Poema 19]
Claramente
se observa que el poeta opta por las sombras. Su espacio por
excelencia es la noche.
5.
Pero
esta noche no es sueño ni posibilidad de “penetrante videncia”[4] como en Residencia. En Veinte Poemas
es, en primer lugar, el ámbito propicio para el enimismamiento,
el espacio óptimo del enfrentamiento del ser solo con su soledad.
La noche es la condición necesaria de la situación lírica.
"Lírica
sería la situación comunicativa del hablar consigo mismo, en
soledad. En esta situación, no puede ser esfera predominante
lo dicho, la dimensión representativa del lenguaje, pues
el oyente es el propio hablante, y el sentido fundamental de
la comunicación no puede ser dar a conocer a alguien lo que
ya sabe (...) Sólo si deseo expresión de mi ser, me hablo.
El decir en soledad tiene sentido como efusión de desahogo,
como solución de tensiones internas, como acto de templarse
a un tono dado y de objetivarse un estado inquietante o
incomprensible. El decir de esta situación es una afirmación
del ser propio, una restauración de la armonía interior: es
expresión, como reordenación superior del ser íntimo a través
del conocimiento del propio estado, que, puesto de manifiesto
en el acto comunicativo, se objetiva”[5].
Por
eso el poeta puede decir con toda propiedad:
Puedo
escribir los versos más tristes esta noche.
[Poema
20]
Porque
la noche hace posible el canto. Y el canto surge o del “conocimiento
del propio estado”, obtenido mediante el recurso del hablarse
a sí mismo, como en el poema 20, o de hablarle a la amada,
sea ésta una realidad presente o una realidad que se evoca.
Como este proceso del enfrentamiento con la propia desolación
conlleva necesariamente el sello de lo doloroso y lo terrible,
porque no es fácil el encaramiento de los aspectos más negativos
y desolados del yo, la noche es sentida como una potencia acosadora,
como un ejército terrible:
Fui solo
como un túnel. De mí huían los pájaros,
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
[Poema
7]
o
con dimensiones cósmicas:
Galopa
la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.
[Poema 7]
o
como señalando al poeta con su dedo de muerte:
hace una
cruz de luto entre mis cejas
[Poema 11]
Pero
también esta noche es terrible no sólo es, porque el ámbito
del autoconocimiento sino también porque está asociada a la
imagen de la amada. Lo nocturno encubre el abrazo de los amantes
porque
en noches como ésta la tuve entre mis brazos.
[Poema 20]
asociación
que lleva a la identificación de la noche con la amada misma.
Cierra
tus ojos profundos. Allí aletea la noche
………………..........................
Tienes ojos profundos donde la noche alea.
[Poema 8]
Eres como
la noche callada y constelada.
[Poema 15]
Sin
embargo, a semejanza de la poesía residenciaria, hay alusiones
a la noche como vientre cósmico donde -como dice Concha[6] se fragua la vida silenciosamente:
Fragua
de metales azules, noche de las calladas luchas.
[Poema 11]
En
suma, la noche no presenta aspectos relativos a actividades
oníricas o a videncias especiales, que el poeta cumple en el
acto de su poetizar. En cambio, sí es un ámbito del autorreconocimiento,
la personificación de la amada y la instancia cósmica poderosa
que invade al poeta con sus notas de terribilidad, impulsándolo
a la fecunda y dolorosa autognosis.
6.
En
la proclamación de su temple, el poeta se muestra -como ya dijimos-
en un estado de soledad y abandono. El campo semántico asociado
a esta situación alcanza a aspectos que dicen relación con el
desfallecimiento y la fatiga, el dolor (»agrio vino mío«), la
desesperación, el acoso y la desventura. En un ser sombrío,
presa de inciertas inquietudes, a las que define como »agua
devorante«, aludiendo a un oscuro proceso inconsciente -»agua«-de
autoagresión.
En
esta determinación de la situación del hablante se pueden distinguir
cuatro formas de autodefinición. En primer lugar, la autorreferencia
en cuanto ser en sí mismo. En este sentido, es un ser solo,
indeciso, fatigado, desesperado, desventurado y sombrío. Pero
este ser en sí guarda relaciones con el mundo o consigo mismo.
En este segundo aspecto, se define como un ser prisionero, acosado,
acorralado entre el mar y la tristeza. El sujeto se convierte
en objeto invadido. Los agentes de la invasión o el acoso pueden
ser externos o internos. Cuando son externos, pertenecen al
orden de lo natural: la noche y el mar:
y en mí
entraba la noche su invasión poderosa
[Poema 1]
acorralado
entre el mar y la tristeza
[Poema 13]
Cuando
son internos dicen relación con una inquietud propia, indefinida,
perteneciente al dominio de las zonas profundas del ser:
acorralado
entre el mar y la tristeza
amarrado a mi agua devorante
Un
tercer aspecto, proviene de un movimiento ad extra, partiendo
del estado de carencia. Se define como una búsqueda de lo satisfactorio,
de los elementos que pudieran saciar la gran sed interior.
Hoguera
de estupor en que mi sed ardía
[Poema 6]
donde
mis besos anclan y mi húmeda ansia anida
[Poema 3]
Es
el impulso de salvación, que denota el estado de carencia, pero
al mismo tiempo, la conciencia de la necesidad del otro, de
la necesidad de ruptura con la realidad que lo cerca, con los
muros, las paredes, los horizontes demasiado próximos. El afán
de trascenderse a sí mismo lo lleva a autodefinirse en relación
con oficios ligados a lo elemental. El poeta ya ha dicho que
su ser primero es primitivo y salvaje, es decir, natural:
Mi cuerpo
de labriego salvaje te socava
[Poema 1]
Cuánto
te habrá dolido acostumbrarte a mí,
a mi alma sola y salvaje
[Poema 14]
Comoquiera
que el ser presocial es insostenible en el tiempo, el poeta,
en cuanto es frente a otros, requiere de oficios, un matiz de
civilización. Esta actividad -desde luego, a nivel de lo poético-
mantiene el rastro de los momentos primeros por su vinculación
a la naturaleza y a sus símbolos fundantes: el mar, el cielo,
la tierra. Por eso o es labriego (tierra); pescador (agua):
En la
red de mi música estás presa
[Poema 16]
Inclinado
en las tardes echo mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos
[Poema 7]
u
hondero y arquero (aire)
Para sobrevivirme
te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda
[Poema 1]
Márcame
mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.
