La casa de Neruda

Diríase que el progreso urbano de Santiago consiste en un desplazamiento de la parte plana de la ciudad hacia la Cordillera. Santiago va trepando audazmente por los caminos frondosos de Apoquindo y Peñalolén, se va deslizando a los empinados desfiladeros del Volcán, se va metiendo en las largas Avenidas de Los Guindos, va sembrando de casas verdes y rosadas el barrio del Golf, y en cada una de sus aventuradas correrías, profana un poco el silencio y la solemnidad andinas.

Entre los alegres pioneros de esta marcha hacia la altura, que es también una marcha hacia la soledad, ocupa un sitio de preferencia el poeta de Chile, Pablo Neruda, cuya poesía tiene algo de lo duro y de lo grande de la Cordillera: se parece a los acantilados a pique, a los guijarros sin pulir y a las masas pétreas recortadas por cataclismos.

En una calle transversal de la Avenida de Los Guindos, por donde todavía pasan las viejas carretelas destartaladas y donde el pasto rural pavimenta las veredas, emerge la casa nerudiana como la más extraña unidad arquitectónica que haya construido nadie para vivir. A priniera vista, esto parece un laberinto; se confunde la puerta principal con la del garage, hay escaleras a cielo raso que conducen a misteriosas alcobas, corredores que avanzan hacia lo interior, puertas a lo largo de los corredores, anchas ventanas y pequeñas ojivas: en suma, un verdadero puzzle. Penetrando más, sin embargo, en el espíritu íntimo de la construcción, conociendo el carácter de su inspirador como los hábitos y finalidades que le animan, se descubre la robusta armonía de una obra planificada.

Esa casa no ha sido hecha para tener comedor y dormitorios. Las piezas íntimas en ella pasan a segundo plano. Sus murallas se alzaron para cobijar libros y colecciones, para recibir amigos que allí gozan de la más ancha hospitalidad, para celebrar reuniones bohemias, para hospedar vagabundos y artistas.

La puerta principal es pequeña y como disimulada en el muro. Tan pequeña es, que parece un accidente en el camino a la biblioteca, cuya acogedora presencia es la primera tentación del visitante. Al fondo una chimenea con leños chisporroteantes, al costado una mesa rústica bañada de sol y en la pared lateral una estantería pesada de libros. Arriba, en lo alto de esta pared y por una escala que conduce a una angosta puerta, se abre el reino de los caracoles. Se deslumbran los ojos del visitante con un tablado abierto al pasadizo donde en sencillas vitrinas se ha encerrado toda la policromía del mar...

Uno a uno, cogidos por quien sabe qué indiscretas manos, se han acumulado allí los más extraños caracoles del mundo. Algunos estaban guardados en las profundidades del Mar índico, algunos vivían escondidos en las playas del Mar Muerto, quizás algunos estuvieron siglos enroscándose en las piedras de Oceanía; todos ahora son huéspedes de Neruda y viven allí como en su propia casa, la casa de un joyero de la ilusión.

Pablo es un poco oriental y en esta colección ha dilapidado paciencia. Sus caracoles están clasificados por familias, por edades, por colores. El poeta conoce la historia de cada cual y la cuenta con su minuciosidad zumbona.

Agotada la biblioteca, que es un verdadero museo de viejos pergaminos junto a las más extrañas obras de la literatura universal, el visitante pasa a la galería interior, una especie de plataforma luminosa separada del jardín por enormes ventanales. Embutidos en la pared, aparecen vistosos y raros motivos. Hay peces que nadan en su acuario, gigantescas mariposas del trópico, figuras folklóricas del arte indígena, evocaciones de Méjico, del Perú y aun de la Araucanía chilena.

Neruda ha ido dejando en cada sitio un rastro de su inagotable fantasía, y cuando se sale al jardín y ya parece que no queda nada por ver, encontramos el ala lateral de la construcción, que es otro inesperado mundo. Aquí está lo que pudiéramos llamar el club nerudiano, que es una especie de taberna española con las más curiosas y risueñas alusiones. Hay allí un mesón con su correspondiente damajuana y más atrás una estantería de cantina. Viejos axiomas populares adornan las paredes y en medio de ellos, retratos de amigos, recuerdos de ausentes, estela de hospitalidad...