[Poema 3]
Pálido
buzo ciego, desventurado hondero
[La Canción Desesperada]
En
estos oficios, cuarto momento de autorreferencia, se perfila
el modo de prolongación que tiene la naturaleza pura en la actividad
del hablante y su relación con los cuatro elementos. Los oficios
recién señalados se sitúan en el campo de la actividad manual:
pescador, labriego, hondero. Pero esta praxis del poeta no tiene
un destino objetivamente productivo, destinado a una especial
sociedad de consumo. Es decir, no tiene un fin social amplio.
Antes que nada hay que decir que se desarrollan en el campo
de las imágenes y no de una praxis a la que se hiciera referencia
desde el acto poético. Y estas imágenes que hacen alusión a
una actividad del espíritu al modo de las parábolas (porque
la sed y el hambre son apetencia del otro y no un hambre o una
sed fisiológica), son el modo de referencia a una relación no
social, sino personal, la relación poeta-amada. Es sobre ella,
donde el poeta ejecuta y cumple su función productora. Y como
lo que produce son imágenes, es decir, poesía, resulta que el
oficio más propio, el oficio excelente del hablante es el hablar,
el ser poeta. Y así como la mano es la posibilidad material
del ser pescador o labriego, así la boca es la base material
del hablar, del decir, de la palabra y su variante silenciosa,
que es el beso. A los tres elementos señalados más arriba -aire,
agua y tierra- y sus correspondientes oficios, hay que agregar
ahora el cuarto, que es el fuego, vinculado al beso, a la palabra
y al poema. Hemos visto ya de qué manera el fuego aparece asociado
al crepúsculo (“esta hora de muertes y llena de las vidas del
fuego” (poema 2). Pero el crepúsculo está vinculado a
la palabra:
Historias
que contarte a la orilla del crepúsculo
[Poema 13]
y
al canto:
muñeca
triste y dulce, para que no estuvieras triste
[Poema 13]
oh segadora
de mi canción de atardecer
[Poema 16]
como
el fuego expresa al beso:
hacia
donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas
[Poema 6]
He ido
marcando con cruces de fuego
el atlas blanco de tu cuerpo
[Poema 13]
Cementerio
de besos, aún hay fuego en tus tumbas
[La Canción Desesperada]
Es
decir, el fuego es un elemento activo, creador, fecundo en la
simbología del poeta. Está siempre presente como actitud interior
del hablante en su relación con la amada o como enmarcamiento
natural de estas relaciones. En el poemario que analizamos,
el apóstrofe se hace siempre a una amada inmediata cuando el
contorno es crepuscular. Los fuegos del crepúsculo son el modo
de participar que tiene el cosmos en los sentimientos del poeta.
En cambio, cuando el apóstrofe es una amada ausente, lejana
o perdida, la ambientación es nocturna. No olvidemos, sí, que
el crepúsculo exaspera sus luces por el advenimiento de las
sombras. Con éstas se aleja la amada:
en tus
ojos de luto comienza el país del sueño
[Poema 16]
El
crepúsculo es la hora de la consumación del amor. La noche,
la hora de cantar esa experiencia perdida.
Mi hastío
forcejea con los lentos crepúsculos.
Pero la noche llega y comienza a cantarme
[Poema 18]
Un
buen ejemplo de esta relación fuego besos-palabras está
dado en el poema 14 donde arden y brillan ternuras y crepúsculos,
luceros y caricias, en un incendio personal y cósmico:
Hemos
visto arder tantas veces el lucero besándonos los ojos
y sobre nuestras cabezas destorcerse los crepúsculos en abanicos
girantes.
Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote
[Poema 14]
7.
Los
cuatro estados del hablante -ante sí mismo, ante los otros,
su búsqueda y oficios germinan un campo fértil en imágenes correspondientes.
Desde luego, en relación con su estado de soledad y abandono,
es frecuente la simpatía del poeta por los pájaros. Todo un
campo de imágenes gira en torno a esta asociación fraterna.
Las aves pueblan de canto y vida lo que habitan. Su alejamiento
hace más relevante y dolorosa la soledad:
Fui solo
como un túnel. De mí huían los pájaros.
[Poema 1]
A veces
emigran y huyen pájaros que dormían en tu alma.
[Poema 12]
Pasan
huyendo los pájaros
[Poema 14]
Surgen
frías estrellas, emigran negros pájaros.
[La Canción Desesperada]
Desde
Homero se habla de que las palabras son aladas. En Veinte Poemas...
esta asociación es constante:
Mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas
[Poema 5]
Entre
los labios y la voz, algo se va muriendo.
Algo con alas de pájaro...
[Poema 13]
De ti
alzaron las alas los pájaros del canto
[La Canción Desesperada]
Este
símbolo no es significación de movimiento puro. Más bien es
símbolo de tibia vida, de nido, de canto. De tierna alegría
canora:
Boina
gris, voz de pájaro y corazón de casa.
[Poema 6]
o de libertad:
El viento
del mar caza errantes gaviotas.
[Poema 8]
para tu
libertad bastan mis alas
[Poema 12]
Y
cuando significa movimiento, éste tiene la connotación de una
dirección definida. Los pájaros emigran en pos de un destino
preciso, hacia una dirección fija. Son sinónimo de orientación,
cara al hablante sumido en la confusión. No resulta extraña
la identidad pájaro-flecha:
Viento
que lleva en rápido robo la hojarasca
y desvía la flecha latiente de los pájaros
[Poema 4]
Ni
que las palabras puedan soportar realizar la misma acción que
las aves:
Ellas
están huyendo de mi guarida oscura
[Poema 5]
El viento
arrastra mi voz muda
[Poema 16]
Sin
embargo, si los pájaros están en relación con la noche, se contaminan
con lo sombrío y se hacen hostiles:
Los pájaros
nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.
[Poema 7]
El
hambre de movimiento de las aves apura el madurar de las situaciones
que el poeta desearía como permanentes. Ejercen una acción destructiva,
de allí la insistencia en la acción de picotear. El pájaro pequeño
picotea para nacer, es acción del tiempo, para también apresurar
la muerte del verano dañando sus productos y llevando el proceso
de maduración al de podredumbre:
Cementerio
de besos, aún hay fuego en tus tumbas,
aún los racimos arden picoteados de pájaros.
(La Canción Desesperada]
El
mismo sentimiento de soledad o de abandono fecunda otra imagen:
la de la oquedad profunda. El poeta se considera a sí mismo
como un ser hueco y sombrío. Es túnel, pozo, sentina, guarida
oscura, cueva de náufragos. En general, la oquedad es terrestre,
pero tierra infértil, terrífica, sin apertura hacia el misterio
o a escondidos tesoros. Por el contrario, es estéril, y sin
lugar a maceraciones de metales o a proliferación de raíces
fecundas. Es la contrapartida -por ausencia de luz- de lo astral.
La noche en Neruda está siempre iluminada por la presencia de
la luna o las estrellas. Así la noche es azul, constelada, fosforescente
y poblada. El poeta no la siente ajena: ya hemos dicho, es su
ámbito para el momento que conduce al acto creador, por lo tanto,
fértil. Es posible, incluso, cierta identificación entre el
pulso de los astros y el ritmo pasional del individuo:
...las
primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.
[Poema 7]
La
noche es testigo de la actividad del poeta. Y, a veces, el único
testigo:
Nadie
nos vio esta tarde con las manos unidas
mientras la noche azul caía sobre el mundo
Por
otra parte, por oposición a la inmovilidad o estatismo de las
imágenes subterráneas, la noche es vista dinámicamente, latiendo,
gestando el movimiento y el devenir. Los desplazamientos astrales
o cósmicos tocan el vértice opuesto, lo terrestre y afectan
el destino de lo humano, poniendo en lo suyo un sello de inestabilidad.
Casi fuera
del cielo ancla entre dos montañas la mitad de la luna.
Girante, errante noche, la cavadora de ojos.
A ver cuántas estrellas erizadas en la charca.
Hace una cruz de luto entre mis cejas, huye.
Fragua de metales azules, noche de las calladas luchas,
mi corazón da vueltas como un volante loco.
[Poema 11]
La
relación vertical que se establece entre lo astral y lo terrestre
está en función del desdoblamiento en dos planos del hablante
lírico. Uno es el hablante terrestre. Solo, estéril, náufrago
en la existencia, desesperado y sombrío. Subterráneo en su ser
radical, pero con raíces que no alcanzan a tocar la solidez
de lo terrestre y se agitan vagamente en el vacío. La contrapartida
de este ser puede mirarse en el espejo del cielo. El cielo es
infinito, como la tentativa de este hombre. El destino del canto,
que allí instala su eficacia:
Desde
mi boca llegará hasta el cielo
lo que estaba dormido sobre tu alma
[Poema 12]
Es
el fundamento inmóvil. Bajo él se suceden los viajes astrales,
los inquietantes desplazamientos:
Aguas
arriba, en medio de las olas externas,
tu paralelo cuerpo se sujeta en mis brazos
como un pez infinitamente pegado a mi alma
rápido y lento en la energía subceleste
[Poema 9]
Bajo
él acontecen las fulguraciones de la amada, encendida por el
amante celeste y tierno:
Niña venida
de tan lejos, traída de tan lejos,
a veces fulgurece su mirada debajo del cielo
Y
si el poeta es el cielo, bien la amada puede ser la nube que
él cósmicamente plasma:
En mi
cielo al crepúsculo eres como una nube
y tu color y forma son como yo los quiero.
[Poema
16]
Este
aspecto del poeta-cielo está en relación con su ser primigenio,
entendido como salvaje y primitivo. El hombre de los túneles,
cuevas y guaridas es el ser en el mundo, enfrentado a su desesperación.
El ser acosado y ansioso. El hombre del cielo tiene las calidades
opuestas: la permanencia, no el naufragio; el fundamento, no
el fenómeno; la energía violenta, no la anemia de la desnutrición;
la libertad. Es el hombre en contacto con lo elemental, vitalizado
e instintivo:
Mi vida
antes de nadie, mi áspera vida.
El grito frente al mar, entre las piedras,
corriendo libre, loco, en el vaho del mar.
Desbocado, violento, estirado hacia el cielo.
[Poema
17]
El
cielo otorga al poeta la aspirada posibilidad de permanencia,
de fundamento, de soporte inmóvil capaz de ironizar todo lo
que sea movimiento. Porque su gran enemigo es justamente el
movimiento.
Y
lo inmóvil se presenta inscrito en dos estratos antagónicos:
uno, el cielo, que sería la inmovilidad positiva, el fundamento
de todas las cosas, la inalterabilidad intocada por lo alterable;
otro, la oquedad subterránea, con su calidad de inmovilidad
infecunda, oscura (no como el cielo que es capaz de llenarse
de fulgores y luces estelares), deshabitada. El cielo es movimiento
del espíritu hacia un infinito que se abre en la más ancha libertad.
Capaz de realizar al individuo en plenitud. La oquedad profunda
en lo terrestre es la imagen de la nadificación del ser, del
desamparo absoluto. Entre ambos estratos de inmovilidad, se
ubican otros dos: la energía subceleste: sol, estrellas, luna,
nubes, luces y sombras en permanente navegación. Y lo terrestre
y marino, país de lo humano, espacio del cambio constante de
los elementos, las relaciones y los seres.
Hay
aún otra imagen frecuente con que se expresa la desorientación
y la zozobra. Es la imagen del naufragio. Como en las metáforas
de la poesía mariana, el mar es la vida procelosa en que suelen
perderse las almas. Para los navíos que lo surcan están hechos
los faros que señalan el peligro o anuncian el puerto de destino.
En la poesía mariana, este faro es desde luego la Virgen que
auxilia a los pecadores. Nada de auxilio sobrenatural hay en
Neruda. El faro es el poeta mismo para la amada o es la amada
para el poeta. En ambos casos, los seres presentan una intensa
materialidad. Así como el naufragio es el naufragio del uno
en el otro.
¡todo
en ti fue naufragio!
[La
Canción Desesperada]
El
faro es lo estable. Ese ser erguido en el mar, batido por el
viento y las olas, implica destino, orientación, firmeza. Es
también luz que horada tinieblas, consunción útil de energías:
Hago rojas
señales sobre tus ojos ausentes
que olean como el mar a la orilla de un faro.
(Poema 71
La hora
del estupor que ardía como un faro
(La Canción Desesperada]
Alrededor
del mismo campo de significaciones están las imágenes relativas
a la navegación. Como los pájaros, los barcos tienen la clara
virtud del rumbo señalado de antemano. Toda carta de navegación
es precisa en relación con el punto de destino. Su rumbo cierto,
orientado -como una flecha en pos de su blanco- opera magnéticamente
sobre la sensibilidad del caminante indeciso.