Una característica de la casa de Neruda es que a cada momento y donde menos se piensa aparece un cuarto de alojados. Junto a la taberna hay uno también. Alguien ha dejado allí sus prendas de vestir y hasta un jabón, en el velador. Puede ser Guillén, puede ser Bola de Nieve, quizás Carranza. En ese cuarto ha estado en pijama toda América.

Frente a la taberna y bajo el follaje de un gran arbusto está como recostada en el pasto una blanca cabeza de Venus; parece salir de la hierba y mirar al sol. A su lado, unos angostos caminillos avanzan hacia el interior como señalando una huella. No ha terminado de abrirse la caja de sorpresa y nos espera todavía una novedad. Al fondo de la quinta y proyectado contra un rincón en que se juntan dos gruesos muros de adobe, levantó el poeta su mejor creación, un teatro al aire libre con camarines en el proscenio. Uno de los camarines tiene dos literas sobrepuestas para nuevos alojados. Entramos en él y están las camas listas para ser usadas, con sus blancas sábanas, con sus gruesas colchas, hasta con un libro en el velador.

Antes que soplara un vendaval, que no sabemos si arrasará con la verdad, con el ensueño y aún con esta casa, Neruda se proponía ofrecer allí recitales de alta calidad. Había dejado un espacio libre sobre el césped para su auditorio y en ese auditorio pensaba contar con la presencia de algunos que después se han dedicado a la escena truculenta.

Pero dejemos esto, dejemos estos muros, esta posibilidad y este césped para internarnos en algo que es quizás lo más puro y genuino de la casa nerudiana. Aquí se desarrolló un espíritu que ciertamente no ha sido otra vez reproducido en la América de nuestro tiempo. Durante la guerra que acaba de terminar la casa de Neruda fue una especie de hogar donde anidó nuestra solidaridad con el mundo convulsionado.

Aquí llegaron españoles expulsados por el vendaval revolucionario, judíos abrumados por el campo de concentración, almas ahuecadas por el dolor con acentos de extraña sonoridad, apóstoles, combatientes, luchadores políticos, víctimas y soñadores.

Hubo algunos matones de barrio metidos en pelea grande que invadieron por oportunismo esta casa; pero eso es nube que no hace tempestad. Los mejores espíritus, las más vivas almas, las conciencias torturadas de inquietud, las más urgidas de esperanza, le prestaron su consagración...

Y no se diga que la atmósfera que se ha vivido en esta casa fue foránea ni de inspiración extranjera. Lo extranjero fue el dolor, fue la necesidad, fue la angustiosa tragedia de los visitantes; la hospitalidad fue total e integralmente chilena. El hombre "enteramente de Temuco", según Pablo de Rokha, que hay en Neruda, estaba allí todos los días charlando en rueda de amigos con su vaso de vino en la mano y su inimitable humor.

Los poetas que miran la luna, naturalmente extranjera; o los que cantan versos a la alondra, extranjera también; o los trasnochados amigos del romanticismo extranjero, no saben de qué manera es chileno y con qué autoridad está parado en su tierra natal este poeta del poema veinte y del Farewell.

Recuerdo que nuestro viejo amigo Justino Zavala Muñiz, en ciertas confidencias de Montevideo, me representó su extrañeza al visitar a Neruda y encontrarse con un hombre campechano y de apostura vulgar. La fina delicadeza del gran uruguayo, admirador rendido de nuestro poeta, tuvo que desarrollar un esfuerzo para penetrar la corteza del chileno.

Yes que Neruda abruma con su sencillez; y se le ha visto vivir allí, no como un dueño, no como un poeta, sino como un huésped más de la hospitalaria casa.

Ricardo Boizard

Del libro Patios Interiores,
Nascimento, Santiago, 1948

Avenida Lynch 164, La Reina
Santiago, Chile.


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