En
las raras veces que el poeta experimenta esta seguridad, el
temple se torna orgulloso:
estival,
el velero de las rosas dirijo
[Poema
9]
duro de
pasiones, montado en mi ola única
(Poema
9]
De pie
como un marino en la proa de un barco
[La
Canción Desesperada]
Pero
la imagen puede estar al servicio del desfallecimiento. Nada
más terrible entonces que no dar en el blanco, por existencial
ceguera, o perder la orientación del puerto a causa de la tempestad
o la niebla.
Pálido
buzo ciego, desventurado hondero,
descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!
[La Canción Desesperada]
8.
Las
imágenes que se desprenden del hablante en cuanto ser acosado
están, en general expresadas por verbos o sustantivos que indican
acción de invadir, acosar amarrar, acorralar. Esto tal vez,
porque imaginó esta situación de una manera personal y concreta,
realizándose sobre él. No obstante, pasa sobre su conciencia
un símbolo soberano, el rey de lo fugaz, del movimiento, capaz
de trastrocar todas las cosas, señor de los estratos inestables,
asolador del mar, del hombre y de la tierra. Este símbolo, el
más hostil de todos en este poemario, es el viento. El único
entre los veintiún poemas del texto en que la actitud lírica
es claramente enunciativa es el poema cuatro. Su motivo es justamente
el viento. Los restantes poemas son apostróficos, con excepción
del poema veinte cuyo lenguaje, por excelencia lírico, es el
de la canción. No hay identificación entre el poeta y el viento.
Hay distancia. Se lo trata objetivamente, aunque con respeto.
Con el respeto que se debe a la divinidad, aunque ésta sea demoníaca.
El viento exacerbado y más temible es el de la tempestad. Comoquiera
que el poeta sufre “la nostalgia del reposo” y su máxima aspiración
es el anidar definitivo en el encuentro con el otro, la tempestad
-que es capaz de desarraigar las más sólidas fundaciones- o
de impedirlas o hacerlas pasajeras- atrae toda la desconfianza
hostil del poeta. El viento sobrevuela -podría decirse- como
un espíritu maligno sobre los amantes, ululando sobre “su silencio
enamorado”, anunciando el “vamos” o el “adiós”, temporalidad
pura, agente eficaz de la destrucción. De allí su carácter de
motor del viaje:
Como pañuelos
blancos de adiós viajan las nubes,
el viento las sacude con sus viajeras manos.
Su
pluralidad indeseada e inoportuna, rompiendo la unidad de los
amantes:
Innumerable
corazón del viento
latiendo sobre nuestro silencio enamorado
Su
carácter divino:
Zumbando
entre los árboles, orquestal y divino,
como una lengua llena de guerras y de cantos.
Si
atendemos al valor simbólico de las flechas y los pájaros señalado
más arriba, puede comprenderse su carácter maligno:
Viento
que lleva en rápido robo la hojarasca
y desvía la flecha latiente de los pájaros.
En
este poema, al amor se lo pondera materialmente como »un volumen«.
Este amor es combatido, sobresaltado, sacado de quicio por esta
fuerza enemiga:
Se rompe
y se sumerge su volumen de besos
combatido en la puerta del viento del verano.
Toda
la sonoridad de la aliteración es aquí más que un recurso.
El
viento, en su acción maléfica, realiza la función de apartar
a la mujer amada de la proximidad del poeta:
Quejumbre,
tempestad, remolino de furia,
cruza encima de mi corazón, sin detenerte.
[Poema 11]
Como
es el símbolo, del cambio, del fluir, del movimiento, en el
sentido destructor, puede estar también asociado a la muerte:
Viento
de los sepulcros acarrea, destroza, dispersa tu raíz soñolienta.
Desarraiga los grandes árboles al otro lado de ella.
[Poema
11]
También
es un elemento de acoso y persecución, de amenaza:
De pronto
el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada
...........................
Aquí vienen a dar todos los vientos, todos.
[Poema 14]
Tal
es la fuerza hostil del viento, tan grande su potencia, casi
su omnipotencia, dado su carácter divino, que el poeta llega
hasta el grito de impotencia frente a una fuerza desmesuradamente
mayor que la humana:
Pasan
huyendo los pájaros.
El viento. El viento.
Yo sólo puedo luchar contra las fuerzas de los hombres.
9.
El
tercer estado del poeta -el poeta lleno de ansias, sediento-
que se define por la búsqueda desesperada del otro, germina
la imagen máxima de estos poemas que no por azar son poemas
de amor: es la imagen de la amada. Hay una aspiración del poeta
por alcanzar un punto de estabilidad, equilibrio y realización
plena. Es decir, un tiempo definido por su forma acabada y perfecta,
un tiempo redondo, donde se pueda vivir sin la zozobra del transcurso,
que degrada e impide la posesión total y tranquila de los instantes
de significación máxima. Y un espacio, que como el tiempo, sea
también total, cierto, capaz de contaminar con su solidez el
objeto precario que sobre él se pose. Sobre esta base espacio-temporal
tendría que darse la fusión plena con el otro, la relación definitiva
con un prójimo que pueda asumir a cabalidad todas las funciones
ligadas a la naturaleza humana: desde la erótico-instintiva
hasta la más finamente espiritual. Para el poeta-hombre, este
ser no puede ser otro que la mujer amada, que, en cuanto realización
de una idealidad aspirada debiera señalarse por su materialidad
insigne, por su ser fraterno, por su capacidad de amparo, por
la labilidad de formas obedientes a la voluntad del poeta y
por sus posibilidades de trazar -como un oráculo- el destino
de su amante. Son estas características las que permiten afirmar
que »la mujer en los veinte poemas es un ser evidentemente carnal,
capaz de proporcionar gozosas experiencias sensuales, como en
el poema número nueve; pero también puede transformarse en una
potencia cósmica derribadora de límites que configura todo el
universo del poeta, y aún más, en un escudo, un refugio contra
la angustia y el dolor que tan fuertemente asedian el corazón
del lírico, para asumir, finalmente, en muchos momentos, el
papel de instrumento, de un arma de revelación de lo inteligible«[7]. Conviene, al respecto, detenerse
en el análisis del poema uno:
Cuerpo
de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
La
mujer aparece contemplada en su realidad material y entera,
sentida como objeto erótico, mirada morosa y amorosamente en
sus muslos y senos, en la perfecta simetría de lo blanco, color
que alude como el pan, a lo elemental facundo. Pero está integrada
a una realidad más amplia y total, como la tierra.
Toda
ella dispuesta a una entrega sin reservas. La visión de la mujer
se completa coherentemente, en los versos 3-4, con la referencia
al contemplador. A esa mujertierra le corresponde el hombre-labriego;
el ser masculino cuyo contacto con lo terrestre es todo un oficio.
Pero hay una diferencia significativa en el modo de aludir a
ambos términos de la pareja. La mujer es tierra, es decir, una
categoría cósmica, un fundamento, para el contemplador. El hombre,
en cambio, es hombre y labriego; no tiene otra categoría que
no sea la humana. No es mar, no es cielo. Tiene sólo su oficio
que no es otro que arrancar la fertilidad de lo fértil, como
un partero. El »cuerpo de mujer« es, por lo tanto, un ser natural;
el »cuerpo de labriego«, en cambio, un ser adquirido, cuya actividad
denuncia el temple desesperado, porque es salvaje y violento
(»socava«) y el producto de la tierra es obtenido de un modo
brutal (»hace saltar el hijo«). Las causas de esta desesperada
violencia se dan a continuación:
Fui solo
como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invación poderosa.
El
cuarteto anterior tiene una clave temporal de presente (pareces,
socava, hace); el cambio de clave a pretérito nos explica la
intensidad y violencia de esa posesión. Es el temor a la pérdida
del bien amado, a la reedición de la soledad primera. Soledad
y tinieblas caracterizaron al yo. Un túnel se excava en las
geologías inferiores más infecundas. La esterilidad, la falta
de canto, la imposibilidad de una mínima tibieza para servir
de nido, se plasma en la expresión »de mí huían los pájaros«.
Los pájaros, sigo de vida latiente, huyen del árbol frío y deshojado,
anticipo de muerte.
Si
no quiere sucumbir, el hablante ha de transformarse. En la guerra
de la existencia no bastan manos vacías. El arma es la extensión
del brazo, del hacer, de la voluntad. Y la mujer ha devenido
un instrumento de defensa vital del poeta. Para un »labriego
salvaje«, anterior casi al ser civilizado -que es ser social-
el arma ha de ser condigna: una flecha en la mano de un Apolo
griego; una honda, como en los pastores bíblicos. Flecha y honda
son también orientación, camino preciso en la parábola exacta
del vencimiento. Pero el poeta ha dicho que a esta amada que
contempla con arrobo, él la forjó »como un arma«. La mujer cae
así más bien en la categoría de las desideraciones que en la
de las realidades objetivas. La actitud de entrega de la amada
proviene de un haberla querido, soñado, o creado así, más que
de un modo de ser así independiente. Con ella, es posible vengarse
de la indefensión anterior, sobrevivir. La insistencia en su
materialidad viene a ahuyentar la entelequez de su concepción.
La amada excogitada -extraída mediante un acto creador de la
mente o rodilla del poeta-dios- ha de ver acentuados sus contornos
materiales para desmentir su carácter iluso y transitorio. De
allí la insistencia en aspectos primigenios de fertilidad y
nutrición (»cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme«).
El ser creado, sin embargo, hereda las debilidades consubstanciales
de su ente creador. Es decir, sus esperanzas de encontrar el
fundamento último y definitivo de la existencia y los temores
-fundados en la lucidez de una subconsciencia histórica- de
que la realidad contemplada por sus ojos no es una realidad
en sí, sino ilusoria; no es permanente, sino quebrada en sí
misma, en su vertebralidad, por su carácter fugaz, desanimado
y ausente.
Ah los
vasos del pecho! ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!
El
alejandrino se quiebra en dos hemistiquios que hacen alusión
a los dos aspectos contradictorios del ser amado. Una objetividad
positiva, sensual, fecunda, creadora (pecho-pubis) y una subjetividad
contrastante, que le resta valor, que desmiente la entereza
de la objetividad mentada: »ojos de ausencia«, »voz lenta y
triste«.
En
el cuarteto final
Cuerpo
de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.
-después
del éxtasis analítico de la estrofa anterior- la totalidad vuelve
a integrarse. »Cuerpo de mujer«. Pero, cuerpo de mujer mía,
donde la proclamación de la posesión del objeto amoroso se una
al sentido de haberla extraído de sí mismo. Y así, por efectos
de esta conciencia profunda del verdadero ser de la amada, ésta
se vuelve insuficiente. Siendo un don, una bienaventuranza,
un beneficio, es, sin embargo, en el fondo, una tregua fugaz,
un sueño.
La
amada es incapaz de saciar la sed inmensa del poeta, y así no
puede ser como venero inagotable de líquido refrescante y nutricio,
así tampoco resulta ser el faro que oriente al navegante en
un sentido diverso al del naufragio. El poeta seguirá siempre
aspirando a una gracia definitiva, porque a él lo afecta una
laceración sin límite. No sabemos por qué trauma de origen,
pero »la sed eterna sigue« y el camino se prolonga hasta el
»infinito«. Y la vida -conforme a una vieja imagen- se transforma
en un camino de destino impreciso, donde el peregrino sigue
la huella, ahora más dolorosa por la experiencia del espejismo.
Ni la flecha ni la honda han herido al enemigo, ni llegado a
su destino.
El
poema ha tomado pie en un acto de contemplación del objeto amoroso,
extático en cuanto lo vincula a esencias materiales definitivas,
como la tierra; ha explicado el temple desesperado de su posesión,
por la esperanza que se le asigna como bálsamo fecundo a los
sentimientos de soledad y esterilidad. Pero el objeto ha sido
excogitado por el propio poeta, como una realización de deseos
profundos y afecto por lo tanto, a la acción de la temporalidad.
En el acto de contemplación de la amada el poeta ve en ella
su propia esencia de ser que aspira a lo definitivo desde la
más radical precariedad. No hay que olvidar aquellas rosas del
pubis, flor hermosa, pero de instantes.
Por
eso se equivoca Rodríguez cuando afirma que »Neruda en un proceso
de freudismo trascendente, sublimando su instinto sexual, elevando
a un plano cósmico y representativo su subconciencia erótica,
se ha forjado una unidad central de referencia, una imagen como
una potencia carnal que asume poderes divinos: el dios-mujer«[8]. La divinidad siempre tiene contorno
de absoluto. Esta mujer es apetecida como divina, pero en la
intensidad de la contemplación se le ha revelado al poeta en
su esencia contradictoria: realidad plena, sensual, material,
terrestre, pero también de una plenitud falsa, porque ella no
es así; ha sido pensada así, y cuando el poeta lúcidamente la
mira, no ve en el fondo de sus ojos la verdad definitiva, la
inteligibilidad absoluta que le proporcione firmeza, y temple
animoso de vida, sino el hueco aterrador de una ausencia.
La
materialidad de la amada no es, pues, absoluta. Toma dos formas:
una de concreción cabal resuelta en imágenes o metáforas que
la vinculan a lo elemental terrestre o natural (»cintura de
nieblas«, »brazos de piedra transparentes«, »manos de uvas«,
»jacinto azula) y, en este sentido, llena de significaciones
positivas (sensual, terrestre, fecunda, honda, vital, nutricia,
foco de esperanza, faro, arquetípica); otra da materialidad
que se disuelve, que se escapa de entre las manos o que se efumina
en juegos de luces y sombras crepusculares (distante, viajera,
mortal, doliente, fugaz, muda, pálida, ausente, triste, silenciosa,
guardadora de tinieblas). Este ser contradictorio de la amada,
opera en la sensibilidad del poeta de manera tal que la realidad
amada se torna hostil, totalitaria, acosadora:
Todo lo
ocupas tú, todo lo ocupas.
[Poema 5]
tu silencio
acosa mis horas perseguidas
[Poema 3]
Cuando
la materialidad es concreta, la amada es totalidad gloriosa:
Cielo
desde un navío. Campo desde los cerros
[Poema 6]
Hasta
te creo dueña del universo.
[Poema 14]
Pero
en esta misma imagen que alcanza con un mismo eje lo alto y
lo bajo, se percibe la inalcanzabilidad del ser amado. Ella
es distancia, recuerdo, olvido, desde el punto de vista de la
inasibilidad espacial:
Tú también
estás lejos, ah más lejos que nadie.
[Poema 17]
Distante
y dolorosa como si hubieras muerto.
[Poema 15]
El
temor a que la separación o el abandono sobrevengan -avalado
por la experiencia profunda de su ineluctabilidad-, o impide
que el acto amoroso se realice con una madurez que exima de
toda zozobra o ansiedad, o ilumina de una manera oblicua, con
la intensidad engañosa de una luz crepuscular, los escasos momentos
de la presencia de la realidad feliz:
Me gratas
cuando calles porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estay alegre, alegra de que no sea cierto.
[Poema 15]
El
ser solo y acosado que es el poeta ha emprendido la búsqueda
de un amor imposible. Aunque materialmente pueda realizarse
en un acto de posesión -y en este sentido sí es posible éste
no puede otorgar la tranquilidad definitiva, porque la amaday
el amor están mirados sub specie mortis.
Ha venido
a dormirse en tu vientre una mariposa de sombra
[Poema 8]
Sobre
lo fecundo, sobre lo blanco y nutricio, en el dominio mismo
de lo sensual, la realidad inquieta y ubicua, sombría de la
muerte. La vida entera del poeta -aun en sus momentos más luminosos-
es navegar
torcido
hacia la muerte del delgado día
[Poema 9]
El
poeta está señalado por el destino fatídico:
una cruz
de luto sobre mi frente
Y la noche es sentida en forma terrible como
“una cavadora de ojos”.
[Poema
16]
La
amada misma, al modo del poeta, tiene »los ojos de lutos« o
está señalada en su calidad de mortal por la luz del atardecer:
En su
llama mortal la luz te envuelve.
[Poema 2]
porque
ella es
esclava
del círculo que en negro y dorado sucede
[Poema 2]
De
allí que el poeta puede decir en La Canción Desesperada que
sólo la
sombra trémula se retuerce en mis manos.
La
amada, así, ejerce la atracción del ser concreto, material,
sensual, sentida tan grande en el momento de su manifestación
como el universo. Ella tiene el poder de despertar las fuerzas
vitales básicas de un ser -que como el poeta- se siente anémico
y de transformarlo en un ente sólido en sus instintos, primitivo
y salvaje. La otra cara de la diosa -como la cara oscura de
la luna- es la de la revelación de que la existencia- todo el
tiempo, todo el espacio, los objetos, los seres y las relaciones-
es consubstancial con la muerte. Todo adquiere el sello de lo
perecedero. Y nada más próximo a esa muerte, nada la manifiesta
mejor, que la relación poeta-amada, que es la fugacidad por
excelencia. Todo el carácter adolescente de esta poesía de Pablo
Neruda se descarga en esta concepción del amor, en que la satisfacción
carnal no resulta jamás satisfactoria. Un inconsciente sentimiento
de culpa asocia el placer a la muerte. Es lo que lleva a sentir
a la mujer como una invasión o como un acoso. Junto a su atracción
late el deseo angustioso de escapar de ella. La visión contradictoria
de la mujer -en la polaridad de la atracción y el rechazo es
mantenida por el poeta en toda la poesía amatoria de sus primeros
libros, desde Crepusculario hasta El Hondero Entusiasta. La
misma visión del amor sensual se puede observar en la primera
poesía de César Vallejo, con la diferencia de que en el poeta
peruano la atracción sensual ejercida por la mujer lleva la
connotación pecaminosa propia de una educación católica. El
amor sensual está ligado a un fuerte sentimiento de culpa y
la liberación es imposible tanto porque la virilidad despertada
es irrenunciable como porque su ejercicio, mientras más pleno,
más lo empantana en un viscoso mundo instintivo, absolutamente
contradictorio con blancos y saludables momentos de elevación
espiritual.
En
Neruda, en cambio, el motivo del amor sensual es portador de
angustias metafísicas: toda realidad -y el mejor ejemplo es
el de la amada- es radicalmente inasible. Su brevedad, su perecibilidad
obliga al poeta a sorberla, a vivirla con una intensidad desesperada,
inversamente proporcional a su naturaleza precaria. Se explica
entonces su avidez frustrada y el desboque de la sensualidad.
La divinización de la amada, por una parte, y el arrobo contemplativo
de sus aspectos materiales, por otra, surgen de la angustia
de saberla pasajera. Insistir en ella es insistir en el dolor.
Estar con ella es convivirla, y estar sin ella, convivirla.
En este fuego se abrasa el poeta. Y, ya sea porque la amada
representa todo el afecto que necesita un alma sola, y el correlato
natural de todo ser viril, ya sea porque, aunque fugaces, proporciona
instantes de vida y plenitud, el anclaje en su ser es irrenunciable.
La entrega a la amada es un acto ritual de autosacrificio. Por
eso se pueden asociar amada y cruz:
Ah mujer,
no sé cómo pudiste contenerme
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos.
[La Canción Desesperada]
La
situación de máxima tensión planteada entre poeta y amada origina
un movimiento de liberación. La amada es anclaje del ser que
quiere ser libre, pero la libertad aspirada no debe ser abstracta
si se quiere que sea satisfactoria. La mujer es sentida, en
un momento, como la posibilidad concreta de esa instancia libertaria,
pero su concreción, su materialidad, la sensualidad de sus formas,
su carácter fugaz convierten ese espacio sentido como abierto
en una nueva forma de prisión y sacrificio.
10.
En
este proceso dialéctico, en esta pugna irresuelta, se explica
el temple de la angustia dolorosa y la vocación por el infinito.
La ruptura del círculo vicioso, de la situación encadenante
se encuentra en el hecho de que el amante toma conciencia de
su clave dramática mediante la reflexión hecha palabra, es decir,
a través de un acto poético. El quehacer poético se transforma
-catárticamente- en el único modo de ser auténtico, en cuanto
el sujeto doliente, el poeta, canta un dolor carnalmente sentido,
biográficamente experimentado, del que se libera, magra, aunque
sublimemente, a través de su canto. El poema viene a ser así
espacio del amor real, absoluto, insatisfactorio, precario,,
pero de la máxima plenitud creadora. La amada, existencialmente,
es la atadura y el anclaje, el abrazo y el cerco, pero también,
la posibilidad del canto. El ser doloroso que es el poeta, acosado
y pretendiente del infinito encuentra su oficio excelente, compensador
de frustraciones, en el ejercicio de la poesía.
De
allí que la amada esté distante aun cuando está presente. En
los casos en que el apóstrofe no se dirige a una amada evocada,
sino inmediata, aun en éstos se opera un proceso de distanciamiento.
El poeta habla a la amada, pero no en un plano real, objetivo,
sino a través del poema, en el poema. A la postre, el poeta
habla en soledad. Hace un recuento de su haber y de su debe.
Es un cronista de sí mismo. Esta actitud tiene reflejos en la
estructura del producto lírico. El poema se organiza como para
contar. Generalmente, se inicia con un presente:
puedo
escribir los versos más tristes esta noche
después
se hace alusión a un pretérito:
En las
noches como ésta la tuve entre mis brazos
y
se vuelve a la clave temporal de presente con proyecciones de
futuro:
aunque
éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo
[Poema
20]
La
triple clave temporal puede observarse de uno u otro modo con
claridad en los poemas 1, 5, 6, 10, 12, 13, 14, 15, 17, 20 y
en La Canción Desesperada, y, cuando no estructuralmente, por
lo menos sí como un movimiento del espíritu, en el flujo y reflujo
de los sentimientos de aproximación y distanciamiento del poeta:
Un sol
negro y ansioso se te arrolla en las hebras
de la negra melena cuando estiras los brazos.
Tú juegas con el sol como con un estero
y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.
[Poema 19]
Después
de esta situación lúdica inicial y presente, el movimiento inevitable
de distanciamiento:
Niña morena
y ágil, nada hacia ti me acerca.
Todo de ti me aleja, como del mediodía.
Y
luego, la proyección hacia adelante:
Mi corazón
sombrío te busca, sin embargo,
y amo tu cuerpo alegre, tu voz, suelta y delgada.
Todo
el poema está centrado en un apóstrofe de presente, pero aun
dentro de él el sentimiento del poeta se desplaza en el mismo
sentido de la contemplación, la evocación y la proyección de
esta experiencia hacia el futuro.
11.
El
poeta-cronista ha encontrado, pues, su territorio propio en
la poesía. Su único bien son las palabras. Un bien exclusivo
para el poeta solo. Cuando entra en contacto con la amada, el
ambiente predilecto es el del silencio. Pero no el silencio
absoluto. Es un silencio -»nuestro silencio enamorado«-que incluye
en sí mismo la palabra, el lenguaje, el acto comunicativo. La
palabra no necesita realizarse en su plenitud sonora. Más bien
es una »queja de amor« que emana del carácter preñado del silencio,
centrada en la intersección del silencio y la voz.
Entre
los labios y la voz, algo se va muriendo.
[Poema 13]
Y la palabra
apenas comenzada en los labios
[La
Canción Desesperada]
Para
el acto de amor, el poeta reserva el recurso oral y ardiente
del beso
y calan
mis besos alegres como brasas
[Poema
6]
He ido
marcando con cruces de fuego
el alias blanco de tu cuerpo.
[Poema
13]
La
amada misma ha de ser silenciosa o de voz disminuida: »voz lenta
y triste« [Poema 1], »voz misteriosa« [Poema 3]; »silenciosa«
[Poema 8]; »taciturna« [Poema 12]; voz suelta y delgada« [Poema
19]. Pero hay algo más. Es tal la conciencia de la identidad
entre poeta y palabras, que ésta es tomada como una competidora
de la mujer. La palabra, tan amada del poeta como la amada misma,
es desplazada por la presencia de la mujer en su forma de materia
sensual:
Y las
miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento
Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, lodo lo llenas.
En
relación con este motivo de las palabras en competición con
la amada, es particularmente ilustrativo todo el texto del poema
cinco. Desde luego, la aproximación erótica exige que la palabra
pase a un -segundo plano; que atenúe su volumen, que retroceda
a su origen potencial, que sea sólo una huella:
Para que
tú me oigas
mis palabras / se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.
Sin
embargo, una intranquila conciencia establece la verdadera distinción
entre amada y palabras. La amada es ser fugaz y, en última instancia,
transitorio en el sistema posesivo del amante. Las palabras
son una compañía consubstancial. Por eso puede decir:
Antes
que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.
Y
es terminante para definir el dominio que ejerce sobre ellas
y la exacta dirección del mensaje:
Ahora
quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú oigas como quiero que me oigas.
Las
palabras se conviertan a la postre en un par de esposas que
atan las manos de la amada, transformándola en una dulce y suave
prisionera.
Voy haciendo
de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.
Collar
mágico que logra -aunque sólo sea poéticamente- detener el movimiento
incesante de su ser transitorio.
Una
vez más -y desde otro ángulo llegamos a la conclusión de que
es el poema el espacio del amor absoluto.
La
poesía sirve también para la glorificación de la amada. Ella
resulta ser- cuando no lo es el propio poeta- el único destinatario
del mensaje que conllevan:
Oh poder
celebrarte con todas das palabras de alegría.
[Poema 13]
Mis palabras
llovieron sobre ti acariciándote.
[Poema 14]
Y
aún más. En el poema 15 se plantea todo un ludismo, casi masoquista,
en relación con la palabra y su posibilidad de ser iluminante
de una verdad que se necesita. La mujer callada da la impresión
de estar anticipadamente ausente. Y el poeta la contempla en
esa ausencia imaginaria, »como si hubieras muerto«. En este
juego se puede observar cómo la mujer amada, aunque esté presente,
viva en la distancia, como un objeto creado por la actividad
lúdica del poeta, a través de un mecanismo psicológico similar
de los adolescentes que lloran con lágrimas reales la muerte
imaginaria de los padres. El juego se quiebra como un cristal
cuando irrumpe la realidad de una palabra o de una sonrisa:
Una palabra
entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
Por
último, habría que insistir en el carácter balsámico de la palabra.
La experiencia del amor es una experiencia amarga y frustrante.
Y hasta tal punto que, aun estando la amada presente en toda
su materialidad, el poeta la distancia a través del apóstrofe
o por medio de un acto de imaginación, porque esa distancia,
esa lejanía, que es al lugar donde en última instancia mora
la amada, es su experiencia única, de ella. El poema surge desde
la necesidad de supervivencia. La amada fue forjada también
para que el amante pudiera sobrevivir [Poema 1], para que otorgara
la dirección del viaje y le diera un sentido. Pero la creatura
no respondió al proyecto voluntarista de su creador. Es como
un Dios, que habiendo creado al hombre por medio de la palabra,
fracasado su gran proyecto, se satisficiera sólo en la contemplación
doliente de su verbo. La frustración lleva al suicidio (y Neruda
ha combatido todas las formas del suicidio característico en
su. generación) o al poema. Elige esta última como una sublimación
del dolor. De allí que se lo pueda sentir como un ungüento precario;
pero en algo refrescante, para la herida espiritual:
Oír la
noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como el pasto al rocío.
[Poema 20]
La
proyección sentimental que el poeta ejerce sobre la naturaleza
hace que también su propia voz pueda realizarse como una voz
de los elementos. Así la tierra canta, los ríos cantan, el atardecer
resuena, el viento zumba o aúlla, los árboles se quejan, el
bosque crepita, el mar suena, la noche canta o el río anuda
al mar su obstinado lamento. En suma, toda una arquitectura
sonora va multiplicando la voz doliente del poeta. Desde este
punto de vista, el poeta se ubica entre el grito y silencio
absoluto. El grito corresponde a su ser solo y salvaje:
Mi vida
antes de nadie, mi áspera vida.
El grito frente al mar, entre las piedras,
corriendo libre, loco, en el vaho del mar.
[Poema
17]
Entre
el grito y la palabra, están las variantes del grito: quejas,
rumores, aullidos, crepitares, lamentos. Luego la palabra, cuya
máxima realización es el poema o la canción. Después, la palabra
apenas murmurada, »entre los labios y la voz», y por último
el silencio. Este último estrato no es nunca el del poeta. Sólo
los elementos -la noche, por ejemplo- y la amada presentan esta
propiedad. El silencio es el reino misterioso donde se fragua
el destino, un destino que tiene sombrías perspectivas para
el hablante. El silencio pertenece, pues, al dominio de lo terrible.
Frente a él la palabra ya no es sólo bálsamo, sino también conjuro.
12.
En
toda esta dinámica del hablante que va desde el sentimiento
desgarrado de soledad hasta el oficio sublime de poeta, se puede
detectar la pugna interior por desasirse de la angustia destructora
y encontrar el territorio que sea radical negación de la muerte.
Se puede especular sicoanalíticamente, sobre el hecho de que
la muerte prematura de la madre quita al ser real -que está
detrás de este hablante- todas sus raíces fundadoras. Ser solo
como »un túnel« es tener el vacío ubicado en las dimensiones
retrospectiva y prospectiva del ser. Es carecer de fundamento,
de los soportes psíquicos que es capaz de ofrecer la imago materna
con sus connotaciones de protección, ternura y aliento. El vacío
en la retaguardia impide emprender con serenidad y decisión
el trabajo de vencer los dragones que guardan el umbral de los
mejores frutos de la vida. No hay confianza para con los entes
sucedáneos de la madre y así como ésta se deshizo en la maceración
de la noche y el tiempo, así también se teme que la amada desvanezca
su concreción en la consunción cualquiera de un crepúsculo.
La esperanza depositada más por necesidad que por certeza en
una amada capaz de hacerse fundamento se frustra por la inevitable
distancia que, ésta adquiere tanto en la realidad de un amor
que es amor adolescente -nunca definitivo- como por estar a
priori deshecho en el minado subconsciente del poeta. Y distancia,
es prefiguración del olvido. Por esta razón y con esta dimensión
de lo que es el mundo, el amor y la vida, el poeta intenta un
último gesto dinámico, un movimiento definitivamente liberador,
hacia el espacio posible de una libertad absoluta, libre de
contradicciones, más allá de la soledad, la materia, el deseo
y el acto, el amor y la muerte.
Sin
trabas, sin muros, sin acosos, con toda una filosofía de la
libertad profundamente anárquica:
Ansiedad
que partiste mi pecho a cuchillazos,
es hora de seguir otro camino, donde ella no sonría.
………………………………….
Ay seguir el camino que se aleja de todo.
[Poema
11]
La
Canción Desesperada es toda una crónica de la biografía del
hablante. Desde la más radical desolación evoca a la mujer amada,
hace la historia significativa de su amor y toma la única decisión
que cabe para ese ser que no quiere morir crucificado entre
la noche y el día -el alba- ni entre la tierra y el mar:
Ah más
allá de todo. Ah más allá de todo.
Es la hora departir. Oh abandonado!
Y
el verdadero sentido de todo el texto y de la decisión final
de los últimos versos de La Canción Desesperada se ilumina si
recordamos que el poeta ha dicho:
Ay seguir
el camino que se aleja de todo,
donde no esté atajando la angustia, la muerte, el invierno,
con sus ojos abiertos entre el rocío.
[Poema
11]
En Anales de la Universidad de Chile
Estudios
sobre Pablo Neruda
Año
CXXIX n° 157-160
Enero
-Diciembre de 1971.
[1] Félix Martínez B.: La Estructura de la Obra Literaria,
Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad de Chile, 1960,
p. 124
[2]
Jaime Concha, "Interpretación de Residencia en la Tierra
de Pablo Neruda". Mapocho, 2 (julio 1963), p. 15, nota
32.
[4] Concha, op. cit., p. 9
[5] Martínez, op. cit., p. 131-132.
[7] Mario Rodríguez. »Imagen de la Mujer y el Amor en
un Momento de la Poesía de Pablo Neruda». Anales de la Universidad
de Chile, 125 (1962).